6 de agosto de 2010

“DE LA VANIDAD DE LO TEMPORAL A LA CERTEZA DE LO ETERNO”


El libro del Eclesiastés (1,2; 2,21-23) o Qohelet –el predicador- pone en tela de juicio las certezas de la filosofía griega en una época que el influjo del helenismo hacía peligrar la fe en el Dios de Israel (siglo III a.C). No condena totalmente todas las cosas del mundo sino que las valora en sí mismas en el sentido de mostrar la brevedad de la vida humana y la necedad que implican tantas fatigas sufridas como lo verdaderamente importante sin una visión trascendente de la existencia. Nos enseña a descubrir la verdadera sabiduría que incluye enmarcar las realidades temporales en su auténtica dimensión, la de lo efímero y precario.
La palabra de Dios nos quiere instruir acerca del hecho de que el verdadero sabio es aquél que sabe vivir bien, pero no señalando a alguien que se da la gran vida, sino en el sentido propio del hombre de fe que juzga acerca de la temporalidad con una mirada nueva, la de ser camino para la eternidad.
El sabio según el mundo es el que describe Jesús en el evangelio (Lc. 12,13-21), llamado insensato porque acumuló riquezas pensando en un futuro duradero olvidándose de la precariedad de la vida y por lo tanto sin preveer que en cualquier momento podía perecer -esa misma noche iba a morir- y lo acumulado sería disfrutado por otras personas.
Esto es lo mismo que anuncia el libro del Eclesiastés que recuerda que el ser humano acumula cosas en este mundo para que otros, que no han hecho nada, despilfarren lo acopiado avariciosamente durante tanto tiempo.
Siguiendo esta línea de pensamiento es que el libro del Eclesiastés repite varias veces “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, como mostrando la fragilidad y fugacidad de todo lo temporal que rodea la condición humana. Tan es así que este libro es considerado en cierto sentido como pesimista por su contenido, pero su visión no hace más que dejar al desnudo la situación humana, tan misérrima cuando carece de la presencia de lo trascendente. Nos damos cuenta así que la Sagrada Escritura no sólo nos habla de Dios y su relación con el hombre, sino que muestra también con crudeza la realidad del hombre que vive sin Dios.
Esta situación la percibimos en nuestros días en la sociedad en la que vivimos, preocupada egoísticamente por acopiar dinero, bienestar de todo tipo y poder, mientras se profundiza más y más el vacío interior de cada persona, ya que se aleja de los verdaderos bienes.
Ya en nuestra Patria, por ejemplo, en el orden político, se barajan nombres para las elecciones del año que viene. Todos en la lucha como si estuvieran seguros de vivir en el futuro al que todavía no tenemos en nuestras manos. Toda una carrera por alcanzar fama, poder y dinero, pero sin ninguna conexión con Dios que es el gran ausente, porque se piensa que no se lo necesita para los proyectos humanos, y con olvido del prójimo -al cual se debería servir buscando siempre el bien común-, que sólo interesa como medio para conseguir el objetivo del poder que se codicia por sí mismo.
El ser humano va construyendo o pretende edificar su vida por sí sólo, confiado únicamente en sus fuerzas. Es la autosuficiencia llevada al extremo incluso en nuestras vidas privadas.
Y Cristo mismo nos advierte sobre esto diciéndonos –como le dice a aquél que le pide arbitre respecto a su herencia- “guárdense de toda codicia pues aunque a uno le sobre, su vida no depende de sus bienes”.
A raíz del relato que refiere a un hombre que tanto había acumulado que se sentía seguro por muchos años, nos hace esta advertencia de que fue rico para sí olvidándose de ser rico a los ojos de Dios.
No reunió otro tipo de riquezas, por eso, cuando Dios lo llama a través de la muerte, la sorpresa fue muy grande, ya que no estaba preparado para recibir la contingencia de la muerte y por lo tanto de perderlo todo. Igualmente sucede con nosotros cuando no tenemos prevista la enfermedad, el sufrimiento, la pérdida de la fortuna o de la fama que pone límites a lo que hemos acumulado.
Al pensar que lo temporal es tan perenne como lo eterno, sufrimos verdadera desolación cuando comprobamos dolorosamente lo contrario.
En la segunda lectura de este domingo, San Pablo (Col. 3, 1-5.9-11) nos proclama cuál es el fundamento para no quedarnos meramente con lo temporal, sino que hemos de considerar también los bienes eternos.
En este sentido afirma: “ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.
¿Qué significa esto? No que nos pongamos a mirar los bienes del cielo o, que el jefe de familia o cualquier persona se quede tranquila en su casa diciendo “voy a contemplar los bienes del cielo, no iré a trabajar”.
No, no se trata de sembrar una división en el corazón del hombre, ya que Dios nunca divide sino que siempre integra, sino que la invitación de Pablo apunta a que teniendo nuestra mirada en los bienes eternos, en la meta última de la vida, iluminemos las realidades temporales de todos los días.
De hecho la falla que denuncia el libro del Eclesiastés y el evangelio es que estos hombres que describen los textos bíblicos están pensando sólo en una vida horizontal, acá en la tierra, se han olvidado que tienen principio y fin.
Al afirmar que hemos resucitado con Cristo y debemos aspirar a los bienes del cielo, nos ubica en el sentido de tener en cuenta también esa línea vertical que nos une con lo alto.
La línea horizontal de lo temporal ha de ser atravesada por la vertical que nos une a la eternidad, es decir, que en la cruz se encuentra la realidad para el hombre, y es donde el ser humano integra lo corporal con lo espiritual, lo temporal con lo eterno, lo que permanece con lo pasajero.
La razón que da Pablo para vivir esto, es que dejamos atrás el hombre viejo por medio del bautismo y, comenzando a vivir como hombres nuevos.
O sea, transformados por Cristo Nuestro Señor, se supone que cada bautizado ha muerto al pecado y resucitado a la vida nueva, de manera que ha de mirar todas las cosas, las realidades temporales, a través de esta innovación que ha realizado Cristo en su interior.
Pero el apóstol Pablo no se engaña ya que sabe de las debilidades y limitaciones humanas, por eso inspirado por Dios, siguiendo las enseñanzas de Jesucristo dirá que vivir muertos como Cristo, significa dejar de lado lo que nos puede apartar de Él.
De allí que diga que es necesario morir a las impurezas, a los malos deseos, a la fornicación, a la avaricia y a la codicia, para parecernos cada vez más a Cristo Nuestro Señor.
De esa manera la vida del cristiano se va presentando permanentemente con esa mirada de esperanza que nos orienta a la meta última del encuentro con Dios, en cuya fortaleza aprendemos a usar de las cosas de este mundo de una manera inteligente, con sabiduría.
En este sentido, mirando a los maestros de la vida espiritual cristiana, nos encontramos con las enseñanzas de San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales. En la primera meditación hace reflexionar acerca del fin del hombre, creado para conocer, amar y servir a Dios su Creador.
Y en relación con las cosas puestas para el servicio del hombre, dirá que tanto se han de usar cuanto nos lleven a Dios y, dejarlas de lado cuando nos apartan de nuestro Señor.
Constituye esto una invitación permanente a examinar si mi proyecto o estilo de vida elegido me conduce a Dios o me aleja de Él. Ver si me vuelvo rico a los ojos del Señor, si acumulo los verdaderos bienes que me enaltecen como hijo suyo o no. De este modo el cristiano aprende a vivir de la sabiduría que va acumulando en el continuo discernir sobre los acontecimientos de su vida. Es decir, sin perder de vista sus obligaciones temporales, conoce el cristiano cómo no perder de vista los bienes futuros.
Pidámosle a Cristo que nos siga iluminando y enseñando para alcanzar la verdadera sabiduría del espíritu, para buscar lo que verdaderamente nos hace felices. Ojala aprendamos a valorar lo temporal sin andar tras las cosas como si en estas estuviera el sentido de nuestra existencia.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, de Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo “C”. 01 de Agosto de 2010.-

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