11 de febrero de 2011

“Difundamos la filiación divina como sal de la tierra y luz del mundo”.

El domingo pasado reflexionábamos acerca de lo que es necesario para ingresar al Reino de los Cielos, es decir, a esta vida nueva que establece con su venida el Hijo de Dios hecho hombre, para que podamos vivir con la dignidad de la que estamos revestidos como hijos del Padre Dios. El camino que nos conduce, nos enseña Jesús, es el de las bienaventuranzas, el de la perfección evangélica.
En el texto evangélico de este domingo (Mateo 5, 13-16), el Señor le enseña a sus discípulos y, con ellos a nosotros, que vivir el espíritu de las bienaventuranzas permite que podamos ser sal de la tierra y luz del mundo, términos con los que nos introduce en la realidad de nuestra vida cotidiana como bautizados.
Tanto la sal como la luz son importantes para la vida humana. El serlo también nosotros, tomando sus características propias, nos lleva a una experiencia nueva como hijos de Dios en el mundo. Imposible disipar las tinieblas que nos impiden ver desde la verdad o reconocer las cosas en su verdadera dimensión, careciendo de la luz de la fe que es la que ha de iluminar al hombre y darle verdadero sentido a su vida.
La sal, muy apreciada desde la antigüedad, tanto que su posesión fue causa de muchos litigios, es signo de vida, da gusto a aquello sobre la que se la emplea, evita la corrupción y hace arder la herida a la que se aplica. Relacionada con la sabiduría, es sabio humanamente hablando el que tiene sal. Una persona con expresiones inteligentes o picarescas decimos que tiene sal, mientras que consideramos que una persona es insulsa o insípida cuando nada la hace descollar en la vida social ya que carece de cualidades sobresalientes. El valor de la sal estriba en que es diferente, tiene gusto y brinda sabor a cuanto la recibe. El cristiano tiene que ser diferente al común de los mortales cuando se manifiesta en la cotidianeidad de la vida.
Cuando el bautizado se masifica o se confunde con el mundo al que ha de evangelizar, pierde su sabor, no sirve para nada, es pisado por todos, avasallado, despreciado y, resulta ser un instrumento de confusión.
Cada día estamos ante la opción de ser sal, o sea diferentes a lo que nos propone la cultura de nuestro tiempo, las costumbres de la gente, las enseñanzas de los medios de difusión, o lo que se va imponiendo poco a poco como contrario al evangelio. Ser sal será muchas veces marchar contra la corriente, incluso con frecuencia significará soportar el desprecio de quienes no entienden el que queramos vivir diferentes iluminados por el evangelio, a lo que se nos propone a cada momento como lo política o socialmente correcto. Y así ante una situación o propuesta deshonesta, el cristiano se presenta como sal diciendo lo que tiene que proclamar como bautizado, mostrando una actitud distinta.
Ante la mentira seremos sal si defendemos, buscamos y proclamamos siempre la verdad. Ante todo lo que se aparta de una adhesión plena a la persona y mensaje de Jesús, ser sal significará dar testimonio de lo que creemos y de lo que hemos recibido de Él.
El cristiano aprende así a saborear lo que proviene de la adhesión a Cristo, obrando siempre en consecuencia.
San Pablo, en la segunda lectura (I Cor. 2,1-5), afirma que él se presenta cuando predica, como un hombre débil, temeroso y vacilante y que su predicación no está poseída por la persuasión de la sabiduría humana en la cual confía tantas veces el ser humano, sino que está compenetrada por la sabiduría de Dios, del poder de Dios.
Por eso esa la Palabra que predica a las generaciones de su tiempo produce su fruto en el corazón de aquellos que la reciben dócilmente.
Nosotros como Pablo hemos de dirigirnos al mundo para llevarlo a Jesús, con la confianza de que Él está con nosotros, decididos a ser sal del mundo. Es cierto que muchas veces nosotros con nuestro testimonio y acciones vamos a provocar molestias en muchos.
Eso no nos debe admirar ya que así como la sal en el cuerpo humano “levanta la presión”, en el cuerpo social se muestra un alza de la “presión” del descontento, por parte de aquellos que no soportan el mensaje de Cristo y se “tapan los oídos para no escuchar”.
Tenemos que ser también luz del mundo para disipar las tinieblas especialmente en un mundo con mucha confusión y tiniebla de todo tipo, estando atentos para no caer en la tentación del maligno. Esta se presenta sutilmente tratando de convencernos de la inutilidad de ser sal o luz de la sociedad ya que el alejamiento de inmensas multitudes de todo lo que sea digno de la persona humana y de su vocación a la santidad de vida, está al orden del día.
El espíritu del mal busca desalentarnos con la excusa de que la abundancia de las tinieblas y del mal es tan grande, que resulta ocioso el trabajar de modo diferente. O se nos insinúa diciendo, ¿para qué jugarte por Cristo y su enseñanza, si la Iglesia en muchos de sus miembros lo que menos hace es vivir como sal o como luz? Es necesario estar alertas entonces para neutralizar estas tentaciones que sólo buscan separarnos de Cristo y de la misión que nos encomienda.
El profeta Isaías (58,7-10) señala algunas pistas que nos ayudan a vivir esta realidad de ser sal o luz para los demás. En efecto, “Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo y no te despreocupas de tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora”.
El obrar el bien hará posible nuestra presencia como luz para los demás, como nos enseñaba el evangelio y, “tus llagas no tardarán en cicatrizar” porque las heridas del pecado se cierran por la acción de las buenas obras que realizamos.
Delante nuestro avanzará la justicia y detrás la gloria de Dios y, así, por el brillo de nuestras obras, quienes nos miran, darán gloria a Dios.
Pero este desafío de ser sal o luz, o de vivir de acuerdo a lo que señala el profeta Isaías, incumbe también al orden social, ya que nuestras acciones por buenas que sean, no logran satisfacer las necesidades tan abundantes que existen en el mundo actual.
Y así, cuando se unen los poderes político, social y económico para crear fuentes de trabajo, procurar viviendas dignas, atender los problemas de salud y brindar al prójimo todo lo que necesita para desarrollarse acorde con su propia dignidad, se está viviendo como sal de la tierra y luz del mundo, haciendo sentir así por el bien que se realiza, la prolongación del amor de Dios.
Iluminados por la Palabra de Dios y fortalecidos por el don grande de la Eucaristía, pidamos a Jesús que sepamos y podamos ser sal y luz del mundo y de la sociedad en la que vivimos.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el V° domingo del tiempo Ordinario ciclo “A”. 06 de Febrero de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.




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