12 de agosto de 2010

“LA LÁMPARA VIVA DE LA FE ALIENTA LA ESPERA DEL SEÑOR”.


Contemplando la realidad humana nos damos cuenta que el hombre es “homo viator”, caminante por este mundo temporal, que se dirige hacia la meta infinita que lo espera, aún sin saberlo. El hombre ha sido creado justamente con ese dinamismo interior que lo orienta al fin último que es Dios, su Creador. Para este caminar, como señalan los textos bíblicos de hoy, necesita de una luz especial, la luz de la fe. El autor de la carta a los hebreos (11,1-2.8-19) la define como “la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven”. Es la fe la que permite al hombre caminar fundado en esa roca firme que le da su Dios. Fe que implica no sólo creer en Dios, sino también creer a Dios. Por eso la carta a los hebreos hace este elogio de Abraham, el que fue elegido como el padre de los creyentes, ya que creyó a Dios que le hablaba, fue capaz de dejar su tierra, su familia, para dirigirse hacia lo que se le indicaba sin ver con claridad la meta, pero sí el fundamento de la promesa que era la misma palabra de Dios.
En el texto se describe cómo por la fe, Abraham esperó contra toda esperanza lo que se le había prometido, a pesar de que por los hechos concretos –la “imposibilidad” del hijo primero, y por lo tanto de tener descendencia, el pedido de su sacrificio después y, la meta que no llegaba-, tenía razones para dudar.
Sin embargo, siguió caminando en la fe, poseyendo por ella la tierra prometida, sin llegar a habitarla, aunque alcanzó a la que aquella anunciaba, esto es, la vida con el Dios de las promesas.
Para Abraham y sus descendientes la vida de fe fue clave para mantenerlos firmes en medio de las dificultades que tuvieron que sortear.
En la primer lectura tomada del libro de la Sabiduría (18, 6-9), encontramos la descripción que hace el autor sagrado, muy cruda, de la noche trágica en la que el ángel de Dios pasó por Egipto matando a sus primogénitos, pero salvando a los hebreos para que pudieran salir de la esclavitud, manifestándose así el cumplimiento de las promesas de Dios. Este texto de la Sabiduría está dirigido sobre todo a la comunidad judía que habitaba en Alejandría (año 50 a.C) y, que bajo el influjo de la cultura helenista, caía en el abandono de la tradición israelita y la progresiva apostasía de muchos.
Es un recordatorio por el que se los alienta a la fidelidad al Dios de la alianza, como sus antepasados en “aquella noche” en la que fueron salvados, mientras que los egipcios fueron aniquilados por su incredulidad.
Equivale a decirles que no coqueteen con otra cultura y mentalidad, manteniéndose firmes en lo que han recibido, fieles a la palabra de Dios.
En el evangelio (Lucas 12, 32-48), Jesús vuelve de alguna manera a plantear lo enseñado por el libro de la Sabiduría. Por eso dice concretamente “no temas pequeño rebaño porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”. ¡Qué hermosa afirmación “pequeño rebaño”! Recuerda al llamado en el Antiguo Testamento “resto de Israel”, o sea el grupo de fieles a Dios a pesar de las acechanzas de cada época histórica.
En medio de un pueblo que había recibido la Alianza, comprometiéndose con Dios a la fidelidad, no todo el mundo mantenía su promesa.
Igualmente en nuestros días, en el tiempo de la Iglesia, aunque haya muchos bautizados, no todos siguen a ese Dios con el cual han hecho alianza en el día del bautismo. Dirigida la palabra a los discípulos y a los que lo siguen, el “no temas pequeños rebaño”, implica no desesperarse en este mundo por las incomprensiones y persecuciones de todo tipo que han de soportar, porque “el Padre ha querido darles el Reino” como don gratuito de su infinita bondad. El Reino que significa para cada uno de los integrantes del “pequeño rebaño”, formar parte de los elegidos por Jesús para compartir su vida y destino final en la Cruz.
Esto lo podemos unir con lo reflexionado el domingo pasado cuando Jesús advertía en no poner la confianza en los bienes de este mundo porque no son garantía de la supervivencia de nadie. No se afirmen en lo que perece –nos decía- sino en lo que perdura y nadie podrá quitarles, que son justamente los valores pregonados y defendidos por el Reino instaurado por el Maestro. Jesús en esta oportunidad, sigue con la misma enseñanza, de allí que nos dice a los que tenemos fe, que hemos de ir acumulando un tesoro inagotable en el cielo, “donde no se acerca el ladrón, ni destruye la polilla”. Remata afirmando que “allí donde tengan su tesoro estará también el corazón de ustedes”.
Esto nos interpela para preguntarnos ¿dónde está nuestro corazón? El corazón humano siempre está ocupado, atento en aquello que el hombre considera más importante. Cada día podemos preguntarnos, ¿dónde estuvo mi corazón hoy, dónde mi atención, mi preocupación principal, sobre qué valores o antivalores estuvo girando mi existencia? Y así sabremos de nuestra cercanía o no con el único tesoro por el cual vale la pena desvivirse que es el Señor. Una vez descubierto el tesoro que atrae como imán nuestro corazón, podemos preguntarnos: ¿éste tesoro perdura, no perece, me da garantía de lo que yo realmente espero como sí lo es la fe?
En efecto, es la fe en Jesús la que nos asegura que se ha de realizar plenamente lo que esperamos a lo largo de nuestra vida.
De allí que Jesús invitándonos a esta actitud de profunda fe de creer en Él y a Él, nos convoca a estar preparados, a vivir con hondura la vigilancia. Vigilancia que significa esperar la venida del Señor, iluminando con este estilo de vida el quehacer de cada día. No es una espera angustiada, temerosa, “no temas pequeño rebaño”, sino un aguardo de gozo.
La espera se transforma en angustia sólo cuando uno ignora a qué hora viene el ladrón –recuerda el texto-, ya que Él también vendrá como tal, de improviso, cuando menos se lo espere.
Y no lo espera el administrador infiel –el falto de fe y carente de observancia de la palabra pactada con su Señor-, que suponiendo vanamente que aquél tarda en llegar, decide “en el mientras tanto” hacer lo que le viene en gana con los demás y en el uso de los bienes.
La actitud de vigilancia del cristiano, en cambio, prepara su corazón en la vivencia fiel de sus compromisos sabiendo y viviendo en consecuencia su realidad de simple administrador de los bienes que se le han confiado, ya materiales como espirituales.
Esta doble actitud de la fidelidad o la falta de ella al Señor de la historia en el texto del evangelio, trae para cada hombre consecuencias distintas como lo habíamos señalado ya en el libro de la Sabiduría, resaltando el gozo para los hebreos y el desastre para la incredulidad de los egipcios.
En nuestros días es común observar cómo el pensamiento común de los mortales consiste en que cada uno administra como quiere, como si las cosas fueran suyas, como si nunca se le fuera a pedir cuentas especialmente de lo que es de todos y se le ha confiado para una administración que favorezca siempre el bien común.
El texto evangélico, en cambio, supone un pedir cuentas por parte de Dios acerca del uso de los bienes entregados para ser administrados por cada uno de nosotros. De allí que Jesús diga “a quien se le dio mucho, al que se le confió más, mucho más se le ha de exigir”.
La vigilancia, pues, supone una administración fiel de lo que se nos ha confiado para la gloria de Dios y el bien de los hermanos, manifestando así que esperamos lo que nos aguarda al final de nuestra vida.
Sin temores, seguros de la fuerza que nos viene de Jesús, en medio de las incomprensiones a causa de nuestra fe, continuemos siempre haciendo el bien que nos asemeja cada vez más a quien nos precedió en el cumplimiento de la voluntad del Padre.

Cngo Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en domingo XIX del tiempo ordinario, ciclo “C”. 08 de Agosto de 2010.
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