5 de noviembre de 2011

“Siguiendo al único Maestro, transmitamos fielmente sus enseñanzas”

El seguimiento del Señor nos asegura vivir siempre en la verdad, con coherencia, respecto a nuestro ser cristiano y el actuar de cada día.
En las lecturas de hoy, especialmente la primera tomada del profeta Malaquías y el evangelio de Jesucristo según san Mateo, nos dejan enseñanzas muy claras acerca de cómo ha de ser la vida y conducta de quienes guiamos y conducimos las comunidades por el camino de la fe.
Y así el profeta Malaquías (1, 14b-2,2b.8-10) les dirá a los sacerdotes del pueblo elegido –siglo V° a.C.- que Dios está molesto con ellos. “Yo enviaré sobre ustedes la maldición” porque “se han desviado del camino, han hecho tropezar a muchos con su doctrina, han pervertido la alianza con Levi -dice el Señor de los Ejércitos”. Se refería a que los sacerdotes no enseñaban la verdad en toda su plenitud. Esta advertencia que viene del Antiguo testamento también es lícito aplicarla en nuestros días, ya que la Palabra de Dios tiene validez para iluminar todos los tiempos históricos dado su carácter trascendente y origen divino. De modo que se nos dice también a nosotros que hemos sido puesto al frente de las comunidades de bautizados, que hemos de transmitir la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad.
En el evangelio (Mt. 23, 1-12) Jesús dice de los escribas y fariseos que se habían apoderado de la cátedra de Moisés y su enseñanza estaba muy lejos de lo que Dios quería transmitir a su pueblo.
También en el presente se repite una situación similar con mucha frecuencia, de manera que ustedes los feligreses se sienten perturbados y confundidos porque escuchan mensajes distintos de nosotros los sacerdotes, ya que no se transmite la enseñanza de Jesús y de la Iglesia en toda su pureza e integridad como si la verdad no fuera una sola.
Los sacerdotes tenemos la tentación y, con frecuencia caemos en ella, de transmitir nuestras verdades y opiniones, de aguar la verdad evangélica según nuestro sentir, siendo infieles al momento de transmitir la verdad.
Un ejemplo clarísimo y que recordarán ustedes, lo tuvimos cuando el año pasado con ocasión de la aprobación del llamado matrimonio homosexual, ciertos sacerdotes se despacharon apoyando lo que es contrario a la naturaleza haciendo caso omiso a los dictados de una recta razón y a la enseñanza del evangelio.
¡Cuántos ordenados hay que aprueban lo deshonesto, por ejemplo en el noviazgo o en el matrimonio, esgrimiendo como criterio que si no se hace eso se “espanta a la juventud”, en lugar de valorar a la persona convocándola a la virtud y al seguimiento de Cristo!
O se minimiza lo relacionado a la génesis de la vida, al comportamiento en el mundo de la economía, o contribuimos a una formación minimalista logrando un laicado aguado y acomodaticio con la cultura vigente.
Si escasean las vocaciones al martirio, por lo menos a través del ejemplo, es porque quienes guiamos a las comunidades no estamos ubicados en lo que el momento actual reclama de un verdadero pastor, cumpliéndose aquello que anuncia el profeta Zacarías (13, 8) y que recuerda Jesús antes del Getsemaní (Mt. 26,31) “Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas”.
Si como sacerdotes no transmitimos fielmente la enseñanza del Señor y de la Iglesia, traicionamos la misión para la que fuimos llamados.
De allí que Jesús advierta en el texto que hemos proclamado: “Ustedes –refiriéndose a los discípulos- no se hagan llamar maestro”, y esto porque el único Maestro es Jesucristo Nuestro Señor. El sacerdote que conduce una comunidad habla y enseña en nombre del Señor. No es él el Maestro sino sólo un servidor suyo, sin que deba apropiarse de la Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia como si fuera el verdadero intérprete de las mismas, y mucho menos enseñar lo que la gente quiere oír, ya que como dice el apóstol no hemos de buscar “agradar a los hombres sino sólo a Dios que escudriña los corazones”.
No caer tampoco en vivir de las apariencias buscando obrar para “que nos vean los demás”, o para ser centro de las comunidades, ya que el Señor es quien ha de atraer siempre a todos por ser quien nos ha redimido y encauzado en la senda que nos lleva al Padre. Puede caer el sacerdote, también, en la tentación de vanagloriarse en medio de los aplausos, sin advertir que si muchas veces nos aplauden es porque no molestamos a nadie, o porque sólo decimos lo que le agrada al común de los mortales.
Pero también en los feligreses debe primar la fidelidad a la Palabra de Dios y a la enseñanza de la Iglesia, buscando la verdad, discerniendo cuando nos enseñan, entre lo que halaga nuestro oído y la verdad, que no siempre coinciden, huyendo de todo lo que no provenga de Cristo. No cedamos a la tentación que nos tiende la actual forma de vivir del mundo que con frecuencia no coincide con el Evangelio. No repitamos en palabras y actitudes lo que proclaman los incrédulos cuando pretenden que el evangelio y la enseñanza de la Iglesia canonicen el relativismo de la verdad y de la moral que impera en nuestros días.
Se le pide a la Iglesia hoy que sea fiel al mundo y al espíritu mundano, aceptando por lo tanto lo que la sociedad tiene por bueno aunque en realidad sea desviado o perverso. La primera fidelidad es con el Señor y su Iglesia que no deben nunca ser traicionados con actitudes que proceden de la mentira y su fautor permanente, el demonio.
Como creyentes tenemos que comprender y aceptar que la Iglesia no ha de navegar según el capricho de la gente y de las modas que imponen los que digitan las voluntades humanas de diversas formas, sino que precisamente su seriedad en transmitir siempre la verdad nos asegura un fundamento firme, no vacilante y disgregante de la persona y de la sociedad.
Tanto Malaquías como el texto del evangelio de hoy van señalando cómo la fidelidad a Dios se traduce en fidelidad y crecimiento de los cristianos. De allí que la fidelidad del sacerdote lleva también a la fidelidad de los fieles que buscan esta verdad que se les manifiesta.
Malaquías es muy concreto cuando dicen que “ustedes se han apartado de Dios, y con sus costumbres han alejado a otros de Dios”. Y esto es algo que marca también el texto del evangelio donde se nos indica sobre la necesidad de la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos.
Cuántas veces los feligreses dicen “si el sacerdote hace esto, ¿por qué no lo puedo hacer yo también? Lo cual está mal dicho, ya que si el sacerdote no sigue la voluntad de Dios recemos por él para que se convierta, pero no nos hundamos nosotros con él. No hemos de imitar lo que nos aleja de Dios sea quien sea el modelo ante nosotros, sino busquemos siempre agradar a nuestro Dios, siguiendo los buenos ejemplos.
La incoherencia está marcada con frecuencia en la mundanización a la que el consagrado se siente tentado, es decir, a tomar como normal aquello que si bien no es totalmente malo no es conveniente para el consagrado que siempre ha ser como un faro que ilumina las vidas de los demás. No buscar amoldarnos al mundo, como enseña la Palabra de Dios, sino ser como la levadura que transforma ese mundo en el que está ausente Dios.
San Pablo (1 Tes. 1,5b, 2, 7-9.13) señala hoy que forma parte de su ministerio de apóstol el enseñar la Palabra y llevar la misericordia de Dios a todos, no siendo uno más por lo tanto, sino alguien que transmite a los otros lo que le es propio.
A la luz de todo esto pidamos al Señor que seamos todos fieles a nuestra misión buscándolo sólo a Él y transmitiéndolo a Él como el que es siempre nuestra verdadera razón de ser y obrar mientras caminamos al encuentro del Padre.

Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXXI “per annum”, ciclo “A”. 30 de Octubre de 2011.






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