16 de septiembre de 2011

“Colmados por sus dones, vivamos y muramos en el Señor”


En el Padre Nuestro que rezamos a diario pedimos que se nos perdonen nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. Constituye esta la enseñanza clave de este domingo que nos reclama asumir para con los demás la misma actitud de perdón que Dios tiene con nosotros.
Ya el Antiguo Testamento (Eclo. 27, 30-28,7) recuerda que Dios rechaza el rencor y la ira, siendo este patrimonio del pecador. Va mostrando el texto cómo el hombre vengativo sufre la venganza del Señor que lleva cuenta exacta de sus pecados. Se nos reclama que perdonemos el agravio para poder ser absueltos de nuestros pecados y, se advierte que si mantenemos el enojo contra otro, también Dios lo estará con nosotros.
El texto culmina mostrando que la relación con el prójimo tiene connotaciones escatológicas que miran a la muerte o a la vida futuras, por eso “acuérdate del fin y deja de odiar, piensa en la corrupción y la muerte y sé fiel a los mandamientos”.
Es decir que cuando estamos tentados a odiar o a cometer cualquier otro pecado contra el prójimo, el pensar en el fin, “en la corrupción y la muerte” que no son realidades que pertenecen a un futuro desconocido, si no que se dan en un instante, nos apartará del maligno. Es en el encuentro con Dios después de la muerte el momento en que el hombre es juzgado por sus actitudes para con sus hermanos (Mateo cap. 25).
El tema del perdón muchas veces cae en el olvido en el pensamiento del hombre de nuestros días porque suele dominarnos el espíritu de venganza.
Incluso la búsqueda de la misma justicia puede convertirse en algo negativo, ya que como afirma santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, la justicia sin clemencia se transforma en crueldad, que es lo que muestra el texto del evangelio cuando el pequeño deudor no es perdonado y es arrojado a la cárcel, porque la justicia del hombre, el dar a cada uno lo suyo no guarda relación con la otra justicia, la referida a Dios.
Como está tan baja la consideración de la grandeza de Dios en la actualidad, se sigue también el poco aprecio por el prójimo que ha sido creado a su imagen y semejanza. Jesús refresca nuestra memoria acerca de cómo ha de ser nuestra actitud, y lo hace a través del texto evangélico que proclamamos (Mateo 18,21-35). La ocasión es una pregunta de Pedro acerca de los límites que tiene la obligación de perdonar. Quiere escuchar al Maestro y saber qué piensa ya que las corrientes rabínicas de su tiempo marcaban límites diferentes según el maestro o escuela.
La respuesta de Jesús es totalmente superadora de toda mezquindad, poniendo en vigencia la enseñanza de que hay que perdonar siempre, ya que esta es la actitud permanente del Padre Dios para con nosotros.
Los diez mil talentos que debe el hombre de la parábola constituye una deuda imposible de pagar por lo que el rey ordena sean vendidos todos junto con sus bienes. Nótese que los esclavos se vendían entre 200 y 2000 denarios, según quien fuera, de manera que aún vendiendo a toda la familia era imposible pensar en que la deuda sería cubierta. Por lo tanto, ¿qué quiere destacar el texto bíblico? Que el ser humano delante de Dios es insolvente. Hagamos de bueno lo que hagamos durante toda nuestra vida, nunca saldaremos la deuda contraída con Dios, la cual es de dos clases. Una la de los dones recibidos tan abundantemente: los de la creación, los de la redención y los de la santificación. Todo lo que recibimos y recibiremos de parte de Dios como dones suyos, incluso las situaciones tomadas como negativas por nosotros como el sufrimiento, la enfermedad y las dificultades de la vida que nos hacen crecer como personas.
Pero hay también otra deuda, la contraída por nuestros pecados. Por un solo pecado mortal perdonado es imposible retribuir al Señor.
Cuanto más grande es el conocimiento de Dios, más nos damos cuenta de la diferencia abismal que nos separa de Él y por tanto la imposibilidad de agradecer por el bien recibido de manera satisfactoria.
Por ello, en lugar de pedir un plazo para pagar la deuda que es imposible, nos arrojaremos delante del Señor para decirle “todo es tuyo, te doy mi miseria para que tú la transformes, recíbeme como soy, permíteme servirte de todo corazón el resto de mis días”. Y el Señor nos perdonará y acompañará a lo largo de nuestra vida ayudándonos a prolongar el perdón recibido, perdonando a nuestro prójimo.
Por eso cuando el perdón recibido de Dios no se prolonga en el trato con el prójimo, nos llama, y como a este hombre, nos grita “¡Miserable!”.
Es miserable porque ha pretendido exigir la devolución de la pequeña deuda que con él se tenía, olvidando lo mucho que se le había perdonado precisamente para que tenga idéntica actitud con los demás.
Nunca la deuda que existe para con nosotros es comparable con la que nosotros tenemos con Dios. Nosotros siempre añorando el “chiquitaje” que se nos debe, sin pensar en lo mucho que el Señor nos ha perdonado tan generosamente esperando de nosotros otra actitud. “Tendrías que haber tenido otra actitud con tu hermano como yo la tuve contigo-le dice el Señor”. Y nuevamente aparece la referencia a los últimos acontecimientos de la vida del hombre –su condición escatológica- cuando dice, “indignado el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía”. El “hasta”, es por siempre, ya que la deuda es impagable, significando la condenación eterna, la separación definitiva de Dios.
Y termina diciendo Jesús que “lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes si no perdonan de corazón a sus hermanos”.
Es importante grabar a fuego estas palabras en nuestro corazón al igual que lo que nos dice San Pablo en la segunda lectura (Rom. 14, 7-9) “Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor, porque tanto en la vida como en la muerte pertenecemos al Señor”.
¿Por qué dice esto Pablo? Porque ya está cansado de las divisiones en el seno de la Iglesia, de las “internas” eclesiásticas, de allí que insiste en que somos únicamente del Señor por el sacramento del bautismo.
Quiere enseñar la necesidad de elevarnos siempre por encima de las rivalidades o divisiones eclesiales para sostener solamente nuestra pertenencia a Aquél que nos redimió, viviendo o muriendo sólo para Él.
Y esto ha de aplicarse también al perdón. ¡Cuántas veces durante años abrigamos odios contra alguien!, siendo una las causas más frecuentes el señor dinero, las herencias que se disputan ferozmente los seres humanos. En estas situaciones siempre hay “vivos” entre los herederos, que buscan aprovecharse de los más débiles, y los que menos hicieron en vida por el muerto, son los más exigentes a la hora de la repartija de sus bienes.
Son los “miserables” de los que habla el evangelio porque mostraron sus miserias más profundas cuando debieron haber mostrado su grandeza.
Es conveniente recordar que siempre el odio y la falta de perdón se vuelve contra uno mismo. El que obró mal, ya sabemos que no escapará del juicio de Dios al que deberá dar cuenta de sus actos.
Nosotros, por el contrario, nos debemos ejercitar en el perdón, buscando al mismo tiempo lo que sea justo, dado que la justicia y el perdón no se contradicen. Pero en definitiva tratando de vivir lo que nos inspira Pablo “Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor”.
Aprovechemos este mes dedicado a la Biblia para gustar la lectura y meditación de la Palabra de Dios que colma nuestro espíritu con nuevo vigor para vivir para el Señor de la historia y de cada uno de nosotros.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIV durante el año, ciclo A.- 11 de Septiembre de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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