Después de la curación del tullido realizada por Pedro y Juan mediante la invocación del nombre de Jesús y la conversión de cinco mil personas, los apóstoles son encarcelados por estar predicando en el nombre del Señor.
Llevados ante los jefes de los judíos y los ancianos (Hechos 4, 8-12) son conminados a dar explicaciones por el suceso. Esta oportunidad es aprovechada por Pedro quien les dirige la palabra asegurando que el milagro que devuelve la salud al enfermo fue realizado “en el nombre de Jesús” resucitado de entre los muertos. Queda claro que ellos curan en nombre de Jesús, por su poder, mientras que el Salvador cuando realizaba curaciones durante su paso en este mundo, siempre lo hacía por su propio poder. A pesar del rechazo que suscita el nombre del resucitado, Pedro no renuncia a su misión de ser testigo de la resurrección, predicando oportuna e inoportunamente -al decir de San Pablo-, señalándoles que ellos rechazaron como constructores, a Cristo, la “piedra” viva de la nueva edificación que es la Iglesia. Pero he aquí que la presencia viva del resucitado lo constituye en piedra angular “porque en ningún otro existe la salvación” y su nombre es el único por el que obtenemos la misma. De esto resulta que la nueva comunidad cristiana vaya creciendo y suscitando nuevos adherentes de entre los mismos judíos y por cierto de los paganos también. Esta vitalidad de la Iglesia naciente está relacionada con la afirmación de Juan en la segunda lectura: “miren cómo nos amó el Padre” (I Jn. 3, 1-2). En efecto, el amor del Padre derramado por la acción salvadora de Cristo va suscitando la apertura de los oídos, hasta ahora sordos, para escuchar la palabra de salvación, moviendo los corazones para que den una respuesta afectuosa al que fue capaz de ofrecerse por el bien de todos. “Quiso que nos llamáramos hijos de Dios y nosotros lo somos realmente”, continúa san Juan, y lo somos por el sacramento del bautismo y nuestro reconocimiento de Jesús como Salvador. En relación con quienes hemos creído, san Juan prosigue afirmando que “si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a Él”. Comprobamos esto a diario cuando el que carece de fe no solamente no conoce a Jesús, sino que tampoco puede entender que nos conduzcamos en la vida como amigos de Él. De allí se explica que cuando falta el testimonio de aquello que hemos recibido en nuestra vida diaria, provoquemos sorpresa, o mejor dicho “escándalo”, al ser “piedra de tropiezo” para aquellos que quizás buscan, aunque sea a tientas, el camino de la fe. Alimentando nuestra fe en el resucitado, el apóstol Juan asegura que si bien somos hijos de Dios, todavía no se ha manifestado lo que seremos. De allí la necesidad de que caminemos en esperanza al encuentro definitivo de Aquél con quien nos asemejaremos porque lo veremos “tal cual es”. Quien nos conduce al encuentro del Padre que nos ama intensamente es quien fue entregado a la muerte por nosotros, su Hijo hecho hombre Jesús, que está presente en nuestras vidas como el Buen Pastor (Juan 10, 11-18). Esta imagen tan querida ya en el Antiguo Testamento aplicada a un Dios que conduce al pueblo elegido a la tierra prometida, se continúa en su Hijo que entrega su vida a la muerte para darnos la gracia salvadora que nos recrea interiormente haciéndonos nuevas creaturas y, realidad, aquello de “¡Miren cómo nos amó el Padre!”. Los guías de este mundo como son asalariados no pocas veces abandonan a las ovejas que se les ha confiado, ya que cuando ven aparecen al lobo de las dificultades huyen y dejan el rebaño a su suerte. En el decurso del tiempo la Iglesia instituida por Cristo, lo prolonga manteniendo la actitud del buen Pastor. En efecto, cuando aparece el error de la herejía o los salteadores de la fe buscan desorientarnos con ideologías atractivas a la sensualidad pero perniciosas para la fe, la Iglesia proclama aún en medio del desierto de una humanidad indiferente ante la verdad, el mensaje maravilloso del resucitado. Con la proclamación inalterable del Evangelio sale a buscar además a la oveja perdida que se ha dejado encandilar con falsas doctrinas y vive en el error de una vida fácil que impide el encuentro verdadero con el Buen Pastor. Si pertenecemos a Cristo escucharemos siempre su voz, aunque sea exigente, dejándonos guiar a los pastos eternos donde seremos semejantes a Él, que entregó su vida por todos, aunque no todos son acreedores de la nueva vida que ofrece, a causa de su infidelidad. En la medida que vamos intimando más y más con Jesús entramos en sintonía con su Persona, con su palabra y ejemplos y, fácilmente distinguimos su interpelación diferente a las voces que buscan engañarnos y distraernos con pasatiempos que impiden vivir auténticamente. Los sistemas e ideologías “disfrazadas” de una verdad aparente buscan separarnos del único Pastor, lo cual exige de nosotros mayor atención para descubrir el trigo, muchas veces oculto o diezmado por la cizaña del error. Hoy la Iglesia celebra la jornada de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas. En este contexto decía hoy desde Roma Benedicto XVI que los jóvenes llamados por el Señor a estas vocaciones, forman parte del universo juvenil hoy presente en el mundo, pero se distinguen de los demás en cuanto se han dejado seducir por la belleza del amor de Dios. Cuando han descubierto esta belleza del amor de Dios, -“¡miren cómo nos amó el Padre!” decíamos recién- ya no pueden ofrecer su negativa. Estos jóvenes que responden a la interpelación del Señor descubren la belleza del amor de Dios –recuerda el Santo Padre- en la belleza de la Liturgia, de la oración, de la Eucaristía, de la vida comunitaria y apostólica en las parroquias, llevándolos a considerar que por ese ideal de santidad vale la pena dejarlo todo y seguir al Buen Pastor. Contribuye no poco al crecimiento vocacional el que las semillas del llamado vayan creciendo en el seno de la familia, de los colegios y de las parroquias que viven profundamente su fe en el resucitado. Así como los jóvenes descubren la belleza del matrimonio y de la familia cuando viven en el seno de familias ejemplares, así también descubren la belleza de la vocación sacerdotal cuando se les enseña a apreciar dicho llamado ya en la familia ya a través del ejemplo de nosotros los sacerdotes. Cristo continúa su misión de Buen Pastor por medio de aquellos a quienes llama y convoca a una vida que no los saca del mundo pero que sí exige alejarse del espíritu mundano, es decir sin contaminación de aquello que parece atractivo pero que saca del verdadero espíritu de ser “otro Cristo”. Queridos hermanos, pidamos por el aumento de santas vocaciones a la vida consagrada, estimulémoslas en aquellos que muestran signos del llamado y, valoremos la necesidad de contar siempre con la figura de santos pastores.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 4to domingo de Pascua. Ciclo “B”. 29 de abril de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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