17 de abril de 2010

PARA COMUNICARLA, RECIBAMOS LA DIVINA MISERICORDIA.


Podemos imaginarnos el cuadro que nos presenta el texto del Evangelio. Están los discípulos encerrados, las puertas clausuradas, por miedo a los judíos. Temen que les pase a ellos lo mismo que le sucedió a Jesús. Y he aquí que Jesús se presenta en medio de ellos y les dice:”La paz esté con ustedes”, tranquilizando el corazón de estos hombres temerosos.
Les quiere enseñar que si Él está con ellos nada tienen que temer, como repitiendo a cada uno de los presentes lo dicho a Juan: “No temas, Yo soy el primero y el último, Yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del Infierno” (Apoc.1, 17 y 18), o como dice San Pablo escribiendo a los cristianos de Roma:”Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros”.
Quiere dejar el mensaje que su ser de resucitado es una presencia viva, no es algo intelectual o imaginario, algo anecdótico, algo piadoso que se le cuenta a la gente, sino que es una realidad. El Señor ha entrado en nuestra vida, en nuestra historia personal, y se ha quedado en ella.
El domingo pasado por la tarde recordábamos cómo Jesús acompañaba a los discípulos camino a Emaús. Él quiere caminar junto a y entre nosotros.
Y aquí quiere decirles a los apóstoles “no teman, yo estoy con ustedes”, ya que como culminación de la Pascua redentora, nos deja un regalo más, el sacramento de la Reconciliación.
De allí que soplando sobre ellos afirma “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a quienes se los perdonen, y serán retenidos a quienes se los retengan”.
Si bien es cierto el sacramento del Orden Sagrado fue instituido en la Última Cena, el Señor quiere darle un marco especial a la creación de este sacramento de la Reconciliación. Y lo hace en este clima de la Pascua.
¿Por qué puede decirle a los apóstoles que pueden perdonar los pecados o no en su nombre? Porque Él ha muerto y resucitado. Porque la muerte de Cristo significó sepultar los pecados del mundo -como lo recordaba San Pablo en una de las lecturas del domingo pasado- y la resurrección implicó darnos la vida nueva.
Este sacramento del perdón, nosotros lo celebramos como Iglesia, de una manera especial, justamente hoy, el domingo de la divina misericordia, fiesta que desde hace algunos años se celebra el segundo domingo de Pascua.
Se quiere hacer hincapié en este don de lo alto que es la misericordia de Dios. Cristo que es el Hijo predilecto del Padre ha sido enviado para nuestra salvación y nos manifiesta justamente la misericordia del Padre de cada uno de nosotros.
En las revelaciones que hace Jesús a Santa Faustina, a quien elige como instrumento para que lleve al mundo esta devoción de la divina misericordia, le recuerda que en el sacramento de la Reconciliación a través del sacerdote está presente Él y que viene a traernos el abrazo del Padre, a recibirnos en el sacramento del perdón.
Insiste en que es necesario llevar el mensaje de la misericordia al mundo, a los pecadores, que somos todos nosotros, indudablemente.
Y una de las cosas que permanentemente pide el Señor es que lo amemos como somos.”Ámenme como son ustedes”, dice el Señor resucitado.
Si uno espera para amar a Cristo estar convertido, nunca llegará a amarlo, ya que estaremos a la puerta de la muerte y todavía nos faltará algo para convertirnos en profundidad.
Por eso dice Jesús, “ámenme como son ustedes”, con sus limitaciones, con sus debilidades palpables, pecados y miserias, con las agachadas de cada día. Cuando nos damos cuenta del mal y sin embargo lo elegimos, y hasta cuando lo dejamos de lado a Él, hemos de ponerlo ante su misericordia.
“Déjenme un lugar en el corazón para que yo pueda entrar, para que pueda intervenir, para que pueda transformarlos”. Como diciendo “basta que ustedes me entreguen algo de su corazón, yo lo transformaré, yo lo cambiaré, yo haré maravillas”.
Por eso esta súplica del Señor, incluso, es una continuación de lo que escuchamos en la semana santa en su Pasión, cuando desde la cruz gritó “tengo sed”. Tiene sed, no tanto del amor nuestro, ya que en definitiva con amor o sin nuestro amor subsiste igual en cuanto Dios, sino sed de llegar a nosotros para darnos su misericordia.
En efecto, en la medida en que el ser humano reconoce sus miserias y es capaz de ahondar en su nada, comienza a elevarse por la acción de la gracia porque se ha puesto en manos del Señor.
Cuando, en cambio, el hombre se considera perfecto, santo, que no necesita de nada, ya está bloqueando el corazón, porque se ha colocado en el lugar de Dios y ya no precisa del mismo. El reconocimiento de nuestra nada hace posible que ingrese en nuestro corazón.
En este día de la divina misericordia vayamos al encuentro de Cristo y digámosle: “Aquí tienes Señor mis miserias, mis limitaciones, yo quiero ser amigo tuyo, me siento limitado e impotente para llegar a las alturas de tu santidad, por eso vengo a pedirte que Tú me transformes”.
Y el Señor lo hará, y nos pedirá una actitud de fe confiando en que Él es capaz de cambiar el corazón del hombre por más alejado que esté.
No tengamos la actitud de Tomás, llamado el mellizo, que como no estaba cuando llegó Jesús dijo “Yo no creo, si no meto mis dedos en las llagas y mi mano en el costado, no creeré”.
Actitud de Tomás que es la del mundo, que para creer en la acción de Dios, necesita signos, es decir, ver, tocar, tener seguridad absoluta cuando en realidad el mismo Cristo, dice repetidamente en el evangelio, el único signo que les será dado es el de Jonás.
Continuamente se le piden signos para creer en Él, y Jesús dirá que sólo les será dado el de Jonás, haciendo referencia a su muerte y resurrección al tercer día, sucediendo lo de Jonás, que estuvo tres días en el vientre de la ballena y luego fue arrojado a la playa.
Los creyentes han de sentirse congregados, por lo tanto, por el signo de Jonás, es decir, la muerte y resurrección del Señor. Nos fundamos por lo tanto en un Dios que está vivo y que quiere encontrarse con nosotros.
Encontrándonos con el Señor, pues, hemos de recibir su misericordia para llevarla al mundo en el que nos ha tocado vivir: la familia, el trabajo, en nuestras relaciones con los demás, a quienes no creen en la misericordia de Dios y piensan que no la merecen a causa de sus muchos pecados. De esa manera daremos testimonio de que la muerte y resurrección no han sido inútiles sino medios concretos de reconciliación entre el hombre y Dios.
Esta misericordia ha de transformar también nuestras comunidades de tal manera que con un corazón nuevo, todos podamos vivir en ese clima ideal que compartieron los cristianos de la primitiva Iglesia.
Ellos ponían en común sus dones, sus cualidades, sus bienes, porque se sentían rescatados de sus miserias por la acción de la misericordia divina, convencidos que todo contribuía para la edificación de la Iglesia.
Pidamos al Señor que realice su misericordia en nosotros y que fortalecidos por la acción del Espíritu nos sintamos enviados a llevarla a la sociedad en la que estamos insertos.-

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Veracruz, Argentina. Homilía en el 2do domingo de Pascua, ciclo “C”, 11 de Abril de 2010. Textos: Hechos 5, 12-16; Ap.1, 9-13.17-19; Juan 20,19-31.-
ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; http://ricardomazza,blogspot.com.-

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