El domingo pasado decíamos que Jesús tuvo compasión por la multitud porque eran como ovejas sin pastor, hablando con ellos y haciendo presente su interés personal por todos.
Todo esto servía de introducción para el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. La liturgia Dominical se aparta durante algunos domingos del texto de san Marcos para meditar sobre la multiplicación de los panes en el capítulo seis de san Juan, en el que Jesús desarrolla su enseñanza sobre Él mismo como Pan de Vida. El texto de hoy (6, 1-15) está cargado de significación. La multitud se dirige a Jesús, quizás no con una fe firme, pero intuyendo que su vida cambia radicalmente en el encuentro de fe con su Persona. Jesús se sienta con sus discípulos, como Maestro les enseñará acerca de los misterios de la fe, y con oído atento y corazón dispuesto, ellos también se disponen a escuchar. El marco de referencia de este milagro será la Pascua del Señor, tal como el mismo texto lo afirma “se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos”, es como un anticipo de la última Cena. Ante la presencia de la multitud Jesús pregunta –aunque sabía lo que iba a hacer- ¿cómo daremos de comer a tanta gente?, y Felipe le contesta con una visión puramente humana señalando que doscientos denarios no son suficientes ni siquiera para que cada uno coma un poco, ya que eran por lo menos cinco mil hombres. Interviene Andrés aproximando a un niño que tiene cinco panes y dos pescados, signo de la debilidad del hombre, que siempre tiene poco para ofrecer en bien de sus hermanos, y que por lo tanto en su condición de carencia profunda nada puede hacer por sí mismo. Este hecho es un golpe a la autosuficiencia, siempre latente en el corazón humano, enseñando que es necesario estar disponibles para entregar lo poco que tenemos a la misericordia de Dios, para que su bendición tenga efecto multiplicador. Enseñanza profunda ésta al hacernos caer en la cuenta que aún lo poco que tenemos puede dar abundante fruto por la gracia de Dios. En efecto, muchas veces la advertencia de nuestra limitación nos detiene en la tarea de hacer algo por y para los demás. En lo profundo se trata de una falta de humildad y de reconocimiento que no son nuestras aparentes fuerzas, las que realizan grandes logros, sino la gracia de Dios que hace fecunda nuestra acción diaria. Se hace necesario, por lo tanto, ofrecer al Señor las cualidades que recibiéramos de su bondad, para que Él pueda realizar por medio de la debilidad de nuestro don su obra evangelizadora en el mundo. Jesús hace sentar a la gente en el lugar ya que había mucho pasto. ¡Quién no piensa en el salmo 22 cuando recuerda al pastor que conduce a las ovejas a los pastos eternos! Jesús da gracias, como lo hará en la última Cena, y distribuye y se entrega Él mismo como pan multiplicado en abundancia, resaltando así su papel de servidor de los hombres. No se quedó contemplando o esperando que reconozcan lo que hizo, sino que se mezcló entre la multitud para repartir sus dones y entregarse a sí mismo. Como resultado de esta comida todos “quedaron satisfechos”, no sólo en su cuerpo, sino que teniendo a la vista el sacramento eucarístico, se nos quiere enseñar que quien recibe debidamente preparado a Jesús, adquiere una armonía interior, una paz interior, que el hombre y el mundo no pueden otorgar a nadie que esté hambriento de Dios. Experimentamos el vacío interior cuando nos alejamos del Señor, y aprendemos que sólo encontrándonos con Él somos saciados. Alimentarnos con Jesús en la Eucaristía nos lleva a anticipar la vida eterna, a manifestar nuestro deseo vivo de existir siempre en Él, adelantándonos, ya mientras caminamos, a la eternidad. Jesús ordena a sus discípulos recoger los pedazos de pan que sobraron, continuando así con el lenguaje de los signos. En efecto, “llenaron doce canastos con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada”, anticipando que son los “doce” apóstoles los que continuarán fielmente con lo que se les encargó en la última Cena “hagan esto en memoria mía”, es decir, distribuyan ustedes el pan de la Vida que Yo les dí en abundancia. La placidez del relato se interrumpe de pronto con la actitud del gentío que le cuesta entrar por el camino de la fe. Y así, “La gente decía éste es verdaderamente el profeta que debe venir al mundo”, recordando probablemente el milagro realizado por el profeta Eliseo (II Rey. 4, 42-44) cuando con la confianza puesta en la Palabra de Dios dio de comer abundantemente a cien personas con apenas veinte panes de cebada, testimoniando de esa manera su condición de enviado. Pero en el contexto del evangelio no se trata sólo de “un” enviado de Dios sino “el” enviado por excelencia, el Hijo de Dios hecho hombre, más que Eliseo, de manera que la actitud de la gente debiera ser distinta. Sin embargo, sigue mostrándose una actitud diversa en la muchedumbre ya que Jesús “sabiendo que querían apoderarse de Él para hacerlo rey se retiró otra vez solo a la montaña”. Jesús no era un Mesías político, tal como esperaba vanamente el pueblo, cansado de la opresión romana y de la mala conducción de sus jefes, sino es el Salvador que viene a rescatar al hombre de sus miserias. No viene a resolver los problemas cotidianos de la humanidad, ya que para ello Dios dotó al hombre de la capacidad suficiente para construir un mundo temporal según su Providencia, sino que viene a liberar al hombre de lo que éste no puede alcanzar por sí mismo, rescatarse del pecado que contamina el obrar humano y le impide actuar como hijo de Dios. La Eucaristía tiene un efecto de transformación interior en cuanto que como dice san Pablo (Efesios 4, 1-6) “los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido”. Esto nos ha de llevar a preguntarnos si realmente como efecto de la eucaristía de cada domingo trabajamos nosotros para vivir de una manera digna propia del bautizado. Considerar si tratamos de encuadrar nuestra vida diaria en las enseñanzas del evangelio, o si por el contrario ya estamos tan invadidos por la cultura ajena a Cristo, que nos invaden cada vez más los criterios y formas de vida de una cultura que rechaza al Creador y ha erigido un mundo que tiene como meta el sólo vivir para el tiempo hasta el “final” de la muerte. Pidamos a Jesús que entendamos con claridad que estamos llamados, como nos enseñó, a vivir en el mundo pero sin ser del mundo, a transitar esta vida pero sin poner residencia fija en ella, sino aspirando a la eternidad que se nos promete, no sólo de palabra, sino con acciones que estén siempre ordenadas a nuestro Dios.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 29 de julio de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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