Antes de las lecturas bíblicas de cada misa, el celebrante reza la oración colecta, que recoge las intenciones de la comunidad para presentarlas al Padre del Cielo según el espíritu litúrgico que se celebra.
Hoy pedíamos a Dios que realice plenamente en nosotros el misterio pascual para que, renacidos por el santo bautismo, con su ayuda demos fruto abundante y alcancemos la alegría de la vida eterna. De esta manera esta oración sintetiza los sentimientos que han de albergar los corazones de los creyentes que participan de la liturgia dominical. Es ciertamente una petición bellísima suplicar de la bondad de Dios el que realice en nosotros la grandeza que encierra el misterio de la muerte y resurrección del Señor Jesús. Los textos bíblicos de este domingo, en consonancia con esto, nos muestran cómo se actualiza la Pascua en nuestras vidas. Así, en la primera lectura (Hechos 9, 26-31), comprobamos cómo la misericordia de Dios realiza en la persona de Pablo el misterio pascual. En efecto, el apóstol, dejando su vida pasada por la conversión –muere al pecado-, entra de lleno a la vida nueva que le ofrece el resucitado. Tocado en su ser por la gracia divina es bautizado, comenzando a dar fruto abundante, predicando incansablemente el evangelio en su condición de apóstol del Señor y orientándose con alegría a la meta de la vida eterna. También las nuevas comunidades que nacían por la fe en el resucitado, viven en paz, se consolidan, mostrando al mundo el rostro del misterio de la salvación humana. El apóstol san Juan (I Juan. 3, 18-24) nos enseña por otra parte, cómo se aplica en nosotros el misterio pascual al afirmar “no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad”, ya que Cristo por medio de su muerte en Cruz y resurrección, manifestó cuánto nos ama y cuán valiosos somos nosotros haciéndonos partícipes de la salvación por la gracia. Sigue diciendo posteriormente que Dios nos deja un mandamiento –como consigna de vida-, que consiste en “que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como Él nos ordenó”. La fe, pues, no sólo nos une al Señor, sino que cambia nuestra vida prolongando el don recibido en el obrar que busca el bien del otro, especialmente el bien espiritual que consiste en unirnos cada vez más a Él. Es interesante comprobar que tanto la carta de Juan como el texto del Evangelio (Juan. 15, 1-8) insisten en la misma verdad –el de la permanencia-, aunque cambiando la persona divina receptora de la misma. En efecto, cumpliendo con los mandamientos de Dios –dice la carta de Juan- permanecemos en Dios, y Dios permanece en nosotros, y si las palabras de Jesús permanecen en nosotros –afirma el evangelio- Él permanece en nosotros. Y sabemos de esta permanencia en la divinidad por medio del Espíritu que se nos ha dado para continuar la obra del Señor. En el evangelio, utilizando Cristo la imagen de la vid que evoca a la viña del Señor del Antiguo Testamento que es el pueblo elegido, afirma “Yo soy la verdadera vid” y ustedes son los sarmientos. Unidos a la vid producimos frutos abundantes para la gloria del Padre. Como sucede en el mundo vegetal, en cambio, la separación de Cristo produce que se seque el corazón y se concluya con la muerte espiritual misma del creyente. La permanencia en la vida de Jesús se prolonga en el tiempo y se afirma cada vez más, en la medida que el creyente viva de la fe en el Señor que se manifiesta, por cierto, en las obras señal inequívoca de la presencia de la caridad del Padre en nosotros. Jesús nos insiste en que “separados de mí, nada pueden hacer”, realidad esta que se cumple a diario aunque el hombre hace intentos desesperados por llegar a ser el superhombre al que todo le está permitido. Pretender vivir sin Cristo se convierte en un engaño para el creyente que no alcanza a avanzar en el proyecto de vida nueva que nos trae el resucitado. Así sucede cuando damos vida a la herejía pelagiana que sostiene que el hombre se salva con las solas fuerzas de la naturaleza. Es inútil, sólo Cristo y en unión con Él, podremos iniciar el proceso de conversión, crecimiento y santificación plenas. En el camino de la perfección es el Padre quien hace las veces de viñador y por lo tanto corta lo que no da fruto, que luego se seca y se quema en el fuego, mientras que poda a quien da fruto para que siga dándolo cada vez con más fuerza. Ahora bien, ¿Cómo nos poda el Padre? realizando en nosotros el misterio pascual como pedíamos en la primera oración de la misa, es decir, haciéndonos morir purificándonos en profundidad a través del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad. Nos poda con la cruz para luego resucitar con más fuerza. De allí la importancia de asumir las vicisitudes de la vida para crecer con nueva vitalidad en el camino de santidad. Muchas veces pensamos que Dios es injusto con nosotros cuando nos prueba, no obstante nuestro fiel cumplimiento de su voluntad o constante seguimiento a su persona, mientras nos quejamos porque los que obran el mal prosperan, se enriquecen, gozan de todo tipo de placeres y bienestar, y viven aparentemente sin dificultades. Caemos en la peligrosa envidia de quien hace el mal, la cual es reprochada por la Escritura divina. Cristo responde a esa inquietud nuestra diciéndonos que justamente el que obra el bien es podado por la cruz para que dé más fruto, mientras que quien aparece como feliz en medio de su pecado y maldad, ya ha comenzado el proceso de descomposición que algún día se verá, porque ha sido cortado de la vid a causa de su esterilidad. Pero también la poda hemos de realizarla nosotros mismos, significando esto el que nos desprendamos voluntariamente de aquello que pueda ser obstáculo para una entrega mejor al Señor o que impida o ponga en peligro nuestra permanencia en Él. No tengamos miedo a las podas divinas ya que ellas nos ayudan a permanecer más unidos a Cristo, retribuyéndonos también Él con su presencia en nosotros fortaleciéndonos en el camino de bien. Esta permanencia en el Señor se conecta también, según el texto proclamado, con la eficacia de la oración: “pidan lo que quieran y lo obtendrán”. Pedir lo que queramos siempre en el orden del bien, según su voluntad ya que como hace todo padre con su hijo, no nos otorgará lo que sabe no servirá para nuestro camino de santificación y testimonio cristiano. Hermanos: como lo hicimos al comienzo de la misa, pidamos a Dios nos bendiga haciendo eficaz en nosotros el misterio pascual de su Hijo, para que produzcamos frutos abundantes en orden a la vida eterna esperada.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 5to domingo de Pascua. Ciclo “B”. 06 de mayo de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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