La idea central de los textos bíblicos de este domingo apunta a manifestar la santidad de Dios, y la relación que tiene esta con la santidad a la cual está llamado el bautizado.
El texto del libro del Levítico que proclamamos (19,1-2.17-18) forma parte de lo que se llama la Ley de Santidad (caps. 17 a 26) que refiere a la santidad de Dios, único, distante de lo profano y de lo vulgar, el Todopoderoso, el único Santo por excelencia, aquel cuya santidad trasciende todo lo creado que por causa del pecado original ha quedado manchado y alejado del Creador.
El contenido de esa ley está sintetizado en lo que proclamamos recién: “ustedes serán santos porque yo el Señor soy santo” (v.2).
Por lo tanto, el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado a existir en la santidad de Dios viviendo en la trascendencia y altura de vida que implica dejar de lado lo que impide la intimidad con Él.
Al respecto, el texto del Levítico describe como algo incompatible con la santidad de Dios y, por lo tanto con la santidad del hombre, lo que se opone al amor del prójimo y, partiendo del mandato “ustedes serán santos porque yo el Señor soy santo” señala la necesidad de erradicar del corazón humano el odio al hermano y el espíritu de venganza.
De resultas de esto sobresale el mandato del Señor que establece con énfasis: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” concluyendo el texto con la afirmación –que se repite frecuentemente en los capítulos de referencia para remarcar la trascendencia de Dios - porque “Yo soy el Señor”.
Pero he aquí que este precepto del Señor no fue tomado como orientado a un amor a todos, universal, sino que se pensó equivocadamente –y quedó así en la práctica corriente- que el amor obligatorio era el que se dirigía a los compatriotas, no entrando en esta concepción el resto de las personas.
De esta manera se fue deformando el mandato del Señor, siendo común en la comunidad de Israel aquello que profesaban los demás pueblos, la ley del talión que pregonaba el conocido “ojo por ojo, diente por diente”.
En el texto evangélico de hoy (Mateo 5,38-48), el mismo Cristo nos enseña con firmeza que es necesario desterrar de nuestras vidas esta mentalidad.
Y llega a decir, “no hagan frente al que les hace mal, al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra” no para tomar esto literalmente sino en el sentido de que no se guarde en el corazón del hombre el espíritu de venganza que busca devolver el mal con el mal.
Cuando el bautizado alimenta su corazón con el retribuir el mal de la misma forma, está viviendo lo que el apóstol san Pablo (I Cor. 3,16-23) en la segunda lectura de hoy llama la sabiduría del mundo.
Esta sabiduría –dice el apóstol- “es locura delante de Dios” y “sorprende a los sabios en su propia astucia” y “el Señor conoce los razonamientos de los sabios y sabe que son vanos”. De manera que la sabiduría del mundo –de la cual se pavonean muchos- deja al descubierto las astucias y entretelones más oscuros de las personas humanas que en este mundo viven la ley del Talión y no ingresan en el espíritu nuevo del evangelio.
Esto es muy común, lamentablemente también entre nosotros los bautizados, que a veces o con mucha asiduidad decimos, “el que las hace las paga”, o pensamos que el mal recibido debe ser respondido también con mal o que las ofensas deben ser retribuidas con el odio, o deseando que lo que me han hecho a mí les caiga también a ellos.
Estos razonamientos por cierto nos sumergen en la sabiduría del mundo y nos impiden descubrir seriamente la del evangelio, la enseñada por Jesús.
La sabiduría de Cristo, aplicable a nosotros en cambio, pasa por la cruz, que es necedad para los paganos. Se trata de morir a nosotros mismos para entrar en la vida nueva que se nos otorga por la muerte y resurrección de Cristo, imitando al Señor cuya existencia fue entrega de sí y servicio.
Por eso Jesús invita a dejar de lado esta mirada del Antiguo testamento en el que no se entendió el verdadero mandamiento de Dios orientado a descubrir en toda persona que viene a este mundo a un hermano, hijos todos del mismo Padre.
Nos dice, pues, “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” y, agrega con firmeza, “así serán hijos del Padre que está en el Cielo”.
Esto significa que el cristiano debe manifestar en su vida el perfil del Padre, del Padre de los Cielos. Y el perfil del Padre es el de la santidad. El de elevarse por encima de las mezquindades mundanas para entrar de lleno en la mirada que Dios tiene desde antes de la creación del mundo.
Como Dios mira al hombre de un modo totalmente distinto, es que “hace salir el sol sobre buenos y malos”, “hace caer la lluvia sobre justos e injustos” y, en la medida que sepamos manifestar a los demás esas actitudes del Padre, “seremos realmente hijos” suyos.
Esto no quiere decir que tengamos que callar ante la mentira, al contrario hemos de defender y presentar la verdad.
Si somos atacados injustamente es lícito procurar nuestra defensa con justicia, pero estar prontos a saber que muchas veces al igual que Cristo, tendremos que soportar el mal o las injusticias sin que podamos hacer cosa alguna para contrarrestarlas, yendo al matadero como cordero inocente, como Él lo fue a causa del odio.
De este modo, el cristiano dirige su existencia a la imitación de la persona de Cristo, encuadrándose en su enseñanza, orientándose a su vez al Padre.
El mismo Cristo nos dice que es propio de la sabiduría del mundo saludar al que saluda, hacer el bien al que me lo hace, y que ello no implica que seamos merecedores de premio alguno, ya que esas actitudes también las tienen los paganos, los que no creen.
El creyente en cambio debe despojar su corazón de toda raíz de odio o desprecio para con el hermano, alcanzando así el “sean perfectos como es perfecto el Padre de los Cielos”.
Alcanzando la perfección del Padre comprendemos que -como afirma san Pablo- “somos templo de Dios y, el Espíritu de Dios habita en cada uno de nosotros”.
Y más aún, al ser morada de Dios, templo de Dios, podemos orientar toda nuestra vida hacia ese Dios que me convoca a una existencia nueva.
Recuerda el apóstol “todo es de ustedes”, es decir, el orden creado es puesto a los pies del hombre para servirle en sus necesidades, pero “ustedes son de Cristo” porque ya desde el bautismo se nos aplica la salvación redentora del Señor y, “Cristo es de Dios”.
De este modo orientamos nuestra vida hacia aquél que es tres veces santo como lo cantamos en la misa.
Pidamos a Cristo nos ayude a vivir la sabiduría del evangelio que nos enseña y rechazar las tentaciones que nos vienen de la sabiduría del mundo.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VII° domingo del tiempo Ordinario ciclo “A”. 20 de Febrero de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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