El contexto histórico de la primera lectura (Jer. 20, 7-9) de este domingo se ubica a fines del siglo VII, principios del siglo VI antes de Cristo cuando el profeta Jeremías es enviado como profeta al reino de Judá, al cual verá derrumbarse con todas sus instituciones políticas y religiosas junto con la destrucción del templo.
Su misión será predicar al pueblo la conversión, el retornar por el camino de la fidelidad, al Dios de la alianza. Interpela así al pueblo que continuamente se aleja de su Dios para transitar por los caminos de sus propios criterios y valoraciones. Sin embargo, Jeremías sufre en carne propia la aversión de la gente: “Soy motivo de risa todo el día, cada vez que hablo es para gritar violencia, devastación”. A pesar que la caída de Judá es inminente, la gente no se preocupa, persiste en una actitud indolente, está entretenida con un pasar más o menos bueno. Por lo tanto, ¿para qué escuchar la voz de Dios, si en definitiva igual se puede vivir sin Él?
Si fuera en nuestros días, diríamos que hay fútbol para todos, planes sociales en abundancia, la farándula televisiva que entretiene, los varones que pueden ser mamás, matrimonios de todo tipo según los gustos, el culto al “disfrute” permanente, la obstinada negación del sufrimiento, del dolor, el endiosamiento de los derechos verdaderos o inventados con el olvido de los deberes inherentes a la existencia humana.
La presencia de Jeremías, o en nuestro tiempo, la de la Iglesia y sus prédicas, espantan a cualquiera, aparecemos como aguafiestas, a no ser que adecuemos el mensaje del evangelio a lo que piensa el mundo de hoy.
El profeta predica la conversión precisamente para que los judíos puedan encontrar el consuelo de Dios y no se vean sometidos a las consecuencias de su infidelidad. En su interior, este hombre está harto de predicar y anunciar “calamidades” en medio del rechazo de todos; de allí que sienta con agobio que “la palabra del Señor es oprobio y afrenta para mí todo el día”.
Se siente tentado a renunciar a su vocación de profeta, como les pasa a la Iglesia y a los predicadores del evangelio a lo largo de la historia ante la indiferencia de muchos creyentes. ¿Para qué predicar en el desierto? Resulta ser la pregunta común a todos los tiempos y personas. Pero Jeremías sintiendo el ardor del amor de Dios en su corazón exclamará “Tú me has seducido Señor, y yo me dejé seducir”. La experiencia del amor y de la elección de Dios, supera así toda tentación de bajar los brazos y, el profeta dará testimonio con su propia vida del amor al Dios de la Alianza, mientras Judá es llevado al destierro por Nabucodonosor de Babilonia.
La figura del profeta constituye un anticipo de lo que padecerá Cristo llegada la plenitud de los tiempos cuando sea despreciado y crucificado, y es también la suerte que le toca a toda persona que quiera ser fiel al evangelio. De hecho en nuestros días son muchos los cristianos perseguidos y asesinados a causa de su fe. También a nosotros nos llegarán días en que la persecución será visible por medio de desprecios, descalificación y hasta exclusión de muchos lugares de la sociedad. Es decir, Cristo será perseguido en sus seguidores.
En el Nuevo Testamento (Mt. 16, 21-27) nos encontramos con Jesús, que viene a aguarnos la fiesta. En nuestros días no se le ocurre otra cosa que hacer el primer anuncio de lo que sucederá con Él. Señala que irá a Jerusalén, que sufrirá mucho, será condenado a muerte y luego resucitará.
¿Y cuál es la reacción de los apóstoles? Pedro tomando la palabra en su carácter de primero entre pares, movido por el espíritu mundano, exclamará convencido “Dios no lo permita, eso no sucederá”. Ciertamente el corazón cambiante de Pedro nos sorprende, porque todavía está fresca en nuestra memoria la profesión de fe que, inspirado por el Padre, hiciera sobre Jesús diciendo: “Tú eres el Hijo de Dios Vivo”.
En esta oportunidad en cambio es el espíritu del mundo, Satanás, quien le inspira este cambio de conducta a lo que Jesús responde “Apártate de mí Satanás”, evocando la tentación del desierto cuando el demonio le dijera “Si eres el Hijo de Dios, tírate….que los ángeles te tomarán en sus manos”.
“Tus pensamientos –continúa Jesús- no son los de Dios sino los de los hombres”, y agrega “El que quiera seguirme que renuncie a sí mismo que cargue con su cruz y me siga”. ¿Qué quiere dejar con estas enseñanzas?
Está invitando a vencer en nosotros todo lo que haya de enfermedad espiritual, todo lo que signifique alejamiento del Señor, el poner el acento de nuestras vidas en nosotros mismos, en nuestros propios intereses, gustos y criterios, para abrirnos a la verdad que proviene del Evangelio, dar nuestra vida a Jesús, a una lucha sin cuartel contra todo lo que no sea el Señor.
El apóstol Pablo nos dice hoy “no tomen como modelo a este mundo”. Pues bien, el renunciar del que nos habla Jesús implica no tomar como modelo este mundo. Sigue el apóstol diciendo “transfórmense interiormente renovando vuestra mentalidad”.
¿Cuál es el proceso que se está dando en estos tiempos? La pretensión de quienes piden –incluso entre los católicos- que la Iglesia y el evangelio mismo cambie conforme a la mentalidad del mundo.
Sucede en nuestras reuniones de amigos o familiares que ante problemas concretos de nuestras vidas o hablando de estilos de vida que se van imponiendo en la sociedad, pensamos livianamente que la Iglesia debe cambiar, adaptarse al pensamiento de nuestra cultura disolvente cayendo en un relativismo total.
No son pocos los que piensan que en los grandes temas como la vida, el matrimonio, el noviazgo, la familia, los negocios, la política etc., la Iglesia y el evangelio por ella predicado, deben acomodarse a los criterios y vivencias del mundo de hoy.
¿Que responde Pablo? “no tomen como modelo este mundo” (Romanos 12, 1-2). Y lo dice no por ser aguafiestas, sino porque sabe que del mundo sólo puede provenir lo pasajero, lo que cambia con el vaivén de las modas, y ceñirse a sus dictados sólo concluye con la destrucción del hombre.
En efecto, percibimos en la sociedad actual lo que sucede con frecuencia; el leitmotiv que preocupa a todos es el disfrutar permanente de todo y en todo, la huida del dolor, de la dificultad. Sin embargo, jamás el ser humano se ha visto tan triste y solo como ahora, vacío su corazón. El mismo Jesús recuerda que “¿de qué le valdrá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”, o sea, ¿qué vale tenerlo todo si falta la presencia de Jesús en lo cotidiano?
Se hace necesario, pues, ir a las fuentes, al evangelio, sin dejarnos seducir por quienes pretenden que sea Cristo quien cambie su prédica y exigencia.
Escuchemos el mensaje de Pablo que nos exhorta a ofrecernos como víctimas vivas, agradables a Dios, y cambiando de mentalidad “podamos discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que es agradable, lo perfecto.
Preguntémonos cada día cuál es la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, y pidamos la fuerza necesaria para llevarla a cabo. No tengamos miedo por los peligros que nos acechan, confiemos como Jeremías en la protección de Dios, cuya presencia segura le hacía exclamar “Tú Señor me has seducido y yo me deje seducir”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXII durante el año, ciclo A.- 28 de Agosto de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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