El misterio de la Santísima Trinidad que hoy celebramos es el centro de la vida cristiana. Les decía a los chicos de catequesis esta mañana en la misa, que en tiempo de mi catequesis cuando niño, aprendíamos a definir y memorizar las verdades de nuestra fe, y que todavía hoy, a la distancia de ese momento, me acordaba con toda claridad.
En ese tiempo no sucedía como ahora, en que desterrado el uso de la memoria no se definen las verdades y, se responde cualquier cosa, como por ejemplo, decir que la Trinidad es “tres en uno”. Aprendíamos entonces que “es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero”, entendiendo claramente de qué se trataba luego de la conveniente explicación. Cuando, en cambio, no se tiene un concepto claro del misterio, en la práctica sigue éste más oscuro de lo que es en sí mismo. De allí la necesidad de volver hoy día a las fuentes de nuestra fe católica, que son la Sagrada Escritura, la Tradición de la Iglesia y las enseñanzas del Magisterio eclesiástico, para ir captando la “intimidad” de cada verdad. La Sagrada Escritura nos da ya señales de este misterio, cuando en el génesis, en el relato de la creación, Dios dijo hágase la luz y ésta se hace realidad en el horizonte, y que el espíritu aleteaba sobre las aguas. Ciertamente que no es una revelación plena de la Trinidad, pero leyendo este texto a la luz del Nuevo Testamento, entendemos que Dios refiere al Padre, el “dijo” refiere a la Palabra eterna del Padre y el espíritu indica al Espíritu Santo. De modo que entendemos que la creación es obra de la Trinidad teniendo como origen al Padre que crea de la nada por su Palabra, es decir, por el Hijo, en el Espíritu Santo que fecunda todo lo creado. Por cierto que la revelación plena de este misterio central de nuestra fe católica la realiza Jesús Nuestro Señor. De hecho ya en su encarnación como Hijo de Dios en el seno de María Santísima, se manifiesta la acción del Padre eligiéndola a María como Madre de su Unigénito, a Él se le dará el trono de David llamándolo Hijo del Altísimo y el Espíritu Santo descenderá sobre la Virgen haciendo realidad su presencia entre nosotros (Lucas 1, 26-36). Poco a poco ingresamos en el misterio de la Trinidad Santa sin llegar a comprenderlo en su totalidad pero sí a adorar a Dios en su única naturaleza divina en la que subsisten tres personas distintas e iguales en dignidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si comparamos este misterio divino con el que existe en nosotros advertimos que todos los seres humanos, aunque diversos entre sí, participamos de una única naturaleza humana, revestidos de la misma dignidad por nuestra realidad de ser imagen y semejanza de Dios. Ahora bien, aunque participemos de la misma naturaleza y seamos personas distintas, no se da en nosotros la comunión propia de la Trinidad. En efecto, el Padre no es el Hijo, y éste no es el Padre, ni ambos es el Espíritu Santo, las tres son distintas en su identidad personal e iguales en su divinidad unidas por la comunión de amor eterno. Esto no acontece en nosotros, ya que la herida del pecado hace que la comunión sea siempre algo trabajoso y una meta a conseguir en la permanente respuesta de nuestra libertad a los designios divinos. Somos imagen y semejanza de Dios, y a raíz de ello podemos acercarnos al misterio, llamados a entrar en comunión con la Trinidad, pero sin llegar a ser aquello que afirmaba Jesús cuando nos dice “el Padre y yo somos uno”. Al mismo tiempo Jesús se manifiesta como camino para llegar al Padre ya que quien me ve a mí ve al Padre, asistidos por su presencia hasta el fin de los tiempos e iluminados y santificados por el don inefable del Espíritu. Precisamente antes de volver al Padre nos promete el envío del Espíritu que continuará su obra iluminando la inteligencia y fortaleciendo la voluntad de los apóstoles, para que así esclarecidos y profundizando lo enseñado por Él, fueran por el mundo proclamando las maravillas de Dios. La acción de la Trinidad entre nosotros y su belleza interior se manifiesta siempre, no sólo en la creación del mundo, sino cuando el Padre con su divina Providencia nos cuida y provee todo no sólo para manifestar su gloria sino también para nuestra dignificación como personas. La obra de Cristo, el Hijo del Padre hecho hombre, nos redime del pecado y la muerte eterna con su pasión, muerte y resurrección de entre los muertos y ascendido junto al Padre no nos deja huérfanos ya que con el Padre nos envía el don del Espíritu Santo. Por otra parte, el apóstol Pablo (Rom. 8, 14.17) nos dice que “todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”, para diferenciarnos de quienes son conducidos por el espíritu del mal que busca alejarnos de Dios. El mismo Espíritu mueve los corazones de quienes se dejan conducir por él para llamar a Dios “Abba”, es decir, Padre, y allí el hombre va configurando su amistad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esa unión con la Santísima Trinidad comienza ya en el bautismo, de modo que en el mismo nos convertimos en hijos del Padre, hermanos del Hijo y templos del Espíritu Santo. Esta inhabitación de la Trinidad en nosotros exige mantener un diálogo intenso y una relación diversa con cada persona trinitaria. Esto implica que al Padre nos acerquemos con espíritu filial conscientes que nos mira siempre como hijos amados, reclamándonos al mismo tiempo hacer realidad el vivir siempre en su presencia. Esa paternidad divina que vislumbramos debe prolongarse también en nuestras vidas de manera que nos sintamos siempre con alguna responsabilidad ante aquellos que se nos ha confiado como sacerdotes, padres de familia, docentes, profesionales etc ejerciendo con fidelidad la providencia de ver de lejos lo que podemos aportar en bien de nuestros hermanos. El diálogo amoroso con el Hijo nos vincula estrechamente a su misterio pascual, que hemos de asumir como prolongación del bautismo, muriendo cada día a nosotros mismos para renacer a la vida de la gracia. Y con los demás, también redimidos como nosotros, hemos de sentirnos corresponsables de sus miserias ayudándolos a llevar la cruz de cada día con la mirada siempre puesta en la gloria que no tiene fin. La presencia del Espíritu Santo en nosotros es crucial para poder discernir siempre cuál es la voluntad de Dios, para seguirla fielmente a pesar de las tentaciones y engaños del maligno que busca siempre apartarnos de la Verdad para constituirnos en habitantes del mundo mentiroso de las tinieblas. En relación con la comunidad esto nos permitirá iluminar siempre a todos los que se relacionan con nosotros a través del consejo que busca siempre la realización plena del amor cristiano. Fortalecidos por todas estas enseñanzas y convencidos que la meta última de nuestra existencia es la comunión eterna con la Trinidad, no escatimemos esfuerzo alguno para vivir ya desde ahora orientados a Ella.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo “B”. 03 de junio de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario