Las lecturas de este día proponen una meditación sobre la humildad, tanto más acertada cuanto menos se comprende y practica esta virtud, incluso entre quienes queremos ser fieles al Señor que nos invita a ella con sus reiterados ejemplos. Ya el Antiguo Testamento habla de su necesidad tanto en el trato con Dios como con el prójimo: “hazte pequeño en las grandezas humanas, y así alcanzarás el favor de Dios”. La humildad consiste en reconocer que las cualidades que tenemos son puro don de Dios, de allí que cuanto más poseemos, más hemos de sentirnos pequeños porque lo recibimos de la única grandeza, la del Creador. Lamentablemente los seres humanos hacemos de ciertas grandezas como el honor, los cargos, las cualidades intelectuales, un medio para creernos superiores a los demás. Y así esta actitud atrae la soberbia y con ella el desprecio de los demás. Como sucede a menudo, y lo comprobamos con frecuencia, ¿quién se acuerda de los aplaudidos primero pero olvidados con el tiempo?
Cuando actúa la soberbia se comete el error de creer que se nos valora por nosotros mismos, sin caer en la cuenta que si se nos aprecia es por el poder que detentamos, el cual aprecio desaparece al diluirse lo que lo sustenta.
En relación a esto, Jesús condena todas las formas expresivas del orgullo sacando a la luz su profunda vanidad. Así sucedió cuando invitado a comer a casa de un fariseo observó cómo los invitados se apresuraban a ocupar los primeros puestos. Escena tonta y lamentable pero verdadera.
En efecto, ¿puede un cargo hacer al hombre mayor o mejor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a enmascarar su pequeñez con dignidades externas que no son perdurables, ya que muchas veces, o mejor dicho siempre, declinan y se pierden.
Cristo hace ver la caducidad de todo esto y señala como positiva la actitud de quien se considera pequeño, porque sólo éste será enaltecido. Descubrimos así que no hemos de ser nosotros los que hemos de ocuparnos por nuestra elevación y grandeza, sino que el engrandecimiento sólo corresponde a quienes el Padre ha destinado para ello en su infinita bondad, y al solo efecto de manifestar su gloria.
La verdadera humildad consiste en la imitación plena de Jesús que se vació a sí mismo por amor a la humanidad. Se despojó de su rango divino para revestirse de nuestra naturaleza humana y durante toda su vida se hizo servidor de todos llamándonos a seguir su ejemplo. No buscó ser elogiado por su grandeza sino que insistió en que se guarde silencio aún acerca de su papel mesiánico. Pasó por el mundo haciendo el bien sin pretenderlo para sí, ya que sólo soportó toda clase de vejámenes. Lavó los pies a sus discípulos enseñándoles, y con ellos a nosotros, a realizar lo mismo en recuerdo de su obrar entregado. Culminó su vida terrenal en el abajamiento total de su ser en la cruz salvadora.
Nos invita permanentemente a las bodas eternas, pero nos enseña al mismo tiempo el no buscar los primeros puestos como si fuera fruto de nuestro esfuerzo o como si en verdad lo mereciéramos. Convoca a confesar de continuo nuestra pequeñez, dejándole a Él el que nos encumbre no por nuestros méritos, ya que carecemos de ellos por nosotros mismos, sino porque de su gratuidad nos hace grandes.
La vida del cristiano como la de Cristo, ha de ser la de un constante servicio y entrega de nosotros mismos a la causa del Evangelio.
Urge el no buscar los premios que provienen de la mentalidad mundana, sino vivir siempre como siervos inútiles que brindan lo mejor de sí a quienes no pueden recompensarnos aquí, sabiendo que nos esperan en las moradas eternas en la mesa del banquete para retribuirnos con creces, con su servicio, lo que hayamos brindado y servido en este mundo.
El fiel servidor, por lo tanto, es aquel que nada realiza en este mundo para encontrar recompensa, sino que sabe que obrando como Cristo, llegará sólo a la cruz redentora. No está la plenitud de nuestra vida en ocupar los primeros puestos según la mentalidad de la mayoría de la sociedad frívola en la que estamos insertos, sino en conquistar los primeros puestos del servicio desinteresado y despojado de nosotros mismos.
El libro del eclesiástico que hemos proclamado, conteste con las enseñazas del evangelio que meditamos, insistirá en que cuánto más encumbrando cree el hombre que está, más debe hacerse pequeño, porque es ante la presencia de la pequeñez donde más se siente atraído el Señor quien eleva al que se humilla mostrándole la grandeza que sólo es suya.
María Santísima, madre de Jesús, es el modelo por excelencia de humildad cuando se declara sólo una humilde servidora de los designios divinos, aún sin comprenderlos, pero entregándose totalmente en las manos del Padre para ser conducida por el camino de la verdad y de la santidad.
Pidamos al Señor que asemejándonos a ella podamos merecer ser mirados con benevolencia a causa de nuestra pequeñez.
Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XXII “per annum”, ciclo “C”. 29 de Agosto de 2010. Textos bíblicos: Eclo 3, 17-18.20.28-29; Lc. 14, 1.7-14.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.com.-
Cuando actúa la soberbia se comete el error de creer que se nos valora por nosotros mismos, sin caer en la cuenta que si se nos aprecia es por el poder que detentamos, el cual aprecio desaparece al diluirse lo que lo sustenta.
En relación a esto, Jesús condena todas las formas expresivas del orgullo sacando a la luz su profunda vanidad. Así sucedió cuando invitado a comer a casa de un fariseo observó cómo los invitados se apresuraban a ocupar los primeros puestos. Escena tonta y lamentable pero verdadera.
En efecto, ¿puede un cargo hacer al hombre mayor o mejor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a enmascarar su pequeñez con dignidades externas que no son perdurables, ya que muchas veces, o mejor dicho siempre, declinan y se pierden.
Cristo hace ver la caducidad de todo esto y señala como positiva la actitud de quien se considera pequeño, porque sólo éste será enaltecido. Descubrimos así que no hemos de ser nosotros los que hemos de ocuparnos por nuestra elevación y grandeza, sino que el engrandecimiento sólo corresponde a quienes el Padre ha destinado para ello en su infinita bondad, y al solo efecto de manifestar su gloria.
La verdadera humildad consiste en la imitación plena de Jesús que se vació a sí mismo por amor a la humanidad. Se despojó de su rango divino para revestirse de nuestra naturaleza humana y durante toda su vida se hizo servidor de todos llamándonos a seguir su ejemplo. No buscó ser elogiado por su grandeza sino que insistió en que se guarde silencio aún acerca de su papel mesiánico. Pasó por el mundo haciendo el bien sin pretenderlo para sí, ya que sólo soportó toda clase de vejámenes. Lavó los pies a sus discípulos enseñándoles, y con ellos a nosotros, a realizar lo mismo en recuerdo de su obrar entregado. Culminó su vida terrenal en el abajamiento total de su ser en la cruz salvadora.
Nos invita permanentemente a las bodas eternas, pero nos enseña al mismo tiempo el no buscar los primeros puestos como si fuera fruto de nuestro esfuerzo o como si en verdad lo mereciéramos. Convoca a confesar de continuo nuestra pequeñez, dejándole a Él el que nos encumbre no por nuestros méritos, ya que carecemos de ellos por nosotros mismos, sino porque de su gratuidad nos hace grandes.
La vida del cristiano como la de Cristo, ha de ser la de un constante servicio y entrega de nosotros mismos a la causa del Evangelio.
Urge el no buscar los premios que provienen de la mentalidad mundana, sino vivir siempre como siervos inútiles que brindan lo mejor de sí a quienes no pueden recompensarnos aquí, sabiendo que nos esperan en las moradas eternas en la mesa del banquete para retribuirnos con creces, con su servicio, lo que hayamos brindado y servido en este mundo.
El fiel servidor, por lo tanto, es aquel que nada realiza en este mundo para encontrar recompensa, sino que sabe que obrando como Cristo, llegará sólo a la cruz redentora. No está la plenitud de nuestra vida en ocupar los primeros puestos según la mentalidad de la mayoría de la sociedad frívola en la que estamos insertos, sino en conquistar los primeros puestos del servicio desinteresado y despojado de nosotros mismos.
El libro del eclesiástico que hemos proclamado, conteste con las enseñazas del evangelio que meditamos, insistirá en que cuánto más encumbrando cree el hombre que está, más debe hacerse pequeño, porque es ante la presencia de la pequeñez donde más se siente atraído el Señor quien eleva al que se humilla mostrándole la grandeza que sólo es suya.
María Santísima, madre de Jesús, es el modelo por excelencia de humildad cuando se declara sólo una humilde servidora de los designios divinos, aún sin comprenderlos, pero entregándose totalmente en las manos del Padre para ser conducida por el camino de la verdad y de la santidad.
Pidamos al Señor que asemejándonos a ella podamos merecer ser mirados con benevolencia a causa de nuestra pequeñez.
Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XXII “per annum”, ciclo “C”. 29 de Agosto de 2010. Textos bíblicos: Eclo 3, 17-18.20.28-29; Lc. 14, 1.7-14.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.com.-
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