Quiero hablarles en esta mi primera Misa, acerca del Sacerdocio. Generalmente se toma como ejemplo de lo que ha de ser el sacerdote, a la persona misma de Cristo Jesús, Sacerdote Eterno y de quien deriva por participación nuestro humilde Sacerdocio.
Es por eso que he elegido el misterio de la Anunciación del Señor, porque es allí donde comienza la vida del sacerdote, Dios - encarnado.
Pero, como hablar de María Sma., es hablar de su Divino Hijo, tomaré el ejemplo de la Virginal Madre, para beber allí las riquezas del Sacerdocio presbiteral.
Veamos en primer lugar la elección divina: María Sma. es elegida para un destino muy grande: traer al mundo al Hijo de Dios encarnado.
Vemos en el relato evangélico que es Dios quien ha tenido la iniciativa de tan gran elección, ya que de El parte toda empresa que tenga carácter divino.
Y así a través del anuncio angélico, María comienza a vivir su vida en los confines de la divinidad.
María era una mujer como todas las de su tiempo, con las mismas costumbres e idénticas ocupaciones, pero su diferencia estriba en que la poseía la gracia divina de una manera eminente, junto a su irrevocable y fidelísima entrega al Señor.
Había sido preferida a todas las demás, para realizar en su cuerpo y sobre todo en su corazón, las promesas mesiánicas.
El sacerdote, otro Cristo, al igual que María, es elegido para una gran misión: consagrarse por entero al Señor Jesús y a sus hermanos los hombres. Como María que da su cuerpo al Hijo de Dios, el sacerdote trae al mundo al Verbo resucitado bajo las especies eucarísticas, como nos lo dice expresivamente San Alfonso María de Ligorio.
Como María, el sacerdote está en el mundo pero no es del mundo, como nos enseña el mismo Cristo. El sacerdote es el hombre de Dios que vive como los demás hombres, pero que es distinto a todos, “segregado para el evangelio de Dios”, como nos enseña San Pablo, y que está “para consagrarse totalmente a la obra para la que el señor lo llama” al decir del Concilio Vaticano II°.
Nosotros los sacerdotes sentimos en carne propia aquellas palabras dirigidas a María: “El Señor está contigo”
Consideremos ahora otro pasaje del relato bíblico: La fuerza transparente de la gracia de Dios.
María que se sabe creatura y por lo tanto tremendamente pobre y limitada, pregunta al ángel: cómo será esto? Es decir cómo se realizará la maravillosa obra de la Encarnación. La respuesta divina no se hace esperar: “El Espíritu Santo descenderá sobre Ti y el Altísimo te cubrirá con su sombra.”
Nosotros hasta podríamos sentir el respiro de alivio de María, ya que es la gracia quien se encarga de la obra maravillosa de la Encarnación. Frente a este misterio que se desarrolla en el silencio y en la soledad del recogimiento y de la oración, podemos nosotros reflexionar acerca del misterio sacerdotal - salvando, claro está, la distancia infinita que de la Encarnación nos separa.
Así como Dios comenzó la obra da la Redención, en la humildad de una mujer, así también, Dios continúa su obra redentora culminada en la Cruz, a través del ministerio sacerdotal.
Dios necesitó de María para dar a luz al Verbo, Dios necesita de sacerdotes que den a luz al Verbo encarnado en el corazón de los hombres.
La historia de esta admirable mujer que reconoció su humildad, se prolonga en cada sacerdote, y en este caso conmigo mismo, cuando repite en la plenitud de su corazón, sediento de Dios, aquellas palabras de María: Señor, cómo será esto?. Cómo se realizará la misión que me encomiendas?. Frente a las miserias y limitaciones propias, secuelas del pecado original, la pregunta surge de nuevo, ¿ Señor como podré llevarte a Ti a mis hermanos los hombres?
Es el reconocimiento de la poquedad personal que se actualiza cada día, cuando el sacerdote no se atreve a ofrecer el sacrificio eucarístico sin antes decir, al lavar sus manos “Señor, lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado”.
Frente a esta realidad, la promesa hecha a San Pablo nos llega con consoladora esperanza: “No temas, te basta mi gracia”.
La gracia de Dios, como vemos, está en íntima conexión con la pobreza de espíritu, ya que sólo el alma profundamente humilde ante su Señor, se encuentra en situación de recibir la ayuda divina.
El sacerdote, pues, imita en María su pobreza y humildad.
La gracia de Dios, necesita de nuestra respuesta y estamos aquí en el tercer aspecto de nuestra reflexión sobre el Sacerdocio.
María Santísima no puede callar y confiando plenamente en quien la ha llamado responde sin la duda que suele acompañar al imprevisible futuro “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según Tu palabra”.
María en un instante consagra toda su vida al Señor, sin desasosiego frente al dolor que soportará en toda su silenciosa vida, porque la conforta la fe inquebrantable frente a lo divino, la esperanza firme en la gracia de Dios y el amor que, sin reserva, entrega todo su ser al llamado de Dios.
El sacerdote da también su Sí al llamado de Dios - Un sí pleno de confianza, aún previendo la crucificada vida que le espera, si es que verdaderamente quiere ser imitador del Señor Jesús.
El sacerdote, igual que María se entrega sin reservas al Señor, porque sabe que aunque lleva como dice San Pablo “un tesoro en vaso de barro”, “la virtud del Altísimo lo cubrirá con su Sombra”.
Como María, el sacerdote dona también su cuerpo en el sagrado celibato, don precioso que ha recibido de la misericordia de Dios, porque sabe que su fecundidad - como la de Cristo y María - no está en lo físico, propio de este mundo, sino en engendrar hijos para el cielo.
El sacerdote entrega también su voluntad: a Dios en primer lugar, pero también a la Iglesia a través del obispo, quienes lo han llamado al Sacerdocio no para que viva a su manera el ministerio presbiteral, sino para que sirva al Señor, dispensando los sagrados misterios, de acuerdo al sentir común de la Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia.
En cuarto lugar y apartándome un poco del texto evangélico, debo decirles que me comprometo, para ser auténtico con la Iglesia, conmigo mismo y con Uds., a ejercer el ministerio de Pastor, conduciendo el rebaño que el obispo me confíe, por los caminos que Jesús Buen Pastor nos indica - Sé que la tarea es ardua, pero trataré con la gracia de Dios, de ser fiel hasta el final, no sea que por mi culpa se cumplan aquellas terribles palabras de la Escritura :”heriré al Pastor y se dispersarán la ovejas (Zac 13,7 - Mt 26,31).
Me comprometo a ser un incansable predicador de la Palabra de Dios. Seré inflexible en la predicación sin ambigüedades de la doctrina contenida en la Sagrada Escritura, en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.
Mi misión es ser como Cristo, Luz del mundo, combatiendo el error, pero siendo misericordioso con el que yerra; no sea que por vivir en la oscuridad de la mente, me haga acreedor de aquellas palabras que nos trae San Lucas: “Ay de vosotros doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás” (Lc 11,52).
Me comprometo a ser sacerdote dispensador de los Sacramentos de la Iglesia, en especial de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana.
Imploro a Dios que me dé un corazón pobre, casto y obediente, para que a ejemplo de María Santísima, pueda entregarme sin reservas a lo que Jesús me pida. Y que me conceda la gracia de la perseverancia.
Pido a mis hermanos en el Sacerdocio que me ayuden a cumplir mi ministerio.
Ruego a todos Uds., consagrados por el Sacerdocio bautismal, que me exijan ejercer con eficacia el Sacerdocio, pero les pido también que no me pidan realizar aquello que no compete propiamente al sacerdote, porque tendré que defraudarlos, ya que no soy sacerdote para realizar tareas de laicos, sino de presbítero.
Para concluir, agradezco a mis padres, porque me educaron en la fe; a mis hermanos, familiares y amigos que me acompañaron en estos 11 años de preparación sacerdotal; a Mons. Di Stéfano que me guiara en los primeros pasos de mi vocación sacerdotal; agradezco a la compañía de Jesús, porque en mis años de religioso aprendí el espíritu ignaciano; agradezco a Mons. Zazpe porque me llamó a ser su colaborador marcándome con el orden sagrado; agradezco a Mons. Tortolo, superiores y compañeros seminaristas del seminario de Paraná, porque me han dado lo mejor de sí en estos 4 años de formación teológica.
Agradezco al clero santafecino, religiosos, religiosas y fieles en general por sus oraciones y ejemplos.
Agradezco al P. Gasparoto, por su fina atención para conmigo en el triduo de oraciones preparatorio a mi ordenación y por acompañarme en este día.
Por todas estas intenciones y junto a Ntra. Sra. De la Merced, ofrezco esta mi primera Misa.
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