1 de julio de 2011

“Por el Cuerpo y la Sangre del Señor, encontremos la Vida Verdadera”

En el texto del evangelio (Jn. 6, 51-58) que acabamos de proclamar, Jesús revela a los judíos el misterio de su presencia entre nosotros por medio de los signos sacramentales del pan y del vino.
Ellos resultan por tanto los destinatarios de esta enseñanza tan particular sobre la Eucaristía, sacramento del Señor por excelencia, ya que por medio de la consagración del pan y del vino ingresa a nuestra historia personal. Estos judíos ciertamente tenían presente el texto del Deuteronomio (8, 2-3.14b-16ª) que hemos escuchado en el que durante los cuarenta años en que duró la travesía por el desierto del Sinaí, sus antepasados habían sufrido todo tipo de penurias, hambre, sed, serpientes venenosas, escorpiones en abundancia y todo tipo de calamidades. Recordaban que Moisés había dicho a sus antepasados que se trataba de una prueba de parte de Dios para conocer si el pueblo era capaz de permanecer fiel a quien lo había salvado de la esclavitud de Egipto, a ese Dios que reclamaba el guardar los mandamientos como una prueba concreta que respondían ante tanto amor recibido de lo alto.
Probablemente se acordaban que el pueblo había sido alimentado y saciado el hambre con el maná, del cual se cansaron pronto como de la carne de las codornices de las que también se habían hartado.
Tenían presente que el Dios de la Alianza les calmó la sed con el agua que brotaba de la roca, pero que igualmente seguían insatisfechos. Permanecía en su memoria el hecho de que muchas veces los caminantes por el desierto habían vuelto sus ojos al pasado añorando lo que dejaron en Egipto, especialmente la seguridad de sus vidas.
Y esto fue así, porque la condición del hombre siempre aparece como la de un ser insatisfecho que se va llenando de cosas y objetos, que se sumerge poco a poco en distintas situaciones creyendo que allí encontrará la felicidad, que su corazón quedará colmado, haciéndose la ilusión que alcanzará al fin la felicidad en lo temporal y pasajero.
Pero he aquí que el camino largo hacia la tierra prometida se va estirando cada vez más y se hace insoportable la ausencia del Creador. ¿Por qué el ser humano es un ser insatisfecho mientras camina por este mundo? Porque creado a imagen y semejanza de Dios posee un dinamismo, que aún sin saberlo, lo orienta directamente a su Creador, y cuanto más huye el hombre de Él más se siente solo, insatisfecho.
Por eso Cristo quiere abrirle los ojos a los judíos y con ellos a nosotros, mostrándonos la clave para encontrarle una respuesta al corazón del hombre tan hambriento y tan sediento. Por eso dice: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Ante esto los oyentes se preguntan “¿cómo éste puede darnos a comer su carne?”, nosotros hemos recibido el maná en el desierto. Y Jesús dirá “este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron sus padres y murieron”. En definitiva el pan material y todo lo que éste significa en cuanto a lo temporal y pasajero, conduce a la muerte. Y así, la muerte, le hace ver a quien no tiene fe que la vida exclusivamente terrenal es una “pasión inútil” como decía Sartre.
Pero desde la fe el Señor nos sale al cruce y afirma que “el que coma de este pan vivirá eternamente” y, se ofrece como comida y bebida presentando algo completamente nuevo.
En efecto, era común en los cultos religiosos paganos que las víctimas sacrificadas a los dioses fueran comidas por los fieles y así significaban la “comunión” con la divinidad aunque no podían dar la vida eterna.
Cristo, en cambio, al ofrecer su cuerpo y su sangre se entrega anticipadamente, aún antes de sacrificarse en la cruz, como alimento que no proviene de lo ficticio, de aquello que nada vale, sino que es un alimento que da la vida eterna.
El ser humano entra así en comunión con Dios, de una forma anticipada ya en este mundo temporal. La Eucaristía es anticipación de la vida en Dios que nos espera, es anuncio de lo que vendrá.
Esta unión que tenemos con el Señor en el tiempo, nos anuncia y asegura la vida del futuro, la eterna, la que no tiene fin. Por eso el Señor se ofrece pero reclamando de nosotros una actitud de profunda fe.
La celebración del Corpus Christi, por lo tanto, no es tanto “memoria” de la última Cena, sino que nos permite descubrir que el Cuerpo y la Sangre del Señor son el centro de la vida cristiana, la fuente y la cumbre del crecimiento espiritual del bautizado consagrado a Dios.
De allí que el Señor diga “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí”, anunciando que la comunión con Él funda la verdadera permanencia en el Salvador resucitado.
“Así como yo que he sido enviado por el Padre que tiene vida, tengo vida por el Padre, de la misma manera el que me come vivirá por Mí”.
La misma vida de Cristo va nutriendo nuestro existir, pero al mismo tiempo reclama una actitud profunda en el deseo de recibirlo.
No es la comunión con Cristo algo que se da o no como si no interesara demasiado, sino que ha de ser lo principal en la vida del cristiano.
En efecto, así como trabajamos para adquirir el pan material y somos capaces de grandes sacrificios para obtenerlo y así sustentar nuestra vida, aunque sabemos que caminamos a la muerte como los israelitas en el desierto que se alimentaban del maná, así también hemos de trabajar para recibir a Jesús, nutrirnos y permanecer en Él.
Y Cristo que sabe que somos débiles y pecadores nos ofrece otro sacramento, el de la reconciliación, para que por el arrepentimiento de nuestros pecados podamos ser dignos de recibirlo y obtener anticipadamente la vida eterna que ya está anunciada en el mismo sacramento del perdón que se sella y consuma en la Eucaristía.
Ahora bien, este unirnos al Señor no se reduce meramente en afianzar una relación privada con Cristo, sino que nos proyecta necesariamente a la comunidad.
Por eso el apóstol Pablo en la segunda lectura de hoy (1 Cor. 10, 16-17) afirma que así como el pan eucarístico está formado por muchos granos de trigo, así el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, está formado por muchos granos que somos cada uno de los bautizados, haciendo realidad que la unión con Jesús nos permita unirnos a los hermanos.
La participación en la Eucaristía de todos los creyentes es la que realiza la unidad en la Iglesia. Unidad que no la constituye el consenso de las voluntades, o la aprobación de multitudes, que por la fragilidad humana hace imposible la verdadera unidad, sino la Eucaristía, el compartir todos y cada uno debidamente preparados el Cuerpo y Sangre del Señor que nos nutre, alimenta, une a los hermanos y anticipa en nosotros la Vida Eterna
Estamos celebrando en este año, el Año de la Vida. La Eucaristía, presentada por Jesús, es la vida verdadera, que colma y satisface al hombre plenamente. Pidámosle a Jesús su gracia para que lo busquemos siempre con ansias y trabajemos para mantenernos siempre unidos a Él y desde Él con todos los creyentes.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. (Ciclo “A”). 26 de Junio de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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