“Si comparamos la manifestación del misterio que es cada uno de nosotros con la revelación del misterio de Dios, nos damos cuenta que existe similitud, si bien es cierto que en el caso de Dios se da la perfección, porque El sí que se manifiesta plena y verdaderamente a través de la Palabra.”
En este tiempo de Navidad hemos reflexionando sobre la manifestación del misterio de Dios hecho hombre ya que "todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que... fue llevado al cielo" (Hech 1, 1-2) hay que verlo a la luz de los misterios de Navidad y de Pascua (Catecismo Iglesia Católica nº 512).
Ahora bien esta revelación del Hijo de Dios hecho hombre nos permite también ahondar en el misterio del hombre.
Si miramos nuestro interior nos encontramos con que el misterio del hombre no es abarcado en su totalidad ya que nunca conocemos plenamente quién es cada uno de nosotros.
Nos asombramos ante los vaivenes de nuestra vida, los movimientos interiores que esconden lo que queremos realmente, porque como enseña San Pablo realizamos lo malo que no queremos y dejamos de hacer lo bueno que perseguimos.
Cada uno de nosotros es consciente de su misterio interior y que como tal es percibido por los demás.
De allí que nunca finalizamos el conocimiento personal y ajeno porque siempre el hombre tiene posibilidades de nuevas revelaciones.
Nosotros nos manifestamos hacia el exterior a través de signos, gestos y palabras que son como vestigios de nuestra interioridad.
Pero no de una manera total ya que somos incomunicables, porque no podemos manifestar en plenitud lo que es nuestra intimidad, nuestra persona.
De allí que nadie pueda entrar en nuestra intimidad, ni podrá conocernos totalmente, sólo Dios.
Ahora bien, a través de nuestras obras y gestos exteriores, toda persona percibe aunque sea a tientas, cualquiera sea nuestro estado interior.
Pero una manera perfecta de comunicarnos es por medio de la palabra.
Pero también es cierto que la misma no siempre manifiesta lo que hay en nuestro interior, ya que muchas veces el ser humano prefiere vivir en la mentira, en la hipocresía, en la ficción, o no darse a conocer tal cual es, y entonces la palabra en lugar de comunicar nuestro interior no es más que un instrumento de ocultamientos.
Si comparamos la manifestación del misterio que es cada uno de nosotros con la revelación del misterio de Dios, nos damos cuenta que existe similitud, si bien es cierto que en el caso de Dios se da la perfección porque El sí que se manifiesta plena y verdaderamente a través de la Palabra.
Y esto es así porque mientras que en el hombre muchas veces la palabra que emite es contraria a su ser, a su interioridad, en Dios su palabra siempre responde a su ser.
Ante Dios sabemos que nunca nos encontraremos con la mentira o la falsedad, sino únicamente con la verdad, porque muestra su intimidad tal cual la podemos comprender con nuestra limitada inteligencia.
El texto del evangelio proclamado nos dice que la Palabra estaba junto a Dios, era Dios, existía desde el principio, todas formas de indicar la identidad entre la Palabra y Dios.
Si recordamos el libro del Génesis cuando describe el acto creacional, notamos por ejemplo, que Dios dijo:”hágase la luz y la luz se hizo”. Este decir de Dios señala al que es su Palabra, que justamente por ser divina constituye una Persona, la del Hijo.
El texto que describe la creación –leído desde el Nuevo Testamento-, presenta atisbos trinitarios que preparan una revelación futura de ese Misterio de la intimidad del Dios de la fe, ya que el decir (pensamos en el Hijo) de Dios (pensamos en el Padre) da origen a lo creado mientras el espíritu (y pensamos en el Espíritu Santo) aleteaba sobre las aguas.
Dios nos ha manifestado paulatinamente su intimidad, la cual es conocida por nosotros “al modo humano”, es decir conforme a nuestras propias contingentes posibilidades.
Y esto es así porque no podemos conocer la perfección divina teniendo en cuenta nuestra limitación de ser creatural que no puede penetrar totalmente al Creador.
Si no podemos conocer plenamente nuestro interior, ni a los que nos rodean, mucho menos llegaremos a conocer profundamente al que nos dio el ser.
En efecto, al manifestarse Dios siempre tal cual es, descubrimos que en ese desvelamiento hay un “ya” pero también un “todavía no”, porque mientras se va descorriendo el velo del misterio siempre tenemos nuevas posibilidades de seguir conociéndolo hasta que lleguemos a contemplarlo cara a cara en el paraíso, pero aún así imperfectamente, según nuestra capacidad creatural que siempre es rebasada por lo divino.
Pasa lo mismo que en el conocimiento del misterio del hombre. Descubrimos un “ya” en el otro o en nuestro interior, pero siempre hay nuevas posibilidades por llegar al “todavía no”, al cual nunca se arriba plenamente por nuestra condición de creatura.
Ahora bien, decíamos que en el conocimiento de Dios podemos progresar día a día de nuestra vida terrena, aunque no lleguemos a la plenitud.
Sin embargo esto exige, ciertamente, ingresar por el camino nuevo que nos ofrece Dios a través de Jesucristo, la Palabra que se hace carne en el seno de María y se incorpora a nuestra historia humana.
De allí que digamos que es la Luz, la Verdad, la Vida, todos atributos concretos que puntualizan la perfección de Dios en su intimidad.
Es la luz que viene a iluminar toda persona que aspira a ser iluminada, existiendo la posibilidad de no quererlo. Por eso dice Juan que las tinieblas no la recibieron.
Cuando el ser humano vive en las tinieblas, vive en la mentira y no quiere ser iluminado, la luz que proviene de la Palabra no entrará en su corazón y jamás descubrirá su interioridad.
Juan afirma también que es la Vida, la verdadera. Pero si el ser humano está sumergido en lo que es muerte o esclavitud, no puede descubrir ni el valor de la vida temporal ni el de la vida de la gracia que prepara la eterna.
De allí la necesidad de acoger la Palabra, ya que como dice Juan “vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.
Cuántos bautizados no reciben o rechazan hoy a Cristo, porque su presencia puede llegar a ser una molestia muy grande por sus exigencias.
Por el contrario, quienes abren su corazón para albergarlo, recibirán gracia sobre gracia, o sea la abundancia de los dones divinos.
Pero todo esto tiene una finalidad: a través de Cristo descubrir la intimidad del Padre, el rostro de Dios.
Conociendo la intimidad de Dios no perdemos nunca lo que nos manifiesta.
San Pablo nos afirma que fuimos elegidos desde toda la eternidad y constituidos como hijos preferidos y amados de Dios, aquellos que han sido rescatados del pecado, llamados y orientados a vivir en la comunión con El.
El tiempo de Navidad, por lo tanto, nos muestra la riqueza del don de Dios, la raíz, la causa de nuestro existir, la razón de ser de nuestra vida.
Sólo conociendo el misterio de Cristo, presente en nuestra vida cotidiana, ingresaremos desde la temporalidad a una existencia distinta, la de la gracia. Desde el misterio de Dios descubrimos el del hombre, y llegamos a conocer nuestros límites y grandezas. Límites que no nos empequeñecen sino que por el contrario nos conectan más directamente con el Salvador, que se hace pequeño.
Cuando no se vive de la fe es difícil entender el acontecer diario, las limitaciones de cada momento, las preocupaciones diarias, nos quedamos anclados en lo temporal sin proyectarnos a la eternidad.
La Navidad del Señor nos interpela a ir al encuentro de la divinidad que se despliega y desde allí descubrir la dignidad de la persona, el valor de su vida, y la razón de su existencia.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la liturgia del IIº domingo de Navidad (Efesios, 1,3-6.15-18; Juan 1,1-18). 04 de enero de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com. www.nuevoencuentro.com.-
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