3 de junio de 2011

“El que me ama será fiel a mi palabra y mi Padre lo amará e iremos a él”

Hemos cantado en la antífona del aleluya “dice el Señor: el que me ama será fiel a mi palabra y mi Padre lo amará e iremos a él”. Jesús está a punto de dar pruebas concretas del amor que nos tiene muriendo en la cruz por nuestra salvación. Previendo esto, en la última cena, les dice a sus discípulos y también a nosotros, “el que me ama será fiel a mi palabra” (Jn. 14,15-21).
 Está reclamando una reciprocidad nuestra ante lo que Él está dispuesto a sufrir. Como diciendo “si yo muestro que los amo hasta el fin, muriendo en la cruz, ustedes que son mis discípulos deben mostrar al mundo cuánto me aman viviendo la palabra que les he enseñado”.
En efecto, así como un padre se da cuenta que sus hijos le aman cuando escuchan su palabra y llevan a la práctica lo que se les enseña y, por el contrario advierte que no lo aman si desoyen su palabra, o dudan de la veracidad de su enseñanza, o no demuestran el amor en la acción de cada día, de la misma manera sucede en nuestra relación con Dios.
Cuando escuchamos su palabra y la vivimos, estamos reconociendo que esa es la verdad, nuestro bien. Cuando el cristiano, en cambio, prefiere escuchar otras voces, o seguir las enseñanzas del mundo, está negando que de Dios provenga la verdad que nos hace libres e ilumina nuestras inteligencias y, su voluntad no le responderá a través del amor.
Por eso Jesús nos dice “si ustedes me aman cumplirán mis mandamientos”. Y ese vivir los mandamientos del Señor, su palabra, hace que nosotros podamos recibirlo a Él y al Padre y, podamos llegar a tener esa unión que el Hijo tiene con su Padre y vivamos en el amor del Padre y del Hijo que es el Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad. Y el Espíritu Santo es quien nos impulsa a ir al encuentro del mundo en el cual estamos insertos, para llevar con alegría esta palabra que hemos recibido.
Lo vemos concretamente en la primitiva Iglesia. En la primera lectura, el libro de los Hechos (8, 5-8.14-17) nos dice, que después del martirio de Esteban comienza una gran persecución contra la Iglesia y los discípulos se dispersan por todas partes, pero no para huir, sino para llevar el mensaje de Jesús a otros lugares en los que ya trabaja el Espíritu. Y así Felipe, seguramente recordando el mandato de Jesús de que vayan a Samaría a predicar, se dirige a una ciudad de esa región para predicar a Cristo.
La reacción de la gente, ávida de verdad, es la de escuchar con alegría la palabra que se les está transmitiendo. Palabra que va acompañada de signos, milagros concretos que esa gente necesitaba en su fe incipiente para afianzarla. Los demonios eran expulsados, los paralíticos y lisiados era curados, y la gente daba gracias a Dios. A tal punto era bien vista la reacción que suscitaba la predicación de Felipe, que Pedro y Juan desde Jerusalén se dirigen para imponer las manos sobre los convertidos y entregarles el don del Espíritu, que “confirmaba” –como lo hace el sacramento de la confirmación- la obra emprendida.
La palabra recibida permite a los oyentes el encontrarse con la verdad, cosa que nos falta a veces a nosotros que desconfiamos tanto hasta de la misma palabra de Dios, porque al experimentar a diario cuánto se nos miente, pensamos que hasta el mismo Dios no nos dice siempre la verdad.
Por eso la necesidad de volver a las fuentes, a quien es la Palabra del Padre, para que nos muestre el camino de la salvación, enseñándonos lo que el Padre quiere que conozcamos para vivir cada día la perfección evangélica.
Sintiéndonos transformados por Dios como dice san Pedro (I Pedro 3,15-18), debemos estar dispuestos a dar ante el mundo testimonio de la “esperanza que no defrauda”, la del encuentro definitivo con el Padre y, la de que el mundo es transformado si realmente vuelve a Cristo y, que las cosas pueden cambiar si Él está realmente en nuestros corazones.
En estos días nos ha horrorizado otra vez más una situación de corrupción en nuestra Patria, donde se han utilizado los fondos públicos-que son los del pueblo argentino- para estafar a los pobres y enriquecer a los delincuentes, bajo la fachada de los derechos humanos.
El grado de corrupción en el que estamos metidos muestra no sólo el desprecio por el hombre sino el desprecio del mismo Dios a espaldas de sus mandamientos.
Escuchamos recién de boca de Jesús que “el que me ama cumplirá mis mandamientos”. Cuando no se ama a Cristo el hombre se degrada llegando a una infamia moral que no tiene límites, ya que se cuenta con frecuencia con la complicidad de quienes han de velar por el bien común.
Ante estos males y tentados de caer en el desaliento bajando los brazos, hemos de perseverar en “dar testimonio de la esperanza que no defrauda”. Estos males nos hacen caer en la cuenta que la única forma de combatirlos y hacerlos desaparecer, es el regresar a nuestra amistad con Cristo, siguiendo su palabra, amando a Dios y al prójimo como él los amó. Esto nos lleva no sólo a cambiar nuestro interior, sino también a la sociedad misma.
Y no temamos que por dar testimonio de honradez seamos perseguidos, ya que como dice San Pedro en la segunda lectura, “aquellos que nos difaman” por ser buenos cristianos “se avergonzarán”. De allí la necesidad de vivir como servidores de Cristo, porque de esta manera el ejemplo del cristiano que vive su fe cada día, que no se embarca en chanchullos, es una bofetada constante para el que busca vivir a espaldas de Dios y de sus hermanos, buscándose a sí mismo.
Queridos hermanos: escuchemos a Cristo resucitado y no dudemos de que nuestra vida pueda ser transformada. Estos signos de corrupción que vemos cada día, inspirados por el demonio, enemigo del hombre, nos deben servir para reflexionar y caer en la cuenta del daño que se realiza cuando Dios y el prójimo son olvidados y, partiendo de esa experiencia, procurar entregar cada día nuestra libertad a Dios para que entrando en diálogo permanente con Él vayamos dando frutos de santidad, confundiendo así a aquellos que sólo buscan hacer el mal, pero teniendo en cuenta que con la gracia de Dios y nuestro ejemplo, pueden convertirse al Único Dios del cielo, escapando de la atracción del dios dinero que atrapa a tantos en nuestros días.
Pidamos que no nos falte nunca la luz de la verdad para conocer el camino y la fortaleza para seguirlo con fidelidad. De ese modo encontraremos ya desde el hoy, la vida verdadera.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VI° domingo de PASCUA. Ciclo “A”. 29 de mayo de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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