El sentimiento de haber perdido a Jesús era muy fuerte en estos discípulos que van camino a Emaús (Lucas 24,13-35), aldea cercana a Jerusalén. Están tristes y desolados, porque habiendo esperado otra cosa, -un mesianismo temporal-, no los consuela la posibilidad de su resurrección testimoniada por algunos discípulos y las fieles mujeres al Maestro.
Es en esta circunstancia que Jesús resucitado, transformado, se coloca junto a ellos y comienza a caminar. Indicio éste que muestra el deseo del Maestro de caminar con cada uno de nosotros a lo largo de la vida, compartiendo nuestras inquietudes hasta llegar junto al Padre que nos espera
El Señor quiere recorrer el mismo camino, máxime cuando estamos tristes, cuando parece que todo está perdido y pierde sentido la misma vida.
Y dulcemente nos dirá muchas veces con amor, “¿por qué desconfían, por qué piensan que todo está perdido?”.
De este modo, Jesús, tanto a los discípulos que van a Emaús como a nosotros, nos va enseñando todo lo que se ha dicho de Él, para llenarnos de confianza y dando sentido a todo lo que hemos aprendido sobre su Persona.
Esto permitió que estos dos hombres sintieran arder su corazón, “¿No ardía nuestro corazón acaso cuando nos explicaba las escrituras?”-dirán.
Esto sucede porque siempre el encuentro con la Palabra de Dios provoca el ardor de nuestro corazón, inflamados por la caridad e iluminados por la luz de la fe que nos permite ahondar más y más el misterio de la divinidad.
Cada vez que nos encontramos con el Salvador es necesario que nuestro corazón arda en amor por Aquél que ha entregado su vida por nosotros, que arda por el deseo de conocerlo más íntimamente.
Cuando la Palabra de Dios, en cambio, queda apartada de la existencia del hombre, la vida misma se va gastando porque le falta el agua viva del Mensaje del resucitad, que debiera dar sentido a nuestro caminar y permitirnos responder a las grandes inquietudes que se nos presentan.
El contacto con la Palabra del Señor no permite todavía un encuentro más personal, más profundo e íntimo con Jesús, ya que éste se concreta en la Eucaristía. De allí que nos dice el pasaje bíblico proclamado, que llegados a Emaús estos dos hombres como presintiendo que caminan con el Señor le dirán “Quédate con nosotros que el día se acaba, anochece”.
Y Jesús se queda con ellos, se sienta a la mesa, y tomando el pan lo bendice, lo parte, y se los distribuye. Y es allí, a través del gesto de la bendición y la entrega del pan, cuando sus ojos se abren y se dan cuenta que están ante el Señor.
De esta experiencia con el resucitado al atardecer del domingo de Pascua, vamos descubriendo que el sacramento que permite que arda nuestro corazón y podamos ver con los ojos de la fe, es la Eucaristía.
Nosotros estamos ahora como familia, unidos en este domingo, para celebrar la Pascua del Señor, preparada con la escucha atenta de su Palabra.
Esta noche, como aquella en la que se encuentran Jesús y los dos discípulos, el Señor viene a partir el pan y a entregarse a nosotros.
Él mismo nos da a comer su cuerpo y a beber su sangre con la voluntad de transformar nuestra vida e iluminar nuestra inteligencia con su Palabra y a fortalecer nuestra existencia con su poder.
Por eso es importante ir descubriendo cómo a través del encuentro con Dios presente en la Palabra y en la Eucaristía vamos progresando en el camino no sólo para entender el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, sino también el de su Pascua, paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia.
Cristo ha resucitado y, desde lo más profundo de nuestro ser y corazón digámosle esta noche: “Señor, quédate con nosotros porque anochece”, “quédate conmigo porque mi vida no tiene sentido, está en tinieblas si Tú no estás presente”. “Señor, quédate en nuestras familias, para que no marchen a la deriva y reciban la verdadera orientación que las enaltecen y que sólo tú puedes dar”, “quédate conmigo en mis horas de trabajo, en todo lo que emprendo para darte gloria a Ti y entregarme a mis hermanos”. Digámosle confiadamente que “la tentación que me quiere alejar de tu persona y de mis hermanos es muy grande, por eso vuelvo a decirte, quédate conmigo para que en mi existencia no recale la noche del pecado, la oscuridad de la ignorancia”.
“Señor, ven a mi corazón, haz que me entusiasme por Ti y, convencido que has muerto y resucitado, me dedique a morir al pecado y resucitar a una vida nueva apoyándome en tu poder y en tu gracia, alejándome de todo lo que me ha hecho daño y apartado de la vida que siempre ofreces”.
Queridos hermanos: no desaprovechemos la presencia de Jesús resucitado que viene a nuestro encuentro.
San Pablo (Col. 3,1-4) nos dice hoy que ya que hemos resucitado con Cristo pongamos nuestra mirada en las cosas del cielo, aspirando no a lo temporal y pasajero, sino a lo eterno.
No significa esta enseñanza abandonar las tareas inherentes a nuestro deber de estado, o a nuestra vida en este mundo para contemplar sólo el cielo, sino que la contemplación de los bienes eternos debe dar sentido al caminar de nuestra vida temporal de cada día.
Sentido nuevo que implica considerar lo terreno de una forma distinta, desde Cristo, y éste muerto y crucificado.
Mirar lo temporal desde “los bienes del cielo” significa que no nos dejemos atrapar por los negocios, la sociedad de consumo y obligaciones de todo tipo, sino que crucificados a lo pasajero que busca aprisionarnos, nos encaminemos a la meta de resucitados que nos presenta el Señor.
Pidamos al Señor esta gracia, que podamos vivir como nuevas creaturas, como hijos renovados del Padre.
Es en esta circunstancia que Jesús resucitado, transformado, se coloca junto a ellos y comienza a caminar. Indicio éste que muestra el deseo del Maestro de caminar con cada uno de nosotros a lo largo de la vida, compartiendo nuestras inquietudes hasta llegar junto al Padre que nos espera
El Señor quiere recorrer el mismo camino, máxime cuando estamos tristes, cuando parece que todo está perdido y pierde sentido la misma vida.
Y dulcemente nos dirá muchas veces con amor, “¿por qué desconfían, por qué piensan que todo está perdido?”.
De este modo, Jesús, tanto a los discípulos que van a Emaús como a nosotros, nos va enseñando todo lo que se ha dicho de Él, para llenarnos de confianza y dando sentido a todo lo que hemos aprendido sobre su Persona.
Esto permitió que estos dos hombres sintieran arder su corazón, “¿No ardía nuestro corazón acaso cuando nos explicaba las escrituras?”-dirán.
Esto sucede porque siempre el encuentro con la Palabra de Dios provoca el ardor de nuestro corazón, inflamados por la caridad e iluminados por la luz de la fe que nos permite ahondar más y más el misterio de la divinidad.
Cada vez que nos encontramos con el Salvador es necesario que nuestro corazón arda en amor por Aquél que ha entregado su vida por nosotros, que arda por el deseo de conocerlo más íntimamente.
Cuando la Palabra de Dios, en cambio, queda apartada de la existencia del hombre, la vida misma se va gastando porque le falta el agua viva del Mensaje del resucitad, que debiera dar sentido a nuestro caminar y permitirnos responder a las grandes inquietudes que se nos presentan.
El contacto con la Palabra del Señor no permite todavía un encuentro más personal, más profundo e íntimo con Jesús, ya que éste se concreta en la Eucaristía. De allí que nos dice el pasaje bíblico proclamado, que llegados a Emaús estos dos hombres como presintiendo que caminan con el Señor le dirán “Quédate con nosotros que el día se acaba, anochece”.
Y Jesús se queda con ellos, se sienta a la mesa, y tomando el pan lo bendice, lo parte, y se los distribuye. Y es allí, a través del gesto de la bendición y la entrega del pan, cuando sus ojos se abren y se dan cuenta que están ante el Señor.
De esta experiencia con el resucitado al atardecer del domingo de Pascua, vamos descubriendo que el sacramento que permite que arda nuestro corazón y podamos ver con los ojos de la fe, es la Eucaristía.
Nosotros estamos ahora como familia, unidos en este domingo, para celebrar la Pascua del Señor, preparada con la escucha atenta de su Palabra.
Esta noche, como aquella en la que se encuentran Jesús y los dos discípulos, el Señor viene a partir el pan y a entregarse a nosotros.
Él mismo nos da a comer su cuerpo y a beber su sangre con la voluntad de transformar nuestra vida e iluminar nuestra inteligencia con su Palabra y a fortalecer nuestra existencia con su poder.
Por eso es importante ir descubriendo cómo a través del encuentro con Dios presente en la Palabra y en la Eucaristía vamos progresando en el camino no sólo para entender el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, sino también el de su Pascua, paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia.
Cristo ha resucitado y, desde lo más profundo de nuestro ser y corazón digámosle esta noche: “Señor, quédate con nosotros porque anochece”, “quédate conmigo porque mi vida no tiene sentido, está en tinieblas si Tú no estás presente”. “Señor, quédate en nuestras familias, para que no marchen a la deriva y reciban la verdadera orientación que las enaltecen y que sólo tú puedes dar”, “quédate conmigo en mis horas de trabajo, en todo lo que emprendo para darte gloria a Ti y entregarme a mis hermanos”. Digámosle confiadamente que “la tentación que me quiere alejar de tu persona y de mis hermanos es muy grande, por eso vuelvo a decirte, quédate conmigo para que en mi existencia no recale la noche del pecado, la oscuridad de la ignorancia”.
“Señor, ven a mi corazón, haz que me entusiasme por Ti y, convencido que has muerto y resucitado, me dedique a morir al pecado y resucitar a una vida nueva apoyándome en tu poder y en tu gracia, alejándome de todo lo que me ha hecho daño y apartado de la vida que siempre ofreces”.
Queridos hermanos: no desaprovechemos la presencia de Jesús resucitado que viene a nuestro encuentro.
San Pablo (Col. 3,1-4) nos dice hoy que ya que hemos resucitado con Cristo pongamos nuestra mirada en las cosas del cielo, aspirando no a lo temporal y pasajero, sino a lo eterno.
No significa esta enseñanza abandonar las tareas inherentes a nuestro deber de estado, o a nuestra vida en este mundo para contemplar sólo el cielo, sino que la contemplación de los bienes eternos debe dar sentido al caminar de nuestra vida temporal de cada día.
Sentido nuevo que implica considerar lo terreno de una forma distinta, desde Cristo, y éste muerto y crucificado.
Mirar lo temporal desde “los bienes del cielo” significa que no nos dejemos atrapar por los negocios, la sociedad de consumo y obligaciones de todo tipo, sino que crucificados a lo pasajero que busca aprisionarnos, nos encaminemos a la meta de resucitados que nos presenta el Señor.
Pidamos al Señor esta gracia, que podamos vivir como nuevas creaturas, como hijos renovados del Padre.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en la misa vespertina del domingo de Pascua. 04 de Abril de 2010.-
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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