Como todos los años, en los últimos domingos previos al tiempo de Adviento, con el que comienza un nuevo año litúrgico, se nos ilustra acerca de los últimos acontecimientos de la vida humana, lo que la teología denomina escatología.
El texto evangélico (Mt. 25, 1-13) de hoy se refiere a la segunda venida del Señor. El domingo próximo con la parábola de los talentos se nos pide cuenta sobre si hemos fructificado en obras buenas o no, y en la solemnidad de Cristo Rey se presenta Jesús como juez en el juicio final al que seremos sometidos develándose nuestro compromiso o no con el verdadero amor a Dios y al prójimo.
En el texto de hoy, Jesús toma como referencia para enseñarnos, el rito nupcial que se realizaba en su tiempo. Los esponsales se desarrollaban durante la noche y consistían en que el novio -llamado el esposo- se dirige a la casa de los padres de la novia para conducir a ésta a la suya propia, acompañados por un cortejo alegre de jóvenes amigas de la novia que iluminaban las calles con antorchas y luces, disipando así la nocturnidad propia de la soledad, dando paso a la luminosidad de la comunión propia del matrimonio. El banquete nupcial –anticipo del celestial- corona este rito en un clima de profundo gozo, propio de los que festejan la comunión de un varón y una mujer que comienzan una vida nueva.
A través de esta parábola Jesús nos introduce en un hecho totalmente nuevo, el desposorio místico con Él mismo que es el esposo que viene al encuentro de su esposa, la Iglesia, constituida por todos los bautizados.
En la Iglesia, representados por las jóvenes prudentes, son muchos los que esperan la venida cierta del Señor, que conocen será de improviso, “ya que no se conoce ni el día ni la hora”. En esta vigilante espera se iluminan con perseverancia con la luz de la fe, alimentada por el aceite de la caridad, de las buenas obras. Se preparan a su vez con frascos adicionales de aceite, “por si el Señor tarda en llegar”.
Las jóvenes necias representan a todos los que no esperan a su Señor, o en todo caso piensan que por haber recibido la luz de la fe en el bautismo, serán alertados antes de su venida, a pesar que la falta del aceite de reserva, señala la ausencia de una vida profunda de caridad para con Dios y sus hermanos. Llevan aceite para vivir el momento, pero no se aprovisionan para permanecer fieles durante el largo período en el que han de vigilar. Recién con la venida cercana del esposo –que es segura, aunque incierta la hora- caen en la cuenta de lo que antes no han vivido.
Así como no se conoce el momento de la llegada del esposo que busca a su novia, de la misma manera se ignora el cuándo y el cómo del encuentro con el Señor, aunque si se lo espera vigilantemente no tomará de sorpresa.
La consigna es estar preparados, en vigilante espera, perseverando en la fidelidad, expresada por la luz de la lámpara de la fe que permanece y acrecienta a pesar de las dificultades y de que muchas veces pareciera que el Señor no vendrá. La fe estará viva cuando es alimentada por el aceite de las buenas obras, aún en medio de la noche oscura de nuestra vida, y se cuente con el aceite de reserva que señala la perseverancia de la caridad.
Las jóvenes necias saben que el esposo vendrá en hora incierta, pero no toman la vida más que despreocupadamente, ya que seguras de sí mismas piensan que el esposo no les “ganará de mano” con su retorno, que tendrán tiempo de aprovisionarse de lo necesario para ser agradables al esposo. Se parecen a aquél servidor infiel que pensando que su amo no llegará pronto, se dedicó a satisfacerse siendo sorprendido en su infidelidad.
Todos nosotros conocemos cuán imprevista es la venida del Señor. Un accidente que siega toda una perspectiva de vida, una enfermedad sorpresiva que derriba proyectos humanos son hechos de la vida cotidiana. Por eso el que vive de la fe alimentada por las buenas obras no está pensando en la venida del Señor con angustia o miedo, sino con el deseo intenso de encontrarse esperándolo siempre.
Cuando esperamos la llegada de algún pariente muy querido que no vemos desde hace tiempo, aunque no sabemos el día y la hora, sin embargo todo nuestro espíritu está pendiente del momento del encuentro prometido. El amor a esa persona nos mantiene en vigilante espera, disponiéndolo todo de la mejor manera para recibirlo dignamente. Si el amor no es profundo diremos “cuando llegue lo atenderé, ¿para qué me voy a preocupar tanto de antemano?” Lo mismo sucede en relación a la espera de Jesús. Si amamos el encontrarnos con Él, nuestra espera será confiada, vigilante, plena de buenas obras que alimentan la fe recibida en el bautismo. Las obras buenas han de ser realizadas aunque pareciera que nada podremos cambiar en este mundo, ya que manifiestan nuestro deseo de perfeccionarnos siempre.
El Señor viene especialmente para encontrarse con los sabios. Lo señala la primera lectura (Sab. 6, 12-16) proclamada cuando dice que “meditar en la sabiduría es meditar en la perfección de la prudencia”.
Las jóvenes que meditaban en la sabiduría se habían transformado en prudentes. ¿Y qué es la sabiduría? Para el antiguo testamento equivalía a vivir la vida con “sabor”, pero no como lo entiende el mundo que equipara el saborear la vida con darse todos los gustos satisfaciendo los sentidos, sino que saborea la vida quien sabe distinguir entre lo accesorio y lo principal, entre lo eterno y lo temporal, entre lo importante y lo que no lo es, y por lo tanto elige lo que perfecciona su existencia encaminándola al encuentro con el Señor de todos, que ya comienza a ser anunciado con el término de sabiduría, porque lo es del Padre .
De allí que “la sabiduría busca por todas partes a los que son dignos de ella”, es decir, Cristo busca a quienes son dignos de Él, como las jóvenes prudentes y aquellas personas que no se dejan engañar con las apariencias del mundo y permanecen en la vigilante espera de quien está en su corazón.
Ante la muerte, estas personas también viven en la espera vigilante de su Señor, como lo afirma san Pablo en la liturgia de hoy (1 Tes.4, 13-18): “no queremos hermanos que vivan en la ignorancia acerca de los que han muerto para que no estén tristes como los otros que no tienen esperanza”. Las jóvenes necias y quienes a ellas se equiparan, viven tristes ante la perspectiva de la muerte, ante un futuro incierto al que no se han preparado.
Queridos hermanos la vida del cristiano ha de orientarse siempre hacia su Señor, esperado en confiada vigilancia sin distraernos en tantas cosas que no colman nuestro corazón.
¡Cuántas veces los detalles nos apartan de Dios! Aquí mismo en la Iglesia, estamos expectantes por el sonido del celular, y salimos corriendo a hablar, dejando plantado al Señor en medio de la consagración, por ejemplo, y cuando volvemos, como las necias, nos encontramos con que el Señor ya entró a la sala nupcial y nosotros quedamos fuera.
Estos y otros, son detalles que dejan al descubierto que nuestro interior vive desenfocado de lo realmente importante.
Hermanos: perseveremos en la fe recibida y alimentada por las obras buenas de la caridad. Hagamos provisión de “aceite” en las pequeñas acciones, como por ejemplo llegando puntuales a la misa para disponer el corazón a la escucha y adoración del Señor que viene.
Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXXII “per annum”, ciclo “A”. 06 de Noviembre de 2011.
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