17 de septiembre de 2010

“COMPASIVOS, COMPARTIMOS LA ALEGRÍA DE LA MISERICORDIA DEL PADRE”

Acabamos de proclamar las parábolas de la misericordia que describe el evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas en el capítulo 15 (vv.1-32). Las tres están unidas a lo que escuchamos en la primera lectura tomada del libro del Éxodo (32,7-11.13-14) donde Dios se muestra compasivo con su pueblo por la intercesión de Moisés. En la Nueva Alianza será Jesús el nuevo Moisés que intercede ante el Padre muriendo en la Cruz.
En el texto se da como una identificación entre el Padre y Jesús, ya que éste ha venido no a condenar sino a salvar a los pecadores, que somos cada uno de nosotros, que en mayor o menor medida nos hemos alejado alguna vez, por lo menos, de la presencia de Dios.
El evangelio proclamado nos muestra en profundidad ciertamente la alegría del Padre, de Dios, de un Dios que va al encuentro del hijo que ha perdido. Las tres parábolas refieren a la alegría experimentada por el encuentro de la oveja que se ha perdido, o de la moneda hallada, o el hijo que vuelve a su casa paterna. La alegría por el encuentro de lo que se había perdido en los dos primeros ejemplos –la oveja y la dracma- sirve de preámbulo para destacar que es una comparación que mira en realidad a la naturaleza humana, ya que “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” o “la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.
En el corazón del padre bondadoso – que es el del Padre del cielo y de su Hijo hecho hombre-, estaba presente el hijo extraviado, aunque había malgastado aquello que constituían los dones y posesiones paternas y, con su amor, lo va atrayendo a través de la memoria de lo vivido antes de su partida por sendas de extravío.
La alegría caracterizará este encuentro del padre expectante con el hijo que retorna a los inicios felices que nunca debió dejar arrastrado por la inmediatez de las cosas y de los placeres.
Alegría que el Padre comparte con otros, tal como aparece sugerido en el pastor que trae sobre sus hombros a la oveja perdida, o en la mujer que proclama el gozo de haber recuperado la dracma extraviada, o en el padre exultante que convoca a todos a festejar el retorno del hijo que se había alejado pero al que nunca había dejado de amar.
Los coros y las danzas se suceden celebrando este acontecimiento en clima festivo. De este modo el padre –figura del Padre misericordioso- manifiesta que siempre ha esperado el regreso de quien se ha alejado, seducido por las artimañas del maligno y de sus seguidores que encandilan con fáciles pasatiempos, pero que resultan vacíos e impotentes para alegrar el corazón del hombre, ya que éste está orientado -aunque no lo perciba- desde que fue creado, sólo hacia aquello que lo enaltece.
Jesús se contagia de esta alegría de su Padre, de allí que contestando con estas parábolas a los escribas y fariseos lo hace para que entiendan por qué recibe y come con los publicanos y pecadores. Al dialogar y escuchar a aquellos que eran considerados pecadores por quienes presumían de “perfectos”, no realiza más que la misión para la que fue enviado como Hijo de Dios, esto es, para salvar y elevar a todos.
Como Jesús conoce el interior de todo hombre que viene a este mundo sabe que nadie puede atribuirse santidad alguna si Él no la concede, de allí que sus enseñanzas se dirigen también a aquellos “que se consideraban” justos cuando en realidad no lo eran de verdad.
Los escribas y fariseos, siempre jueces de los demás, porque “se consideraban” justos sin serlo, no pueden alegrarse con el regreso de los pecadores, de allí que sólo destilen murmuración.
Pero como Cristo es salvador de todos, también se preocupa por ellos invitándolos a cambiar el corazón endurecido con una actitud nueva por la que compartan, -convertidos también- , la alegría del Señor y de todos los que han comprendido en qué consiste la misericordia de Dios, porque la han recibido también como regalo de lo Alto.
Esta actitud de los escribas y fariseos muchas veces se observa en la misma vida de la Iglesia. Consideramos que por haber estado siempre más o menos junto a Dios poseemos más méritos y derechos que otros, llegando a sentir pena porque el convertido sea recibido con alegría y fiesta, o que se le confíen nuevamente tareas incorporándolo a la comunidad.
Hasta nos puede brotar la envidia por el gozo con que alguien que ha vuelto es recibido. Y hasta caemos en la comparación, no inspirada por Dios por cierto, quejándonos que nunca hemos recibido un obsequio especial por tantos años de fidelidad y trabajo.
Hasta quizás nos quejamos ante el mismo Dios, ya que Él trataría mejor a los pecadores que a los justos -o a los que se “consideran” justos-. En verdad nadie es justo, ya que es la gracia divina la que nos hace justos y, en mayor o en menor medida todos somos pecadores y necesitamos de la misericordia divina.
Quien se ha mantenido en unión con Dios durante su vida o en el transcurso de la mayor parte de su vida ha gozado de su presencia.
Al hijo mayor de la parábola, como a los que se han mantenido fieles, el Señor les dice “tú siempre has estado conmigo, no me reproches porque no te dí un cabrito para la peña con tus amigos ya que tu alegría ha residido en haber estado siempre conmigo”, “yo soy más importante que el cabrito que no tuviste”. “Has participado de mis desvelos y preocupaciones, y no te he manifestado mi afecto por medio de un cabrito, porque yo siempre me he ofrecido a ti como padre, entregándote lo mejor de mí mismo”. Pero “ahora alégrate porque tu hermano que estaba perdido ha vuelto a compartir con nosotros la vida de la que nunca debió apartarse encandilado por un mundo de espejismos. El que se había ido detrás de otros amores a los que consideraba superiores, o de otros dioses como el pueblo de Israel tras el becerro de oro, ha vuelto, alegrémonos y hagamos fiesta por el retorno”.
Hermanos, felices por las enseñanzas que nos deja Jesús, pidámosle que nos ayude a entender y vivir sus enseñanzas, que nos conceda el que podamos estar alegres siempre que recuperemos a alguien que se había perdido pero que se ha convertido y, reparando sus yerros se ha integrado nuevamente a la casa del Padre común de todos.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo “C”. 12 de septiembre de 2010.
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