En la primera oración de esta misa pedíamos a Dios que ya que le agrada habitar en los corazones rectos y puros, podamos vivir en este mundo de tal manera que lleguemos a ser digna morada suya.
Esta súplica está relacionada con la enseñanza sobre la liberación del pecado que se advierte en la curación del leproso. El Antiguo Testamento (Lev. 13, 1-2.45-46) describe la tragedia que implicaba estar enfermo de lepra. Excomulgado –fuera de la comunidad-, se presumía del enfermo que su pecado había sido grave. El texto indica que el enfermo ha de ir con las vestiduras desgarradas, el pelo suelto y gritando ¡impuro! para que nadie se le acerque. Las prescripciones apuntaban a la pureza legal teniendo en cuenta que al ser santo Dios, también debía serlo su pueblo y por lo tanto debía ser alejado del culto todo lo impuro.
La pureza legal miraba a lo exterior, de manera que se daba la posibilidad de los “sepulcros blanqueados” como llama Cristo a aquellos que por fuera están limpios y por dentro llenos de podredumbre. Por el contrario, a menudo, detrás de una presencia desagradable, enferma o sucia se encuentra un corazón recto y entregado a Dios.
La ley del Antiguo Testamento miraba en definitiva a lo exterior, para señalar lo impuro y, sin posibilidades de sanar el interior de nadie. De allí que nadie se acercaba al leproso porque nada se podía hacer por su salud, esperando la muerte o la curación.
En el Evangelio (Mc. 1, 40-45) vemos una actitud diferente hacia el leproso por parte de Jesús. También en su tiempo no estaba permitido tocar al leproso, pero Él es Dios y manifiesta así su misericordia infinita, sin miedo a contagiarse, ya que Jesús viene a sanar al hombre en su corazón, siendo el signo, la curación del cuerpo.
El libro del Levítico indicaba la verificación de la enfermedad y su posterior consecuencia del alejamiento, el evangelio, en cambio, nos muestra al Señor curando nuestras miserias, ya que para ello ha venido entre nosotros, especialmente a la mas grave de todas que es el pecado que nos impide ser digna morada para ser habitada por Dios.
El leproso rompiendo con las prescripciones de la ley se acercó a Jesús. La fe en que podía curarlo es suficiente motivo para aproximarse a la fuente de la salvación. Evoca al hijo pródigo que reconociéndose pecador se encuentra con su padre para ser salvado.
“Señor, si quieres, puedes purificarme”- afirma el leproso en su proceso de conversión, y a la respuesta del Señor “¡quiero!”, se ve libre de la enfermedad, del pecado, de ese pecado que no se ve pero que tanto estragos hace en el interior de la persona, no permitiendo el crecimiento en el amor y servicio a Dios y al prójimo.
Jesús lo envía al sacerdote para que certifique su curación, ofreciendo un sacrificio por sus pecados, e ingresando nuevamente a la comunidad.
En nuestros días, Jesús nos envía al sacerdote para que certifique nuestra conversión y arrepentimiento por medio del sacramento de la reconciliación.
El mismo Cristo estableció esta forma de ejercer sobre nosotros su misericordia, no conformándonos con decir “Si quieres puedes curarme” como hacen los protestantes, sino asegurando el perdón en el sacramento de la confesión recibido con humildad, y que nos permite de nuevo formar parte de la comunidad de los creyentes no sólo por la fe confesada, sino también vivida.
Esto supone una actitud de profunda humildad, ya que quien reconoce la necesidad de ser perdonado por ser leproso y, sanado completamente, se acerca a la salvación.
Cuando el hombre cae en la soberbia y piensa que de nada ha de arrepentirse porque minimiza su culpabilidad o porque es perfecto, o porque “todo está bien” como decimos a menudo, se aleja de la posibilidad de ser sanado por Dios.
Todos descubrimos que no “todo está bien” si miramos nuestro interior de un modo reflexivo, lejos de la superficialidad. Si observamos nuestros pensamientos, puntos de vista y criterios, caemos en la cuenta que es mucho lo que falta para estar bien. ¡Cuánto nos falta vivir el culto a Dios, el trabajar a favor de la vida, verdad, justicia, y de la paz!
Queridos hermanos como nos dice el evangelio acudamos incesantemente al encuentro del Señor que nos espera con los brazos abiertos para darnos su gracia.
La sanación interior que de Él recibimos se traduce en vivir cada momento –como lo señala san Pablo (1 Cor. 10, 31-11,1)- dando gloria a Dios, ya comamos, bebamos o trabajemos. Más aún, si nos preguntáramos sobre si nuestro obrar conduce o no a la gloria de Dios, descubriríamos la verdadera senda de nuestra vida cristiana.
Continúa Pablo diciendo que no hagamos nada que pueda ser motivo de pecado para los hermanos. ¡Cuántas veces sucede lo contrario y con nuestro obrar empujamos al mal a nuestro prójimo!
Y nos invita, por último, a preocuparnos siempre por el bien del otro, acercarnos a tantos leprosos del alma para ayudarlos a descubrir y seguir la voluntad salvadora de Jesús.
Quiera el Dios de las misericordias que con este modo nuevo de vivir nuestra fe seamos digna morada suya.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 6to domingo durante el año. Ciclo “B”. 12 de febrero de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
1 comentario:
La preocupación está en reconocer aquellos pecados que están tan arraigados en nuestro ser y que es dificil hasta de reconocerlos con nuestra debil e ignorante conciencia (son como vicios = hábitos operativos malos). Recuerdo esta frase: leproso muestrame tus heridas que Yo Tu Dios te las sanaré.
Por allí uno realiza exámenes de conciencia teniendo en cuenta los mandamientos, las obras de misercordia corporales y espirituales y las virtudes (o los vicios) y comprueba que está todo bastante bien.
Ahora afirma el evangelio "el que dice que no tiene pecados es un mentiroso".
Por esto la pregunta sería: ¿como hace nuestra conciencia para reconocer aquello que es pecado, muerte, podredumbre (las heridas del leproso) y que habita en nuestro interior y no nos permite ser verdaderos hijos de Dios; otros Cristos?
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