6 de enero de 2025

Fuimos elegidos, desde toda la eternidad, en Cristo, para ser hijos adoptivos del Padre, y "ser santos e irreprochables en su presencia, por el amor".

 


En esta  Navidad hemos vivido el nacimiento en la carne del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre en María,  fuimos recorriendo los distintos pasos de su  nacimiento en un pesebre por falta de alojamiento en Belén, la adoración de los pastores y consideramos a su madre que guardaba en su corazón todo lo que acontecía. 
Ahora bien, en este segundo domingo de Navidad, la liturgia despliega el misterio de Cristo, pero contemplando su divinidad, no tanto enfocándose en la humanidad, sino en su origen divino. 
Y así, en la primera lectura que acabamos de proclamar, se presenta al Hijo de Dios como la Sabiduría de Dios (Eclesiástico 24, 1-4.12-16) que está presente y vive en medio de los hombres.   
Esta sabiduría que habita en medio del hombre, y en eso está su alegría, está presentando siempre,  el misterio divino. 
Por otra parte, esta sabiduría eterna que describe el antiguo testamento, aparece en el nuevo con otro término, la palabra, tal como lo escuchamos recién en el evangelio (Jn. 1,1-5.9-14).
La palabra  es subsistente, existe desde siempre, está junto a Dios, y por ella fueron creadas todas las cosas que existen en el mundo.
En efecto, el libro del Génesis, cuando afirma que Dios dijo "hágase la luz" o háganse las distintas cosas,  vio Dios que todo era bueno. Ese "dijo" de Dios es precisamente la palabra, es el Hijo increado del Padre, mientras  que a su vez el libro del Génesis hace referencia a que el Espíritu aleteaba sobre las aguas recién creadas, siendo esto un anticipo de lo que sería la figura del Espíritu Santo, de manera que Dios uno y trino está presente en toda su obra. 
Pero aquí san Juan afirma que la Palabra, es decir, el Hijo de Dios vino a este mundo, plantó su tienda entre nosotros, como hiciera la sabiduría en el Antiguo Testamento, naciendo en la humanidad.
La palabra, era la vida y "la vida era la luz de los hombres" y a su vez, "la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron"
De hecho, el Señor no es reconocido por Israel, pero aquellos que sí lo recibieron, fueron llamados hijos de Dios, ya que nacieron no de la carne y de la sangre, sino "que fueron engendrados por Dios"
Y así, esta Palabra, el Hijo de Dios hecho hombre, comienza a existir en el tiempo, el que es eterno, para salvarnos del pecado y de la muerte, se hace temporal.
Pero inmediatamente la liturgia nos va a mostrar lo que la presencia del Hijo de Dios entre nosotros significa. Y ahí escuchamos al apóstol San Pablo, escribiendo a los cristianos de Éfeso (1,3-6.15-18) que les dice que desde antes de la creación del mundo, fuimos nosotros pensados por Dios. De manera que la presencia del Hijo de Dios entre nosotros ya también tenía presente el que fuimos elegidos, desde toda la eternidad, en Cristo, para ser hijos adoptivos del Padre, "para ser santos e irreprochables en su presencia, por el amor".
Y en la medida en que seamos santos e irreprochables, es que seremos, a su vez, herederos de la promesa. ¿Qué promesa? La de la vida eterna. Y ahí entonces se va entendiendo más profundamente la implicancia del misterio del Hijo de Dios entre nosotros, y cuál es el sentido último también de nuestro existir. Que no estamos acá en el mundo meramente porque Dios no tenía nada que hacer y entonces nos creó a nosotros, sino que nuestra presencia aquí va marcando ese caminar en el mundo, siguiendo los pasos de Cristo, para llegar algún día a vivir plenamente esto que somos por el bautismo, hijos adoptivos del Padre. 
Pidámosle entonces al Señor que nos dé su gracia para que conociendo todo esto, tengamos la fuerza suficiente para vivir santamente en este mundo.


Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía  en  el II domingo de Navidad. 05 de  enero de 2025.

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