29 de agosto de 2010

Dedicación de la iglesia y consagración del nuevo altar

A cien años del comienzo pastoral parroquial (1º de abril de 1910 - 1º de abril de 2010), en el día de la fecha, con la celebración eucarística presidida por el arzobispo de Santa Fe, Mons. José María Arancedo, se procedió en la parroquia San Juan Bautista de Santa Fe de la Vera Cruz, a uno de los más solemnes ritos litúrgicos.
En coincidencia con la memoria del Martirio de San Juan Bautista, a quien está destinada la parroquia, se celebra la dedicación de la iglesia y la consagración del nuevo altar.
El rito de la Dedicación de Iglesias y de Altares es una de las más solemnes acciones litúrgicas. El lugar donde la comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de Dios, rezar y, principalmente, para celebrar los sagrados misterios, y donde se reserva el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, es imagen peculiar del templo espiritual edificado con piedras vivas.
La Dedicación de la Iglesia es un día de fiesta, que no puede pasar desapercibido, sino que debe marcar un hito importante en la vida eclesial. El rito sigue los pasos de los tres sacramentos de la iniciación cristiana, reforzando el simbolismo de la iglesia como representación de la comunidad y de cada uno de los fieles, templo del Espíritu Santo, que se reúnen en ella: la aspersión en recuerdo del Bautismo; la unción del altar y de los muros de la iglesia, por la Confirmación; y la cremación del incienso sobre el altar, revestimiento e iluminación de éste, por la Eucaristía.
La aspersión: en clara analogía con el Bautismo en virtud del cual somos hijos de Dios, el altar y la iglesia son rociados con agua bendita.
Mediante el canto de las letanías, la oración se dirige a Dios Padre y se pide intercesión de la Virgen María y de todos los santos.
Se dice también una peculiar y solemne oración de dedicación, en la que se expresa la voluntad de dedicar para siempre la iglesia al Señor y se pide su bendición. Con esta oración comienza propiamente el rito de la dedicación.
Símbolo de Cristo
Los ritos de la unción, incensación, revestimiento e iluminación del altar expresan con signos visibles algo de aquella invisible obra que realiza Dios por medio de la Iglesia, que celebra los sagrados misterios, sobre todo el de la Eucaristía.
Por la unción del Crisma, el altar se convierte en símbolo de Cristo, que es y se llama por excelencia el “Ungido”, que ofreció en el altar de su cuerpo el sacrificio de su vida para la salvación de todos los hombres. Los muros, símbolo de los fieles como “piedras vivas”, son ungidos con el Santo Crisma, significando que se dedica la iglesia plena y perpetuamente para el culto cristiano. Se hacen doce unciones, según la tradición litúrgica, con las que se significa que la iglesia es una imagen de la santa ciudad de Jerusalén, cimentada sobre las columnas de los Apóstoles del Cordero. (Apoc. 21,14).
Se quema incienso sobre el altar para significar que el sacrificio de Cristo, que se perpetúa allí sacramentalmente, sube a Dios como suave perfume y también para expresar que las oraciones de las fieles, propiciatorias y agradecidas, llegan hasta el trono de Dios (Apoc. 8, 3-4).
La incensación de la nave de la iglesia significa que por la dedicación se convierte en casa de oración; pero se inciensa primero al pueblo de Dios, que él es el templo vivo en el que cada uno de los fieles es un altar espiritual.
El revestimiento del altar con manteles blancos y su iluminación con cirios indica que el altar cristiano es ara del sacrificio eucarístico y al mismo tiempo la mesa del Señor, alrededor de la cual los sacerdotes y los fieles celebran la Eucaristía, el memorial de la muerte y resurrección de Cristo y comen la Cena del Señor. Por eso el altar, como mesa del Banquete sacrificial, se viste y se adorna festivamente. La iluminación del altar, seguida de la iluminación de la iglesia, recuerda que Dios es “la luz para iluminar a las naciones” (Lc. 2,32), con cuya claridad resplandece la iglesia y por ella toda la familia humana.

25 de agosto de 2010

La puerta estrecha ensancha la fidelidad del corazón.

Jesús seguramente ha estado hablando a la gente acerca de la salvación. De allí la pregunta que le hacen acerca del número de los que se han de salvar (Lucas 13, 22-30). Pero esta pregunta está motivada por la curiosidad, por eso el Señor no la responde directamente refiriéndose a cuántos se han de salvar, sino señalando qué es necesario hacer para llegar a la meta. Comprender cuál es el verdadero camino de la salvación, es decir, en qué consiste entrar por la puerta estrecha es propio de quien actúa con verdadera sabiduría, la del evangelio.
Siempre existió en la conciencia del hombre la preocupación, inquietante por cierto, acerca de los que se habrían de salvar, es decir de quienes pudieran salir del estado de postración al que los había sometido el pecado desde su nacimiento, para encontrarse con su Salvador.
La salvación es siempre obra de la misericordia de Dios, es un don gratuito que se dirige siempre a los seres humanos porque hemos sido llamados desde la eternidad para constituir un solo pueblo, meta a la que el hombre no puede llegar por sí solo, constituyéndose el mismo Dios en centro de convergencia de todos los pueblos.
El profeta Isaías (66, 18-21) precisamente señala que un signo del poder de Dios y de la salvación que actúa en el mundo, es la reunión de todos los hombres, venciendo el poder de las fuerzas de la dispersión.
En efecto, mientras la acción del hombre es muchas veces desunión, dispersión, guerra y enfrentamientos, Dios busca siempre unir a todos los que se encuentran dispersos. Esta verdad está presente siempre en la palabra de Dios, y nos encontramos con este anuncio que hace Jesús de la presencia del reino entre nosotros, que en definitiva se prolonga a través de la presencia de la Iglesia.
De allí que la pregunta acerca de si son pocos lo que se salvan resulta ociosa, ya que en definitiva es Dios quien rescata al hombre del pecado y lo encamina nuevamente a la meta preparada para él desde el principio de su designio de salvación, que es el encuentro definitivo con el Creador.
Jesús enseña en el texto de hoy acerca de la necesidad de entrar a la Vida por la puerta estrecha. San Mateo (7, 13-15), en cambio, hablará de la puerta estrecha y el camino angosto de la salvación y, su contrario la puerta ancha con su correspondiente espacioso camino referido a la perdición.
¿Por qué estrecha? Porque el seguimiento de Cristo implica la conversión, el dejar atrás lo que impide la unión con Él. Puerta estrecha también, porque Dios nos va corrigiendo, reprendiendo, como señala el autor de la carta a los Hebreos (12, 3-7.11-13), para nuestro bien.
Como un buen padre corrige a su hijo para que crezca en el bien, mucho más el Padre del cielo nos reprende para nuestra corrección sincera y posterior crecimiento, ya que nos ama como hijos suyos.
De hecho cuando se ingresa por la puerta estrecha de la conversión y de la corrección, de la renuncia de uno mismo y, vamos conociendo la verdad, ese camino que lleva a la vida se va ensanchando, ya que la intimidad con el Señor va produciendo frutos abundantes en el corazón, como lo afirma la carta a los hebreos al señalar que, cuando somos reprendidos nos llenamos de tristeza pero después se cosechan frutos de justicia y de paz.
En efecto, lo que comienza con esfuerzo, al ir tomando la persona la forma del mismo Cristo, pareciéndose cada vez más a Él, consigue una mirada nueva, dilatándose el corazón y, respirando la pertenencia a Dios.
El camino del mal, en cambio, es amplio, como ancha es su entrada, ya que es muy fácil hacer el mal y, son innumerables las oportunidades para realizarlo. Pero a medida que se avanza por la senda del mal, esta se estrecha, porque se angosta el corazón del hombre encerrado en sí mismo, cada vez más vacío y replegado, sin poder dar cabida ni a Dios ni al prójimo. Por la cerrazón que produce el pecado, descontentos siempre de sí mismos, los hacedores del mal son caminantes vacíos hacia la puerta estrecha del egoísmo transformada en un callejón sin salida.
De allí que aunque golpeen la puerta, el Señor dirá no los conozco.
Aunque afirmen que comieron y bebieron con Él, les responderá que no sabe quiénes son, porque delante del Señor en orden a la salvación, no valen los títulos de ser bautizados, o pertenecer a una institución, o estar durante mucho tiempo en el seno de la Iglesia, sino el haber vivido esto con autenticidad, o sea con profunda fe, esperanza y caridad.
Cuánta gente dice ser católica, y lo es sólo de nombre, cuántas personas, incluso viven la fe católica a su manera, cuántas veces se constata que la entrega al Señor es cada vez menor, mientras Cristo va invitando a la grandeza interior del hombre que le permita descubrir un mundo nuevo.
De allí que cada uno de nosotros está llamado a recorrer este camino que comienza estrechamente pero que se amplía después en cuanto vamos profundizando en todo lo que el Señor nos brinda.
Es importante tener en cuenta lo que Jesús nos dice al final del texto proclamado: “Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”. A veces creemos que la salvación es fruto de nuestro propio esfuerzo, que por pertenecer a la Iglesia desde la primera hora somos poseedores de derechos que sirven ya para encontrarse con el Señor. Sin embargo Él va requiriendo otra cosa, una actitud totalmente distinta.
María Santísima recordada hoy también como Reina de todo lo creado nos deja una enseñanza hermosísima al respecto. Ella desde el momento que dijo “Soy la servidora del Señor”, se entregó en manos de Dios y, estuvo siempre atenta a su voz hasta permanecer al pie de la Cruz asistiendo a la entrega de su Hijo por la salvación del mundo.
En ese momento estaba ella, con algunas mujeres y Juan el apóstol joven. Los demás apóstoles que seguramente se consideraban con muchos “derechos” dada su “trayectoria” de estar durante tres años junto al Señor, en el momento culminante de la redención desaparecieron.
Es muy importante recordar esto ya que el hecho de vivir junto al Señor durante años, no asegura que se esté junto a Él al pie de la Cruz, con la actitud de servicio y total disponibilidad como lo hizo María, algunas mujeres y Juan el apóstol.
Este cuadro es todo un signo que se prolonga a través del tiempo, ya que son pocos los que permanecen fieles hasta el final al pie de la cruz, haciendo realidad “que son muchos los llamados pero pocos los elegidos”.
Pidamos a Jesús que nos siga enseñando con su palabra y nos dé fuerzas para vivirla, de manera que no le digamos nunca que “somos los más dignos”, sino más bien “te necesitamos más que nadie”.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXI del tiempo Ordinario, Ciclo “C”. 22 de agosto de 2010.
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19 de agosto de 2010

LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA Y NUESTRO ENCUENTRO CON DIOS

Nos hemos congregado para celebrar a María Santísima, Madre de Jesús y madre nuestra y, saludarla como lo ha hecho su prima Isabel (Lc. 1, 39-56) diciéndole “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”. Esta fiesta de la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma a los cielos, es la culminación del camino de fe que emprendiera cuando se le anunció sería la Madre del Salvador, continuara desde el nacimiento del mismo a quien acompañó a lo largo de su vida pública, especialmente permaneciendo junto a Él al pie de la cruz y, perfeccionara en Pentecostés.
María que ha creído en lo que se le ha anunciado, fue preparando su corazón día a día para ir compenetrándose más y más en el misterio de su Hijo. Quizás si se le hubiera manifestado todo de una sola vez se hubiera sentido perpleja para realizar lo que se le pedía. Por eso el misterio del Hijo de Dios en su seno, su vida y el misterio de la redención, se manifestó paulatinamente y, en cada instante de su vida repitió: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí según su Palabra”, significando su total disponibilidad al designio divino.
Ella ya fue anunciada en el Antiguo Testamento. Ayer en la misa de la vigilia proclamamos en el primer libro de las Crónicas (cap.15, 3-4.15-16; 16,1-2) el acontecimiento de la entronización del arca de la alianza por el rey David en medio de fiesta y la alegría de todo el pueblo, haciendo visible la presencia de Dios por medio de las tablas de la Ley. María, en relación a este hecho, es reconocida como la nueva arca de la alianza porque en su seno habitaba la Palabra de Dios hecha carne.
En la línea del primer libro de las Crónicas, el texto del Apocalipsis (11, 19ª; 12,1-6ª.10) que acabamos de escuchar, comienza diciendo que se abrió el templo de Dios que está en el cielo y quedó a la vista el arca de la alianza. Es decir quedó visible no sólo la presencia de Dios sino también la nueva arca de la alianza que es María entronizada junto a su Hijo en lo más alto de la gloria. De este modo, a través de signos e imágenes, el libro del Apocalipsis sigue anunciando este misterio de la Virgen Madre.
Es la mujer revestida de sol con la luna a sus pies con una corona de doce estrellas en su cabeza signo de las doce tribus de Israel, pero también de los doce apóstoles y que está a punto de dar a luz a su Hijo, el enviado del Padre hecho hombre. Pero junto con este hecho esperanzador, aparece el otro signo, el adversario de Dios que es el espíritu del mal, bajo la figura del dragón que quiere devorar al que va a nacer.
Desde la antigüedad se ha visto en esta imagen a María Madre que da a luz al Salvador ante la furia e impotencia del maligno, pero también a toda la humanidad que con los dolores del parto de la purificación, -significando el soportar y vencer las continuas acechanzas del enemigo del hombre, el demonio-, quiere entrar en el mundo nuevo del reinado de Cristo.
El texto sagrado corrobora esta explicación al afirmar que el Hijo recién nacido es elevado hasta Dios para reinar, mientras la mujer huye al desierto donde se le había preparado un refugio, -signo de la Iglesia en medio de las persecuciones de este mundo y los consuelos de lo Alto-, esperando la victoria definitiva de Dios, asegurada por la voz que proclama “ya llegó la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías”.
Esto que escribe Juan a los cristianos de su tiempo para consolarlos y darles fuerza en medio de las persecuciones, llega también a nosotros y nos está asegurando el triunfo definitivo del Señor, del que la Asunción de María su Madre es un anticipo.
En efecto, en María se realiza el cumplimiento de lo que nos decía san Pablo en la segunda lectura (I Cor. 15, 54-57) de la misa de la vigilia, cuando recordaba la victoria sobre el poder de la muerte “cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad”, que es justamente lo que estamos celebrando con el misterio de la Asunción a los cielos.
Esta victoria de María es por otra parte un anticipo de nuestro triunfo, de allí que en la primera oración de esta misa pedíamos a Dios que la presencia de la Virgen en el cielo nos ayude a contemplar los bienes que se esperan, para que esta meta de triunfo y de gloria, ilumine y de sentido a nuestro caminar por el mundo.
Para los cristianos de todos los tiempos la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma constituía una verdad creída y vivida pacíficamente por los hijos de la Única Iglesia de Cristo. De allí que cuando Pío XII el primero de noviembre de 1950 declara la Asunción como dogma de fe que debe ser sostenido por los creyentes católicos, no hizo más que poner en evidencia el común sentir de los creyentes. Tenían conciencia clara, -era la fe de todo el Pueblo de Dios-, que aquella que dio a luz al Verbo Encarnado no podía estar sujeta a la corrupción de la carne propio de los mortales y, la recordaba en su triunfal victoria sobre la muerte.
María nos invita este día a que sigamos caminando por el mundo cantando su magnificat. Que nos animemos a cantar con ella las grandezas del Señor. Que sintamos en nuestro corazón el gozo de pertenecer a Dios nuestro Salvador sabiendo que al igual que sucedió con Ella, Él mira la pequeñez de nuestro corazón, toda vez que abrimos nuestro interior para llenarlo de su presencia.
Pidamos al Padre que nos siga elevando cada vez más como hijos suyos, creciendo en el amor por el que nos ha traído a este mundo para conocerlo, amarlo y servirlo siempre.
Pidamos a María que permanezca en la vida de la Iglesia y en la nuestra, conduciéndonos al encuentro de su Hijo, para poder así algún día, ser coronados como ella, con la gloria de la contemplación divina.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia San Juan Bautista, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el día de la Asunción de María Santísima. Domingo 15 de agosto de 2010.
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12 de agosto de 2010

“LA LÁMPARA VIVA DE LA FE ALIENTA LA ESPERA DEL SEÑOR”.


Contemplando la realidad humana nos damos cuenta que el hombre es “homo viator”, caminante por este mundo temporal, que se dirige hacia la meta infinita que lo espera, aún sin saberlo. El hombre ha sido creado justamente con ese dinamismo interior que lo orienta al fin último que es Dios, su Creador. Para este caminar, como señalan los textos bíblicos de hoy, necesita de una luz especial, la luz de la fe. El autor de la carta a los hebreos (11,1-2.8-19) la define como “la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven”. Es la fe la que permite al hombre caminar fundado en esa roca firme que le da su Dios. Fe que implica no sólo creer en Dios, sino también creer a Dios. Por eso la carta a los hebreos hace este elogio de Abraham, el que fue elegido como el padre de los creyentes, ya que creyó a Dios que le hablaba, fue capaz de dejar su tierra, su familia, para dirigirse hacia lo que se le indicaba sin ver con claridad la meta, pero sí el fundamento de la promesa que era la misma palabra de Dios.
En el texto se describe cómo por la fe, Abraham esperó contra toda esperanza lo que se le había prometido, a pesar de que por los hechos concretos –la “imposibilidad” del hijo primero, y por lo tanto de tener descendencia, el pedido de su sacrificio después y, la meta que no llegaba-, tenía razones para dudar.
Sin embargo, siguió caminando en la fe, poseyendo por ella la tierra prometida, sin llegar a habitarla, aunque alcanzó a la que aquella anunciaba, esto es, la vida con el Dios de las promesas.
Para Abraham y sus descendientes la vida de fe fue clave para mantenerlos firmes en medio de las dificultades que tuvieron que sortear.
En la primer lectura tomada del libro de la Sabiduría (18, 6-9), encontramos la descripción que hace el autor sagrado, muy cruda, de la noche trágica en la que el ángel de Dios pasó por Egipto matando a sus primogénitos, pero salvando a los hebreos para que pudieran salir de la esclavitud, manifestándose así el cumplimiento de las promesas de Dios. Este texto de la Sabiduría está dirigido sobre todo a la comunidad judía que habitaba en Alejandría (año 50 a.C) y, que bajo el influjo de la cultura helenista, caía en el abandono de la tradición israelita y la progresiva apostasía de muchos.
Es un recordatorio por el que se los alienta a la fidelidad al Dios de la alianza, como sus antepasados en “aquella noche” en la que fueron salvados, mientras que los egipcios fueron aniquilados por su incredulidad.
Equivale a decirles que no coqueteen con otra cultura y mentalidad, manteniéndose firmes en lo que han recibido, fieles a la palabra de Dios.
En el evangelio (Lucas 12, 32-48), Jesús vuelve de alguna manera a plantear lo enseñado por el libro de la Sabiduría. Por eso dice concretamente “no temas pequeño rebaño porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”. ¡Qué hermosa afirmación “pequeño rebaño”! Recuerda al llamado en el Antiguo Testamento “resto de Israel”, o sea el grupo de fieles a Dios a pesar de las acechanzas de cada época histórica.
En medio de un pueblo que había recibido la Alianza, comprometiéndose con Dios a la fidelidad, no todo el mundo mantenía su promesa.
Igualmente en nuestros días, en el tiempo de la Iglesia, aunque haya muchos bautizados, no todos siguen a ese Dios con el cual han hecho alianza en el día del bautismo. Dirigida la palabra a los discípulos y a los que lo siguen, el “no temas pequeños rebaño”, implica no desesperarse en este mundo por las incomprensiones y persecuciones de todo tipo que han de soportar, porque “el Padre ha querido darles el Reino” como don gratuito de su infinita bondad. El Reino que significa para cada uno de los integrantes del “pequeño rebaño”, formar parte de los elegidos por Jesús para compartir su vida y destino final en la Cruz.
Esto lo podemos unir con lo reflexionado el domingo pasado cuando Jesús advertía en no poner la confianza en los bienes de este mundo porque no son garantía de la supervivencia de nadie. No se afirmen en lo que perece –nos decía- sino en lo que perdura y nadie podrá quitarles, que son justamente los valores pregonados y defendidos por el Reino instaurado por el Maestro. Jesús en esta oportunidad, sigue con la misma enseñanza, de allí que nos dice a los que tenemos fe, que hemos de ir acumulando un tesoro inagotable en el cielo, “donde no se acerca el ladrón, ni destruye la polilla”. Remata afirmando que “allí donde tengan su tesoro estará también el corazón de ustedes”.
Esto nos interpela para preguntarnos ¿dónde está nuestro corazón? El corazón humano siempre está ocupado, atento en aquello que el hombre considera más importante. Cada día podemos preguntarnos, ¿dónde estuvo mi corazón hoy, dónde mi atención, mi preocupación principal, sobre qué valores o antivalores estuvo girando mi existencia? Y así sabremos de nuestra cercanía o no con el único tesoro por el cual vale la pena desvivirse que es el Señor. Una vez descubierto el tesoro que atrae como imán nuestro corazón, podemos preguntarnos: ¿éste tesoro perdura, no perece, me da garantía de lo que yo realmente espero como sí lo es la fe?
En efecto, es la fe en Jesús la que nos asegura que se ha de realizar plenamente lo que esperamos a lo largo de nuestra vida.
De allí que Jesús invitándonos a esta actitud de profunda fe de creer en Él y a Él, nos convoca a estar preparados, a vivir con hondura la vigilancia. Vigilancia que significa esperar la venida del Señor, iluminando con este estilo de vida el quehacer de cada día. No es una espera angustiada, temerosa, “no temas pequeño rebaño”, sino un aguardo de gozo.
La espera se transforma en angustia sólo cuando uno ignora a qué hora viene el ladrón –recuerda el texto-, ya que Él también vendrá como tal, de improviso, cuando menos se lo espere.
Y no lo espera el administrador infiel –el falto de fe y carente de observancia de la palabra pactada con su Señor-, que suponiendo vanamente que aquél tarda en llegar, decide “en el mientras tanto” hacer lo que le viene en gana con los demás y en el uso de los bienes.
La actitud de vigilancia del cristiano, en cambio, prepara su corazón en la vivencia fiel de sus compromisos sabiendo y viviendo en consecuencia su realidad de simple administrador de los bienes que se le han confiado, ya materiales como espirituales.
Esta doble actitud de la fidelidad o la falta de ella al Señor de la historia en el texto del evangelio, trae para cada hombre consecuencias distintas como lo habíamos señalado ya en el libro de la Sabiduría, resaltando el gozo para los hebreos y el desastre para la incredulidad de los egipcios.
En nuestros días es común observar cómo el pensamiento común de los mortales consiste en que cada uno administra como quiere, como si las cosas fueran suyas, como si nunca se le fuera a pedir cuentas especialmente de lo que es de todos y se le ha confiado para una administración que favorezca siempre el bien común.
El texto evangélico, en cambio, supone un pedir cuentas por parte de Dios acerca del uso de los bienes entregados para ser administrados por cada uno de nosotros. De allí que Jesús diga “a quien se le dio mucho, al que se le confió más, mucho más se le ha de exigir”.
La vigilancia, pues, supone una administración fiel de lo que se nos ha confiado para la gloria de Dios y el bien de los hermanos, manifestando así que esperamos lo que nos aguarda al final de nuestra vida.
Sin temores, seguros de la fuerza que nos viene de Jesús, en medio de las incomprensiones a causa de nuestra fe, continuemos siempre haciendo el bien que nos asemeja cada vez más a quien nos precedió en el cumplimiento de la voluntad del Padre.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en domingo XIX del tiempo ordinario, ciclo “C”. 08 de Agosto de 2010.
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6 de agosto de 2010

“DE LA VANIDAD DE LO TEMPORAL A LA CERTEZA DE LO ETERNO”


El libro del Eclesiastés (1,2; 2,21-23) o Qohelet –el predicador- pone en tela de juicio las certezas de la filosofía griega en una época que el influjo del helenismo hacía peligrar la fe en el Dios de Israel (siglo III a.C). No condena totalmente todas las cosas del mundo sino que las valora en sí mismas en el sentido de mostrar la brevedad de la vida humana y la necedad que implican tantas fatigas sufridas como lo verdaderamente importante sin una visión trascendente de la existencia. Nos enseña a descubrir la verdadera sabiduría que incluye enmarcar las realidades temporales en su auténtica dimensión, la de lo efímero y precario.
La palabra de Dios nos quiere instruir acerca del hecho de que el verdadero sabio es aquél que sabe vivir bien, pero no señalando a alguien que se da la gran vida, sino en el sentido propio del hombre de fe que juzga acerca de la temporalidad con una mirada nueva, la de ser camino para la eternidad.
El sabio según el mundo es el que describe Jesús en el evangelio (Lc. 12,13-21), llamado insensato porque acumuló riquezas pensando en un futuro duradero olvidándose de la precariedad de la vida y por lo tanto sin preveer que en cualquier momento podía perecer -esa misma noche iba a morir- y lo acumulado sería disfrutado por otras personas.
Esto es lo mismo que anuncia el libro del Eclesiastés que recuerda que el ser humano acumula cosas en este mundo para que otros, que no han hecho nada, despilfarren lo acopiado avariciosamente durante tanto tiempo.
Siguiendo esta línea de pensamiento es que el libro del Eclesiastés repite varias veces “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, como mostrando la fragilidad y fugacidad de todo lo temporal que rodea la condición humana. Tan es así que este libro es considerado en cierto sentido como pesimista por su contenido, pero su visión no hace más que dejar al desnudo la situación humana, tan misérrima cuando carece de la presencia de lo trascendente. Nos damos cuenta así que la Sagrada Escritura no sólo nos habla de Dios y su relación con el hombre, sino que muestra también con crudeza la realidad del hombre que vive sin Dios.
Esta situación la percibimos en nuestros días en la sociedad en la que vivimos, preocupada egoísticamente por acopiar dinero, bienestar de todo tipo y poder, mientras se profundiza más y más el vacío interior de cada persona, ya que se aleja de los verdaderos bienes.
Ya en nuestra Patria, por ejemplo, en el orden político, se barajan nombres para las elecciones del año que viene. Todos en la lucha como si estuvieran seguros de vivir en el futuro al que todavía no tenemos en nuestras manos. Toda una carrera por alcanzar fama, poder y dinero, pero sin ninguna conexión con Dios que es el gran ausente, porque se piensa que no se lo necesita para los proyectos humanos, y con olvido del prójimo -al cual se debería servir buscando siempre el bien común-, que sólo interesa como medio para conseguir el objetivo del poder que se codicia por sí mismo.
El ser humano va construyendo o pretende edificar su vida por sí sólo, confiado únicamente en sus fuerzas. Es la autosuficiencia llevada al extremo incluso en nuestras vidas privadas.
Y Cristo mismo nos advierte sobre esto diciéndonos –como le dice a aquél que le pide arbitre respecto a su herencia- “guárdense de toda codicia pues aunque a uno le sobre, su vida no depende de sus bienes”.
A raíz del relato que refiere a un hombre que tanto había acumulado que se sentía seguro por muchos años, nos hace esta advertencia de que fue rico para sí olvidándose de ser rico a los ojos de Dios.
No reunió otro tipo de riquezas, por eso, cuando Dios lo llama a través de la muerte, la sorpresa fue muy grande, ya que no estaba preparado para recibir la contingencia de la muerte y por lo tanto de perderlo todo. Igualmente sucede con nosotros cuando no tenemos prevista la enfermedad, el sufrimiento, la pérdida de la fortuna o de la fama que pone límites a lo que hemos acumulado.
Al pensar que lo temporal es tan perenne como lo eterno, sufrimos verdadera desolación cuando comprobamos dolorosamente lo contrario.
En la segunda lectura de este domingo, San Pablo (Col. 3, 1-5.9-11) nos proclama cuál es el fundamento para no quedarnos meramente con lo temporal, sino que hemos de considerar también los bienes eternos.
En este sentido afirma: “ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.
¿Qué significa esto? No que nos pongamos a mirar los bienes del cielo o, que el jefe de familia o cualquier persona se quede tranquila en su casa diciendo “voy a contemplar los bienes del cielo, no iré a trabajar”.
No, no se trata de sembrar una división en el corazón del hombre, ya que Dios nunca divide sino que siempre integra, sino que la invitación de Pablo apunta a que teniendo nuestra mirada en los bienes eternos, en la meta última de la vida, iluminemos las realidades temporales de todos los días.
De hecho la falla que denuncia el libro del Eclesiastés y el evangelio es que estos hombres que describen los textos bíblicos están pensando sólo en una vida horizontal, acá en la tierra, se han olvidado que tienen principio y fin.
Al afirmar que hemos resucitado con Cristo y debemos aspirar a los bienes del cielo, nos ubica en el sentido de tener en cuenta también esa línea vertical que nos une con lo alto.
La línea horizontal de lo temporal ha de ser atravesada por la vertical que nos une a la eternidad, es decir, que en la cruz se encuentra la realidad para el hombre, y es donde el ser humano integra lo corporal con lo espiritual, lo temporal con lo eterno, lo que permanece con lo pasajero.
La razón que da Pablo para vivir esto, es que dejamos atrás el hombre viejo por medio del bautismo y, comenzando a vivir como hombres nuevos.
O sea, transformados por Cristo Nuestro Señor, se supone que cada bautizado ha muerto al pecado y resucitado a la vida nueva, de manera que ha de mirar todas las cosas, las realidades temporales, a través de esta innovación que ha realizado Cristo en su interior.
Pero el apóstol Pablo no se engaña ya que sabe de las debilidades y limitaciones humanas, por eso inspirado por Dios, siguiendo las enseñanzas de Jesucristo dirá que vivir muertos como Cristo, significa dejar de lado lo que nos puede apartar de Él.
De allí que diga que es necesario morir a las impurezas, a los malos deseos, a la fornicación, a la avaricia y a la codicia, para parecernos cada vez más a Cristo Nuestro Señor.
De esa manera la vida del cristiano se va presentando permanentemente con esa mirada de esperanza que nos orienta a la meta última del encuentro con Dios, en cuya fortaleza aprendemos a usar de las cosas de este mundo de una manera inteligente, con sabiduría.
En este sentido, mirando a los maestros de la vida espiritual cristiana, nos encontramos con las enseñanzas de San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales. En la primera meditación hace reflexionar acerca del fin del hombre, creado para conocer, amar y servir a Dios su Creador.
Y en relación con las cosas puestas para el servicio del hombre, dirá que tanto se han de usar cuanto nos lleven a Dios y, dejarlas de lado cuando nos apartan de nuestro Señor.
Constituye esto una invitación permanente a examinar si mi proyecto o estilo de vida elegido me conduce a Dios o me aleja de Él. Ver si me vuelvo rico a los ojos del Señor, si acumulo los verdaderos bienes que me enaltecen como hijo suyo o no. De este modo el cristiano aprende a vivir de la sabiduría que va acumulando en el continuo discernir sobre los acontecimientos de su vida. Es decir, sin perder de vista sus obligaciones temporales, conoce el cristiano cómo no perder de vista los bienes futuros.
Pidámosle a Cristo que nos siga iluminando y enseñando para alcanzar la verdadera sabiduría del espíritu, para buscar lo que verdaderamente nos hace felices. Ojala aprendamos a valorar lo temporal sin andar tras las cosas como si en estas estuviera el sentido de nuestra existencia.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, de Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo “C”. 01 de Agosto de 2010.-