Celebramos hoy el misterio central de nuestra fe católica, el de la Santísima Trinidad. La verdad que profesamos refiere a que en la unidad de la naturaleza divina subsisten tres personas distintas. Son iguales en dignidad por su única naturaleza, pero distintas porque el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, y a su vez el Hijo y el Espíritu Santo no son el Padre; ni el Padre ni el Hijo son el Espíritu Santo, pero éste es el Amor subsistente entre el Padre y el Hijo.
Dios se ha manifestado a lo largo de la historia humana de tal manera que podamos acercarnos al misterio divino, pero sin que alcancemos abarcarlo en un conocimiento pleno del mismo.
En el libro del Éxodo (34, 4b-6.8-9) que proclamamos, advertimos que Moisés se dirige al encuentro de Dios para recibir por segunda vez las tablas de la ley.
Cuando Moisés baja del monte después de la primera entrega de la Ley, descubre al pueblo de Israel sumergido en la idolatría adorando al becerro de oro, por lo que se indigna y destruye ambas tablas.
En este segundo encuentro, mientras desciende en la nube, signo de su presencia, Dios se manifiesta compasivo y de mucha misericordia, mientras al mismo tiempo se esconde de manera que no es visto cara a cara.
Dios define quien es al afirmar que “Yo soy el que Soy”, o mejor dicho, “Yo soy”, “Yahvé”; expresión ésta que indica su total independencia de toda creatura, más aún, está sobre ellas como Creador. Igualmente nosotros en la vida cotidiana definimos nuestra identidad diciendo “Yo soy”.
Pero mientras nosotros somos “Yo soy” en Otro, dependiendo de quien nos ha creado, Dios es absolutamente “Yo soy” sin subordinación o necesidad alguna. Dios es totalmente único, trascendente, de allí que aunque avancemos por la fe en su conocimiento, siempre nos falta mucho por alcanzar, porque la divinidad se esconde ante nuestra pobre inteligencia humana radicalmente limitada.
Como imagen y semejanza de Dios cada uno de nosotros experimenta que al igual que Dios, nos manifestamos y escondemos al mismo tiempo.
¿Quién de nosotros puede decir que conoce totalmente su misterio personal? ¿Quién puede decir que conoce plenamente el misterio que encierran las demás personas? Por eso muchas veces afirmamos que no terminamos nunca de conocer plenamente a los demás, o que quien creíamos conocer se nos aparece como un desconocido a través de sus palabras y actitudes. Es decir, que el ser humano se manifiesta a través de palabras o gestos, pero al mismo tiempo se esconde, se reserva mucho de sí mismo.
En el misterio de Dios acontece igualmente este descubrirse y ocultarse que se da en el hombre, pero con una diferencia abismal. En efecto, lo poco o mucho que conocemos de la divinidad será siempre la verdad y en la verdad, de modo que avanzamos siempre “sobre seguro”, pudiendo así conocerlo, aunque sea limitadamente, hasta poder contemplarlo cara a cara en la vida plena infinita.
En el conocimiento del hombre, en cambio, prosperamos, pero sabiendo que existe la posibilidad de que la persona no se manifieste verdaderamente.
Este Dios que se manifiesta al pueblo de Israel, lo hace también en la plenitud de los tiempos, a todos los hombres. De allí que el texto del evangelio afirme que “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn. 3, 16-18).
El mismo Dios que amó “a su pueblo” entregándole las tablas de la ley, realizando la primera alianza, es el que entrega a su Hijo a toda la humanidad para sellar la nueva alianza por su misterio pascual.
Es en el misterio de la Trinidad a través del cual la divinidad desciende al hombre. El mismo Dios que “desciende” en la nube en el Antiguo testamento para manifestarse, es el Dios que desciende por medio de la humanidad de su Hijo para ingresar en la historia humana y elevarla a la contemplación de su Creador, Redentor y Santificador. La omnipotencia asume la debilidad, lo perfecto asume lo imperfecto en la Encarnación de la segunda Persona de la Trinidad, para elevar al hombre hasta la intimidad misma de Dios.
Esa intimidad con Dios no disminuye al ser humano. De allí que la concepción católica de la Trinidad no supone la desaparición del hombre en Dios como si entrara a formar parte de la divinidad misma, sino que tanto Dios como el hombre permanecen cada uno en su esencia, distinguiéndose como Creador y creatura, unidos en la comunión, sin que se diluya el hombre en la divinidad.
El texto del Evangelio plantea el que el ser humano interpelado sea capaz de entregarse totalmente al Dios que se le brinda “Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo sino para salvarlo por medio de Él” pero agrega “el que crea en Él no es condenado” sino que movido por el espíritu se encuentra con Cristo y el Padre. El que no cree ya está condenado porque no puede participar de quien lo creó, redimió y santificó de la nada.
Por eso la falta de fe hace que el hombre esté siempre inquieto, insatisfecho, porque creado para orientar su vida a Dios, no tiene acceso al que ha descendido para elevarlo por encima de su contingencia.
Ahora bien, la presencia de la Trinidad ha de tocar profundamente no sólo nuestra vida personal, sino también la comunitaria. De allí que San Pablo (2 Cor. 13, 11-13) se enfrenta con los cristianos de Corintio, ciudad en la que abundaban las discordias y la presencia de luchas eclesiales y les dice “Alégrense” por el hecho de ser hijos de Dios, por ser cristianos y, “trabajen para alcanzar la perfección”. No pierdan el tiempo en otra cosa “anímense unos a otros” en medio de los problemas y dificultades para seguir creciendo en el servicio de Dios y de los demás, no vivan echando pálidas o señalando defectos, sino animando a los demás para una perfección cada vez mayor. “Vivan en armonía, vivan en paz” y esa es la condición –agrega el apóstol- “para que el Dios del amor y de la paz permanezca en medio de los creyentes”. Y termina el texto que acabamos de proclamar con un deseo especial por parte del apóstol, expresando que “la gracia del Señor Jesucristo” o sea, el misterio redentor de Dios, “el amor de Dios” manifestado por el Padre que envía a su Hijo y, la “comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes”.
El Espíritu Santo realiza la común unión, no por el consenso de las personas, ni por el meramente ponerse de acuerdo de las mismas, sino por la gracia operante que realiza en plenitud la comunión que viene del Dios trinitario.
Es decir, que la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ingresa en el corazón de cada uno de los cristianos constituyéndose así verdaderas comunidades que se originan y crecen por la comunión y la gracia de lo alto.
Para concluir y, en consonancia con estas verdades, recordamos hoy también el día del padre de la tierra. Si buscamos un ámbito donde se refleje la familia trinitaria, éste es ciertamente el de la familia humana. En ella el padre de la tierra ha de ser un reflejo del Padre providente, el que ve de lejos lo que puede suceder, para proveer a las necesidades de la familia en todos sus aspectos.
El padre es quien ha de regalar a sus hijos lo más precioso que es la fe, -compromiso asumido en el bautismo de los mismos-, porque cada hijo que viene al mundo es un don del Padre como lo ha sido su Hijo para el mundo.
El Espíritu Santo que es el amor entre el Padre y el Hijo se prolonga en la figura de la esposa y madre en cada hogar ya que con su ternura y amor procura siempre unir los corazones de todos.
En la Trinidad las tres personas son iguales en dignidad, como en la familia humana son iguales en dignidad sus integrantes. Pero, además, como en la Trinidad las tres personas son distintas, también en la familia humana el padre, la madre y los hijos se diferencian entre sí, siendo esta distinción lo que permite la riqueza propia de la institución familiar.
Pidamos al Dios Trino y Uno la gracia necesaria para entender el misterio de su grandeza y. así prolongarlo en nuestra profesión de fe y en la vida diaria.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la fiesta de la Santísima Trinidad. (Ciclo “A”). 19 de Junio de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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