21 de septiembre de 2011

“Señor toca nuestro corazón para que aceptemos las palabras de tu Hijo”.


Los textos bíblicos de este domingo nos dejan muchas verdades para meditar y enriquecer nuestra vida interior permitiéndonos avanzar por el camino que conduce al Padre de las misericordias.
 Por eso cantábamos recién en la antífona del aleluya “Señor toca nuestro corazón para que aceptemos las palabras de tu Hijo”.
El evangelio del día (Mt. 19, 30-20,16) es muy rico en enseñanzas remarcando la abundancia de los dones del Señor, de un Dios que se entrega a sí mismo, que no se cansa de brindar sus bienes a la humanidad desde los orígenes mismos y a pesar de la falta de respuesta.
Ante la grandeza de Dios descrita en el texto, aparece en cambio el contraste enorme con nosotros que heridos por el pecado, mostramos también nuestra inclinación hacia la mezquindad cuando reclamamos justicia estricta olvidando que Dios puede disponer de sus bienes como le parece sin verse atado a exigencia humana alguna. Disposición gratuita que se advierte aún cuando el ser humano derrochando los bienes del Señor, como el hijo pródigo, sigue siendo bendecido por la bondad de Dios. Esto nos deja una enseñanza hermosa que supera nuestros cálculos ya que siempre va más allá de la medida considerada justa por el hombre.
De allí que sea importante la afirmación del texto de Isaías (Is. 55,6-9) cuando dice “Como el cielo se alza por encima de la tierra así sucede con los caminos y los pensamientos de Dios”. Los caminos y pensamientos del hombre rastrean siempre por la superficie, mientras que los caminos y pensamientos de Dios invitan siempre a lo alto. Dios viene a nosotros, “busquen al Señor”, dice Isaías, ese Dios que se deja encontrar, que se hace el encontradizo con el hombre, convocado así, a la conversión.
Isaías dirá al respecto “que el malvado abandone su camino, el hombre perverso sus pensamientos, que vuelva al Señor y Él le tendrá compasión”, ya que Dios –y quien ha entrado en su intimidad sabe lo que esto significa- es generoso en perdonar.
Por eso no debe admirar que San Pablo (Fil. 1, 20b-26) exclame “para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”, porque quien fue perseguidor de cristianos, lejos de Dios, se dejó atrapar por su amor, tocado en su corazón se convirtió totalmente a Él y fue llamado a trabajar en su viña.
En el evangelio se nos dice que cinco veces salió el Señor a buscar operarios para su viña, a la mañana temprano, a media mañana, al mediodía, a media tarde y al caer el día, para indicar que ese Dios que se hace el encontradizo acude a la vida de cada uno en diversos momentos. Algunos son convocados a la primera hora y aceptan gustosos, otros se muestran remisos y el Señor los busca en otros momentos de sus vidas.
El Señor quiere seguir entregando sus dones pese a la resistencia humana. Se dirige a las plazas, se encuentra con personas sentadas en los bancos, fumando, tomando alguna birra, hablando zonceras y las interpela “¿por qué no vienen a trabajar a la viña?” Y éste, ¿de qué está hablando?, seguramente se preguntan los desocupados. “Vayan a mi viña, no pierdan el tiempo de su vida en aquello que no vale nada, ya que el verdadero artesano de sus vidas, Dios, quiere modelarlos y transformarlos”-responde.
Ese Señor de la viña se encontrará con frecuencia con quien protesta por algo, “Señor estamos trabajando en la parroquia, o en la Iglesia desde el comienzo y, ¿nos quieres arreglar con un denario al igual que a muchos pecadores que llegaron a tu viña al final o después de haberse cansado de pecar?” “¿Por qué tomas a mal que sea bueno”-nos responde con ternura.
Estamos tan anclados a tú me das, yo te doy, que no concebimos que Dios sea generoso con todos, pese a las muestras visibles de su prodigalidad.
El llamado buen ladrón, por ejemplo, entró a la viña del cielo con sólo pedirlo instantes antes de su muerte diciendo “Acuérdate de mi Señor cuando estés en tu Reino”, respondiéndole Jesús “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Este hombre no trabajó ni siquiera una hora en la viña, apenas unos minutos para comprender por dónde transcurría la salvación y lo que se estaba perdiendo por no acercarse al Salvador. Cristo vio en este hombre su arrepentimiento, el dolor de alguien que llega a la certeza de haber perdido el tiempo durante toda la vida, que creía que la felicidad pasaba por lo que hacía cuando en realidad se ahogaba cada vez más en el vacío de su corazón, siempre corriendo tras alegrías efímeras, sin haber entendido lo que Pablo conoció “para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”.
El cristiano que ha comenzado a trabajar en la viña de Jesús ha de saber que la vida es Cristo. Ante las dudas que se nos plantean si vale la pena sacrificarse por el reino o luchar por la conversión de los demás, o ante el demonio que nos estimula con falsas alegrías a dejar a Cristo, nosotros debemos responder con claridad “mi vida es Cristo”.
Pablo lo había entendido de tal manera que dirá “me siento urgido de ambas partes, deseo irme para estar con Cristo porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo.
Ojala pudiéramos decir esto, quedarnos en este cuerpo, -y Pablo lo dice desde la cárcel-, para poder llevar a Jesús a los demás, mostrar al mundo la alegría que significa el encuentro con el Señor de la Vida.
En nuestros días, los trabajadores de la última hora, son aquellos que están lejos de Dios y de la verdad que nos hace libres, persiguen a la Iglesia, se burlan de todo lo que es santo, pero por quienes también murió Cristo.
En la vida de Jesús, los fariseos como miembros del pueblo elegido se sienten llamados desde la primera hora, y le reprochan su predilección por convocar a pecadores y publicanos, como Zaqueo, Mateo y tantos otros. Cristo, de ese modo, rompe el esquema salvífico que tenían los judíos y que también podemos tener nosotros, de creernos los mejores o privilegiados.
Aquellos por quienes nosotros a veces pensamos que tienen que desaparecer para que cesen sus maldades, son también posibles receptores de la misericordia de Dios si abren su corazón a la salvación que se les ofrece abundantemente por medio de la conversión sincera de sus vidas.
El don divino se prodiga siempre pero necesita de la correspondiente respuesta humana que se oriente a la realización del bien.
Mientras tanto, nosotros mismos somos enviados como Pablo a llevar el evangelio, a convocar al seguimiento de Cristo, a insistir en la verdad que muchas veces hemos recibido aunque esta sea rechazada.
Pidámosle al Padre que nos enseñe con su palabra, que nos nutra con su gracia, para que podamos así transformados, gritar al mundo al que somos enviados “para mi la vida es Cristo”.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXV durante el año, ciclo A.- 18 de Septiembre de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com








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