24 de agosto de 2012

“Alimentados con la carne y sangre del Señor, vivamos colmados de su Sabiduría”


Hemos proclamado en la primera lectura el capítulo nueve del libro de los Proverbios que nos habla de la Sabiduría (vers. 1-6), previa a la consideración de la necedad.
Para la primera se abre el camino de la vida, mientras que para la necedad la muerte, dependiendo de cada uno por lo tanto, la elección que se realice. Sabiduría en un sentido es el “saber vivir bien”, no como se piensa habitualmente cuando se identifica esto con el darse todos los gustos, en todo tiempo y sin medida alguna, no dejando pasar oportunidad para obtener placeres de todo tipo. Significa caminar por este mundo usando los bienes que se nos ofrecen desde una mirada de fe, sin absolutizar nada que distraiga de los verdaderos bienes. Es sabio es el que “saborea” el encuentro diario con la verdad, la vida y el bien. El necio es el que considera que lo sabe y conoce todo, cuando en realidad nada “sabe” ni conoce en profundidad. Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, precisamente afirma al respecto, que si a la ignorancia se le suma la soberbia obtenemos la necedad. El caso típico de la necedad lo vemos en todos aquellos que creen conocer de todos los temas, especialmente lo que se refiere a la Iglesia, y pontifican infatigablemente desde el púlpito de la superficialidad. El necio, como piensa que sabe, recorre la vida sin percibir sus propios errores. El libro de los Proverbios caracteriza esto diciendo que no corrijas al necio porque te ganarás un enemigo, corrige al sabio y te amará más. El necio, como está convencido de su conocimiento y parecer, no admite corrección alguna, el sabio, en cambio, como está persuadido de que nada sabe, aprecia la corrección que se le haga en orden a su crecimiento personal. En un segundo sentido, la Sabiduría apunta al Creador y a la persona del Sabio por excelencia, que es el mismo Hijo Unigénito, Sabiduría del Padre que se ha hecho hombre en la Encarnación, y que se vislumbra en el Antiguo Testamento cuando envía a sus mensajeros, los profetas, para invitarnos al banquete del encuentro con la Sabiduría de Dios diciendo, “abandonen la ingenuidad, y vivirán, y sigan derecho por el camino de la inteligencia”. San Pablo en la segunda lectura (Efesios 5, 15-20) sigue en la misma línea del texto de Proverbios contraponiendo la sabiduría con la necedad cuando afirma, “cuiden mucho su conducta y no procedan como necios sino como personas sensatas que saben aprovechar bien el momento presente” -el saber vivir del que hablaba antes-, “porque los tiempos son malos. No sean irresponsables, sino traten de saber cuál es la voluntad del Señor”. Precisamente el sabio indaga siempre cuál es la voluntad de Dios en las distintas situaciones de su vida, mientras que el necio cree que no necesita más que su propio saber. En el evangelio proclamado (Juan 6, 51-59) notamos un cambio en relación con lo que veníamos meditando hasta el momento en el que Cristo se presenta como el pan vivo bajado del cielo. En efecto, dice “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. Y “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él”. No es por lo tanto un pan cualquiera el que ofrece, sino su propia carne y sangre. Ante eso los judíos comienzan a murmurar, portándose como necios y no como sabios, diciendo “¿cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. Son necios porque han estado escuchando al Señor, pero están bloqueados, encerrados en su aparente sabiduría, y no lo entienden en profundidad. Jesús, que conoce el corazón de ellos, seguirá insistiendo y señalando que es necesario comer su carne y beber su sangre para tener Vida Eterna. El término “carne” que se diferencia de “cuerpo”, adquiere en san Juan una connotación original, ya que se trata del Verbo encarnado en el seno de María que se da como alimento de los hombres. La “sangre” evoca a la que fue derramada profusamente para la salvación de la humanidad. Y así, el pan ofrecido y convertido en el Cuerpo, referencia al trabajo y a la fatiga del hombre, asociados al mismo Señor; y el vino convertido en su Sangre, señala el sufrimiento del hombre asumido en el sacrificio de la cruz. Pero el vino convertido en Sangre salvadora evoca también la alegría propia del hombre, ya que el vino alegra su corazón, y se transforma en las bodas de Caná, en anticipo gozoso del desposorio de Cristo con la Iglesia y, en signo de la generosa profusión del don de la gracia que engendra vida y comunión. Por este intercambio de dones permanecemos en Él y Él en nosotros, entrando a formar parte de su ser, como los expresa sabiamente el mismo san Agustín. Queridos hermanos: ustedes están aquí presentes en la misa dominical porque están buscando la verdadera sabiduría que les otorga la unión con Cristo quien se ofrece continuamente como alimento de vida eterna. Pero han de tener en cuenta que probablemente cuando salgan a la calle y sean vistos por los cristianos que pasan despreocupados delante de la iglesia, se piense de ustedes qué hacen en el templo en lugar de estar en una reposera descansando, bebiendo cerveza y fumando o realizando otras actividades. Para los ojos del mundo y de muchos bautizados que se consideran “sabios”, ustedes son los necios que no saben disfrutar del ocio y la frivolidad y vienen a perder el tiempo –según su pensar- en la misa dominical. ¡Qué engaño tan grande! La tristeza que agobia hoy el corazón de tanta gente, ¿no se debe acaso a que se ha olvidado de Dios, cambiando lo eterno por un poco de felicidad efímera y pasajera, aturdiendo los sentidos del alma y del cuerpo con el vacío de una sociedad cada vez más pretendidamente “sabia”? Nosotros en cambio, aún en medio de las pruebas que debemos soportar a diario, -ya que la unión con el Señor no nos exime de ellas- , encontraremos en Él nuestra fuerza, justamente porque recibimos su sangre derramada en la cruz y ofrecida como alimento para la Vida del mundo. Vivir el domingo es vivir en profundidad nuestra fe. Así lo vivían los primeros cristianos, como recuerda Benedicto XVI, cuando era cardenal y en uno de sus escritos, al señalar que perseguidos, en el tiempo de Diocleciano, daban testimonio de la necesaria celebración del sacrificio del Señor en el día domingo. El celebrar al Señor les granjeaba el enojo del “señor” de este mundo, pero los cristianos seguían aferrados en que celebrar al Señor es más importante –aunque les cueste la vida- que agradar al “señor”. Hoy, en cambio, son muchos los que por agradar al “señor” de la comodidad, de la diversión o cualquier cosa, dejan de lado la celebración gozosa de Jesús. Queridos hermanos: no perdamos la verdadera Sabiduría y participemos con alegría del sacrificio de Cristo cada domingo, entrando a formar parte de su misma carne y sangre resucitadas.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XX del tiempo ordinario, ciclo “B”. 19 de agosto de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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