12 de agosto de 2011

“En la inestabilidad del mundo, mi alma espera en el Señor y confía en su Palabra”

El profeta Elías ha tenido dificultades serias en el reinado de Ajaz, rey de Israel, a causa de su rechazo al culto de los baales del que era afecto este rey y su esposa Jezabel.
 En efecto, con el objeto de mantener la pureza de la fe en el Dios de la Alianza los combatía duramente. A consecuencia de esto huye de Israel, perseguido por la furia de Jezabel que había decidido eliminarlo. Se trataba de la lucha por reestablecer la verdad religiosa fundada en el Dios de la Alianza o seguir viviendo en la mentira del culto pagano.
Era una vivencia similar a lo que acontece en nuestros días cuando ideologías ateas pretenden imponer entre los cristianos el culto religioso del relativismo, del hedonismo, del placer, del consumismo, mientras desde la fe cristiana buscamos defenderla y volver a proponerla con nuevo vigor.
Elías, en el texto que proclamamos (I Ry. 19,9ª.11-13ª), se dirige al Horeb o antiguo Sinaí -donde Moisés había recibido las tablas de la ley sellando la alianza entre Dios y el pueblo-, para afirmarse en su fe por el encuentro con Dios, y recibir nuevas fuerzas para seguir con la misión que se le ha encomendado. Inquebrantable será la fe de Elías en medio de un pueblo que se ha prostituído dando culto a dioses paganos.
Elías busca una experiencia personal con Yahvé, que le pide salga de la cueva, es decir, de sí mismo, para encontrarse con sencillez con Él.
El viento impetuoso y el terremoto lo atemorizan, no quiere salir de la cueva, y sólo lo hará cuando por la suave brisa sabe que está pasando Dios. Iluminado y fortalecido por la presencia divina podrá seguir con su misión de defensor firme y constante de la fe en el Dios de la Alianza.
En el evangelio (Mt. 14,22-33), si bien es otro el contexto, aparecen elementos similares. La barca que está en medio del lago con peligro de zozobrar, es figura de la Iglesia como institución formada por hombres corrientes. Iglesia enviada por Cristo a este mundo, representado por el mar que cobija la presencia de lo maléfico, que será perseguida, zarandeada permanentemente por quienes quisieran ver su desaparición.
Mientras esto sucede, Jesús aparece como ausente de las preocupaciones de los apóstoles, solo en el monte, -que evoca su vuelta después de la ascensión-, orando a su Padre por cada uno de nosotros, los bautizados de todos los tiempos. Parece ausente en la noche de las persecuciones y de los problemas que nos tocan vivir, pero sin embargo no está ausente.
A la madrugada, con la luz del día, la presencia “luminosa” e iluminante de Jesús, dando sentido a todas las cosas, se hace realidad ante la vista de los discípulos que creen ver un fantasma.
Lo mismo nos pasa a nosotros que en medio de las dificultades como personas y creyentes, heridos por los odios y desprecios a causa de nuestra condición de cristianos, pensamos que el Señor se ha olvidado de nosotros cuando en realidad siempre está cerca nuestro para decirnos “no teman”.
La figura de Pedro caminando sobre las aguas es cada uno de nosotros que camina en y sobre las inseguridades de este mundo, pero no para vivir dudando en el compromiso diario, sino para apoyarnos únicamente en el Señor que nos dice “Ven y camina”.
Muchas veces, como Pedro, dudamos y nos preguntamos, cansados quizás de luchar por el bien, ¿para qué buscar agradar a Dios, para qué luchar en medio de tantas oscuridades? ¿Para qué defender la fe o transmitirla, si ya no interesa a la mayoría de la gente?
Bajando así nuestro compromiso, mirando nuestra pequeñez e impotencias personales comenzamos a hundirnos, y sólo tomado conciencia de que fuimos llamados por el Señor le diremos “sálvame”, para ser levantados por su mano mientras nos dice “¿hombre de poca fe por qué has dudado?”.
No hemos sentido acaso en nuestros oídos la pregunta de Jesús, “hombre de poca fe, mujer de poca fe, ¿por qué dudaste?” ¿Por qué no pusiste tu seguridad en mí, para caminar en la vida, para encontrar la verdadera felicidad? ¿Por qué pensaste que bastaba la seguridad de las cosas que nos ofrece el mundo que muchas veces nos encandila con sus fantasías?
Recuperemos el verdadero sentido de la vida y sepamos que la seguridad está en Cristo resucitado que se nos presenta a cada uno de nosotros.
La clave de este texto evangélico aparece cuando los discípulos postrándose ante Jesús le dirán “verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios”.
En medio de la duda entonces, como Elías, como Pedro, los apóstoles, no huyamos del Señor sino vayamos a su encuentro.
Marchemos al encuentro de Dios como Elías en la cueva del Horeb, orientemos hacia Cristo nuestros pasos como Pedro, sabiendo que después de la tempestad y del terremoto en nuestras vidas se llega al susurro de la presencia divina, a la tranquilidad de las aguas aquietadas por la presencia del Señor.
Como Elías fortalecido por la presencia del Dios de la Alianza, como Pedro afirmado en la presencia del Señor, vayamos al encuentro de un mundo tantas veces hostil para llevarle con la seguridad que nos da la fe, el mensaje de la salvación humana.
Como Elías nos encontraremos con los baales modernos de la incredulidad y del paganismo, como Pedro caminaremos en medio de la noche de las incomprensiones y del viento de la inseguridad, pero sabiendo que el Señor siempre estará con nosotros iluminándonos con su Palabra y fortaleciéndonos con el don de la Eucaristía, para ser en el mundo mensajeros de la verdad convencidos que en la inestabilidad del mundo, nuestra alma espera en el Señor y confía en su Palabra.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XIX durante el año, ciclo A.- 07 de Agosto de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com









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