31 de julio de 2010

“El poder intercesor de la oración ante el Padre”


Los textos bíblicos de la liturgia de este domingo ponen el acento en el poder intercesor de la oración.
En el Antiguo Testamento (Génesis 18,20-32) con ocasión del castigo inminente de las dos ciudades pecadoras Sodoma y Gomorra, Abraham asume el papel de intercesor delante de Dios, tratando de disminuir sus exigencias colocándose como defensor de los pecadores y usando como argumento que en virtud de la existencia de justos, de personas que hacen el bien, no hay porque castigarlos a todos, pagando justos por pecadores. O sea, que en virtud de la presencia de algunos justos sean perdonados todos.
Dios se conforma con la presencia de al menos cincuenta justos en un principio para perdonar a las dos ciudades, pero ante la insistencia de Abraham, se acuerda que con diez personas justas podrán todos merecer la misericordia divina. La desilusión no puede ser más cruel ya que ni siquiera se llega a ese número exiguo quedando Abraham sin argumento y, Sodoma y Gomorra marcadas por el vicio son aniquiladas por el fuego.
En el Antiguo Testamento si bien Dios sancionaba al pueblo elegido por su infidelidad, siempre en virtud de la probidad del “resto” de Israel, es decir de la bondad de un pequeño grupo de fieles, se culminaba con la misericordia del Dios de la Alianza sobre todo el pueblo. En este hecho encontramos un anticipo de lo que se daría luego en el Nuevo Testamento.
En efecto, en la Nueva Alianza nos encontramos con la presencia de Jesús. Ya no son necesarias diez personas justas para librar a una multitud de sus pecados, sino sólo el Hijo de Dios hecho hombre, el justo con mayúscula, Cristo nuestro Señor, Aquél que es enviado por el Padre para salvarnos, reconciliarnos entre nosotros y con Él y comenzar una nueva vida.
Por eso el apóstol san Pablo (Col. 2, 12-14) nos dice que en la cruz fue clavada el acta de condenación de toda la humanidad, porque por la muerte del Señor fue realizada nuestra salvación. Queda patente por ello que la misericordia de Dios sigue mirando con afecto la justicia de unos pocos.
De allí que en virtud de que el justo por excelencia murió por todos, a lo largo de la historia humana se va repitiendo ese regateo entre los “nuevos” Abraham - los buenos de cada tiempo histórico- y Dios.
El Padre Eterno detiene la mano de la justicia gracias a tanta gente buena que a lo largo de la historia humana ha pasado por este mundo haciendo el bien tratando de agradar a Dios como buenos hijos suyos.
Nosotros mismos lo percibimos a nuestro alrededor. ¡Cuántas veces hemos pensado o hemos dicho, que en lugar de morir tanta gente buena por qué Dios no se lleva a los que hacen el mal! Es que gracias a la muerte del justo, del que hace el bien, se han salvado los que ofenden a Dios o están separados de Él.
En efecto, ¡cuánta gente ofrece su vida, su dolor, su sacrificio cada día, por la conversión de su familia, de sus parientes y amigos, de aquellos que se ama de corazón, e incluso de aquellos que no conoce!
En este sentido, tenemos por ejemplo, la figura de santa Mónica que derramando lágrimas durante mucho tiempo y, ofreciendo sacrificios por su hijo Agustín obtuvo la gracia de la conversión para él.
Como ella, a lo largo de la historia humana, son muchos los que se han ofrecido y se ofrecen por la salvación del mundo y por la conversión de los pecadores. Y este ofrecimiento siempre tuvo su efecto en virtud de que el Santo por excelencia, Cristo, clavó en la cruz el acta de condenación de la humanidad toda.
Esta transformación en la vida humana y la asunción de nuestra parte del papel de intercesores ante Dios, nos permite llamarlo “Padre”, por eso la oración que Jesús transmite a sus discípulos está referida precisamente al Padre suyo y de cada uno de nosotros (Lucas 11,1-13), y es por tanto modelo perfecto de súplica para dirigirse a Dios en todo momento.
Esta plegaria que quizás, por repetida tantas veces, va perdiendo peso e importancia en nuestra vida, fue sin embargo desde el principio de la historia de la Iglesia, guardada celosamente como un tesoro peculiar.
De allí que los catecúmenos en nuestros días – como antiguamente- cuando se preparan para el bautismo el día de la vigilia pascual, reciben previamente escrita la oración del Padre Nuestro.
Una vez bautizados, en la antigüedad, los neófitos reconociendo que habían sido purificados de sus pecados, levantaban las manos hacia el cielo con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa profunda en los labios, diciendo por primera vez: ¡Padre!
Al iniciarse en la vida de la Iglesia, el recién bautizado experimentaba el hecho de ser hijo dilecto del Padre por medio del sacramento del bautismo.
El Dios que aparecía muchas veces lejano, el Todopoderoso, el Creador, el totalmente Otro, y que sigue siéndolo, aparece con la figura de la paternidad más cercano al hombre. Se sentía el neófito profundamente tocado por esa verdad, sabía que ya no caminaría solo por este mundo, ya que estaba acompañado por el Padre, por aquél que lo había elegido desde toda la eternidad como hijo suyo.
Ahora bien, todo don recibido se prolonga con una tarea a realizar.
Así lo entendía el recién bautizado, y hemos de intentarlo también nosotros, velando para que el nombre del Padre sea santificado.
Y, ¿qué significa ser santificado? Santificamos el nombre del Padre trabajando para ser nosotros santos. El mismo Jesús lo dice en una oportunidad “Sean santos como el Padre Celestial es Santo” (Mateo 5,48). Descubrimos de esa manera que estamos llamados para la santidad que no es imposible de alcanzar y vivir con la ayuda del Señor.
En este camino de santidad el hombre logra su perfección, ya que no estamos llamados a la chabacanería, o a lo que nos llena de vergüenza como recuerda San Pablo, sino convocados a vivir la grandeza de hijos de Dios y poder llamarlo Padre.
Pero esto nos vincula con los demás hijos del Padre, con los hermanos, por eso en esta oración pedimos que Dios nos perdone como perdonamos a nuestros hermanos. De hecho el mismo Jesús nos enseña que para obtener el perdón del Padre hemos de perdonar a los hermanos.
¡Cuántos en este mundo se debaten en medio del odio a su familia, o a los que fueron amigos, o a otras personas! Es porque no han descubierto que su filiación es también la filiación del otro, y como yo llamo a Dios Padre, también los otros deben llamarlo de la misma manera.
Tenemos un único Padre que no hace acepción de sus hijos, porque a todos llama por igual a la plenitud y, para alcanzarla, envió a su Hijo hecho hombre a entregar su vida en la Cruz. Descubrir la paternidad divina nos lleva a descubrir la filiación de cada uno de nosotros y la realidad de que somos hermanos en el único Hijo, Jesucristo.
En su paternidad, el Padre entrega sus dones con abundancia a todos, “danos el pan de cada día”. Pan material para el sustento del cuerpo, pero también el pan de su palabra, el pan que hemos de compartir con los otros. El pan del consuelo, del consejo, del amor, de la amistad, de todo aquello de bueno que el Señor siembra en el corazón de cada uno.
De ese modo, hermanados con todos podemos caminar a la meta del encuentro definitivo con el Padre, el cual nos entrega su gracia para luchar y vencer las tentaciones de este mundo. No pedimos librarnos de la tentación, sino de no caer en las mismas. Hijos de Adán somos, tentaciones tenemos, pero podemos superarlas con la ayuda divina para llegar al reino futuro prometido viviendo aquí el Reino inaugurado por el Señor con su presencia entre nosotros.
En la oración hemos de pedir no sólo por nosotros, sino por los demás, los que están equivocados o viven en el pecado, los que tienen como modelo de vida no el seguimiento de Cristo, sino lo que los denigra como hijos del Padre.
Pedir con insistencia, golpeemos, supliquemos y encontraremos, pero siempre requiriendo aquello que implica ir creciendo en esta amistad con el Padre y la vida cristiana, no pedir lo que es inconveniente para nosotros. Como el chico se enoja cuando el padre no le da lo malo que pide, así también el Padre del cielo no nos da lo que no nos conviene, produciendo muchas veces nuestra incomprensión para con Él.
De allí que en su negativa estamos percibiendo una enseñanza muy buena: pedir sólo lo que conviene a nuestra salud espiritual, y lo que nos permite unirnos más al Señor en primer lugar, y Él se encargará de otorgarnos la “añadidura” que necesitamos en el orden temporal, en segundo lugar.
Por la experiencia de Dios que tenemos en esta liturgia, pidamos a Jesús que nos siga enseñando, solicitemos que siempre seamos fieles a lo recibido para llevarlo a la práctica cada día.

Cngo Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año, ciclo “C”. 25 de Julio de 2010.
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