24 de agosto de 2011

“Afirmados en la divinidad de Cristo llevemos la salvación al mundo”.



Pensemos en Jesús preguntando a la gente de nuestra ciudad con la que se encontraría caminando por sus calles, ¿qué dicen de mí, quién soy yo para el común de los mortales? Se llevaría una sorpresa muy grande por las respuestas.
Para algunos es el “flaco”, el barbudo que nos escucha siempre, un sanador eficaz de nuestras dolencias, aquél que imparte enseñanzas al hombre de hoy pero que ya están fuera del interés de la mayoría y no comprometen demasiado. Piénsese qué ideal de noviazgo, de matrimonio, de familia, o de la sexualidad, rige entre los cristianos para darnos cuenta que las enseñanzas de Jesús ya están en el olvido. Habrá quienes necesitaron de Él en algún momento pero ahora ya creen que se pueden arreglar solos. Para otros la figura de Jesús es la del intruso que pretende inmiscuirse en la vida privada procurando “manejar” los pensamientos y acciones de cada uno y cada día.
Incluso hay quienes que como hacía el rey David ante el arca de la alianza que contenía las dos tablas de la ley, bailan delante de Jesús con ritmo de Antiguo Testamento. Se olvidan que la alabanza del Nuevo Testamento al Cordero de Dios pasa por la entrega total de uno mismo como lo hizo María Santísima.
Ciertamente tendremos que purificar las respuestas que quizás espontáneamente surgen ante la pregunta hecha por el Señor.
Imaginemos que después de esto, Jesús se dirige a cada uno de nosotros que estamos celebrando la eucaristía dominical, considerados sus discípulos, que venimos a misa porque creemos en Él, no porque busquemos participar de un mero espectáculo, sino porque se hace presente por las palabras de la consagración el mismo Hijo de Dios hecho hombre.
Imaginemos que mirándonos cara a cara nos pregunte, ¿para ustedes, quién soy yo? Ojala como Pedro, sepamos contestar “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Respuesta que encierra no sólo una contestación de fe respecto a aquello en que creemos, sino también toda una vida que tiene su fundamento en esta afirmación.
Si estoy convencido que Jesús es el Hijo de Dios vivo, que ha entrado en mi corazón desde pequeño por el sacramento del bautismo, que ha estado presente en los demás sacramentos, y lo está en cada misa que celebramos, ciertamente que esa convicción transforma nuestra existencia dándole sentido pleno.
Como los apóstoles, con esta afirmación queremos entregarnos a Él para que nuestra existencia cambie rotundamente.
¿Creemos que es el Hijo de Dios vivo? ¿Estamos dispuestos a vivir a fondo nuestra condición de bautizados aplicando su palabra, continuando su obra en medio de un mundo que ya no cree -en la práctica- en Jesús?
En estos días Benedicto XVI ha pedido a los jóvenes reunidos en Madrid y a los de todo el mundo que se hagan presentes en el mundo llevando el rico testimonio de su fe en el Hijo de Dios, fundamento y meta de toda evangelización auténtica.
En la medida que confesemos abiertamente la divinidad de Cristo en medio de tanta incredulidad, Jesús nos irá pidiendo un mayor compromiso con el mundo y los hombres a evangelizar, para integrarlos a la Iglesia.
A Pedro le dirá “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. ¿Cuál es la “piedra” sobre la que se edifica la Iglesia? Precisamente la afirmación “Tú eres el Hijo de Dios vivo”, o sea, Cristo mismo. Pedro y el resto de los apóstoles serán las piedras visibles de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios. Piedras que tienen su realidad pétrea no en la humanidad de cada uno de los doce, sino en la divinidad del Hijo de Dios. Comienza así para la Iglesia el compromiso de llevar al mundo la Buena Nueva, hacer comprender al hombre de cada tiempo que la fe en el Hijo de Dios vivo transforma la vida humana toda.
Imaginemos qué pasaría en nuestra Patria si todos los bautizados creyéramos firmemente en que Jesús es el Hijo de Dios vivo y viviéramos consecuentemente con esta profesión de fe. ¡Qué diferente sería la Nación, la sociedad, la familia y la cultura en la que estamos insertos!
De allí la necesidad de seguir afianzándonos en Cristo y caminar al encuentro del Padre, ya que como a Pedro, nos ha manifestado la divinidad de Jesús.
A partir de esa revelación, con la figura de Pedro y sus sucesores, la Iglesia no será vencida por los poderes de la muerte, del maligno, no porque nosotros tomados individualmente o como comunidad podamos vencer fácilmente al espíritu del mal, sino porque la fuerza nos viene del Hijo de Dios vivo.
Si Cristo está con nosotros, quién contra nosotros-nos dice el apóstol Pablo escribiendo a los romanos.
“Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios”, nos dice Pablo en la segunda lectura. O sea, ¿quién entiende que Dios haya querido a través de la fragilidad humana de cada uno de los que formamos la Iglesia seguir transmitiendo la verdad y seguir llamando a todos a formar parte del Nuevo Pueblo de la Alianza.
“¡Qué insondables son sus designios, qué incomprensibles sus caminos!”-sigue diciendo el apóstol- Y ciertamente es así si miramos el que haya puesto un hombre para guiar a su Iglesia.
Y darle además, el poder de atar y desatar los pecados en este mundo y en el venidero, el poder de representar a Cristo en medio de la Iglesia, ser su vicario entre los hombres.
Cada uno de nosotros sabe qué significa entregar las llaves a alguien. Es darle posesión del cargo que incluye la administración de aquello que está resguardado por las mismas.
Signo de poder y de dominio como lo señala la primera lectura del día tomada del profeta Isaías, con el cambio de guardia –podríamos decir- en la figura de un nuevo mayordomo del palacio real.
Este hecho anticipa la presencia futura de Pedro, ya que “pondré sobre sus hombros las llaves de la casa de David” cambiará en “pondré sobre sus hombros las llaves de la Iglesia”, “lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre, nadie lo abrirá”. Y así con la presencia de Pedro y la iluminación de su enseñanza, cada uno tendrá la seguridad y certeza de vivir fundado en el Mesías y poder darlo a conocer a todos los hombres de buena voluntad.
Hermanos, vayamos al encuentro de Jesús haciendo nuestra profesión de fe en que Él es el Hijo de Dios vivo, pidiéndole que nos muestre qué quiere de cada uno de nosotros.
Que afirmados en la divinidad de Cristo podamos tener una presencia esperanzadora en medio de un mundo incrédulo, testimoniando con la seguridad que nos da la fe que con Cristo y por Él somos salvados.
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Textos: Isaías 22, 19-23; Rom. 11, 33-36; Mat. 16, 13-20.-
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXI durante el año, ciclo A.- 21 de Agosto de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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