14 de octubre de 2011

“Fieles al Señor, caminemos a la montaña Santa de los elegidos"

En nuestra vida cotidiana todos tenemos experiencia de lo que significa una fiesta. El encuentro entre los amigos, los seres queridos, para celebrar algún acontecimiento considerado importante.
El filósofo José Pieper en su libro “una teoría de la fiesta” manifiesta que el carácter festivo pone en evidencia la alegría del corazón y ésta a su vez manifiesta el amor que existe en el interior de las personas. Es decir que cuando se ama de corazón, el hombre busca festejar, alegrarse, dar a conocer lo que hay en lo más profundo de sí mismo.
Expresamos la alegría con una comida abundante y una bebida añejada, afirmando además, con nuestro existir, la continua victoria de la vida sobre la muerte. De hecho, hay naciones cuyos pobladores después de sepultar a un difunto sirven una comida, no sólo para atender a quienes han venido de lejos a rendir homenaje al difunto, sino también como una afirmación de la vida sobre la muerte, disipando así las sombras de la muerte que acechan al hombre a lo largo de su existencia.
Dios que sabe perfectamente lo que hay en nuestro corazón, cuando nos habla, no parte de la ficción, sino de la misma vida del hombre. Por eso el profeta Isaías (25, 6-10) en la primera lectura proclamada, utiliza la imagen del banquete, de la comida y bebida abundantes, para referirse al encuentro definitivo con Dios.
“En la santa montaña se reunirán todos los pueblos –dice el profeta- convocados para este banquete y quedará afuera el paño tendido sobre todas las naciones, el velo que cubre los pueblos e impide conocer la verdad en profundidad. En ese banquete el Señor enjugará las lágrimas y borrará sobre la tierra el oprobio de su pueblo. Por medio de la alegría de la fiesta, de la comida, la Sagrada Escritura expresa lo que significa el encuentro con Dios.
Es cierto que la imagen de la fiesta puede ser contradictoria si se vive en la superficialidad de creer que la vida es una fiesta continua transformándose este estilo de vida en una evasión de la realidad, de las responsabilidades que cada uno tiene en su existir. Tal idea por cierto está muy lejos del pensamiento de la Biblia ya que siempre el carácter festivo mostrará el encuentro con Dios.
El texto del evangelio (Mt. 22, 1-14) continúa con esta idea tan profunda y mantendrá un esquema muy parecido a lo que habíamos reflexionado el domingo pasado y es que ante la negativa del pueblo de Israel por responder a su Dios, serán llamados otros que no provienen del judaísmo.
Jesús utiliza esta parábola en la que un rey- el Padre del cielo- celebra las bodas de su hijo – el Hijo de Dios que se desposa con la humanidad cuando asume la naturaleza humana en el seno de María Santísima.
El encuentro de Cristo con el hombre, por lo tanto, es un desposorio digno de ser celebrado, de ser festejado. Este rey, este Padre del Cielo, invita para las bodas al pueblo elegido y lo hace a través del envío de sus servidores los profetas. Los invitados, una y otra vez, a pesar de la convocatoria no tienen interés, se niegan a asistir a la boda, no tienen tiempo para participar de esto que se les ofrece y lo que es peor aún, llegan a matar a los enviados.
Nos dice el texto que el rey se indignó y envió a sus tropas para que terminaran con esos homicidas. Estas tropas fueron los ejércitos enemigos que muchas veces asolaron a Israel, por permisión divina, y en retribución a sus continuas infidelidades y, la ciudad incendiada, evoca la caída de Jerusalén en el año 70, bajo las tropas del general Tito.
A partir de este momento, habiendo cesado el pacto de la antigua alianza, comienza la llamada de los nuevos pueblos. Por eso el rey envía a sus servidores a los cruces de los caminos para convocar a todos los que encuentren para participar a las bodas del hijo. Son los apóstoles que comienzan a llevar el mensaje de salvación al mundo conocido entonces.
La Iglesia nacida del costado abierto de Cristo en la Cruz, afirmada el día de Pentecostés, comienza ahora a realizar su misión de ir a los cruces de los caminos para invitar a todos al banquete nupcial, sin distinción de personas.
Mientras tanto, la sala nupcial, la Iglesia, se llenó de convidados, buenos y malos. Se trata de todos los que han respondido, manifestando la universalidad de la Iglesia, sintiéndose convocados al banquete.
Es una concreción del anuncio de Isaías convocando a todos los pueblos para constituir un único pueblo conducido por el buen Pastor como lo cantamos en el salmo responsorial.
En este banquete nupcial sin embargo acontece algo peculiar. El rey al entrar en la sala se encuentra con alguien que está sin el traje de fiesta. Era frecuente que el anfitrión proveyera del traje de fiesta a los invitados. Si éste no lo tenía, era señal que lo había despreciado, de allí que el rey mismo lo rechaza. Es el mismo traje nupcial que recibimos el día de nuestro bautismo signo de nuestra inocencia bautismal. Vestidura nupcial que implica revestirse como hombre nuevo por el misterio pascual del Señor que nos ha redimido.
Estar con el traje de fiesta es querer vivir a fondo este encuentro personal con Cristo nuestro Señor, es la vida de la gracia, siendo el pecado, la lejanía de Dios, lo que nos deja sin el vestido nupcial.
El mensaje que nos deja la Palabra de Dios es que si bien queda firme la invitación para participar de este banquete, de este encuentro con el Señor en la montaña santa, es necesario que el ser humano responda, que reciba el traje de fiesta en el bautismo pero que se mantenga en ese carácter festivo, es decir, en la fidelidad al Señor que lo ha salvado y lo convoca a formar parte del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia.
El evangelio continúa afirmando que muchos son los llamados pero pocos los escogidos señalando así que si bien el llamado es universal la elección no lo es, porque también no todos responden al Dios de las misericordias.
Queridos hermanos estamos llamados a esta vida nueva que ofrece Jesús, mantengamos el traje nupcial recibido con nuestra fidelidad diaria a los compromisos bautismales contraídos. Busquemos siempre agradar a Dios dando testimonio de lo recibido, decididos a mantener a lo largo de nuestra vida la intimidad con Jesús, para que al fin de los tiempos podamos encontrarnos en la gloria que nos ofrece el Padre.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXVIII durante el año, ciclo A.- 09 de octubre de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com








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