15 de febrero de 2013

Ante el “¿A quién enviaré?” del Señor, hemos de responder “¡Aquí estoy, envíame!”

Cuando escuchamos las palabras del Señor, “De ahora en adelante serás pescador de hombres”, pensamos en la vocación sacerdotal o a la vida religiosa, lo cual es verdad.
 Pero existe también un sentido universal, ya que los bautizados estamos convocados a ser pescadores de hombres, saliendo de nuestra tranquilidad o de la posesión pacífica de la fe, para ir al encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y anunciarles el mensaje de Jesucristo.
En este sentido, es necesario recordar, que si nosotros no vivimos esta misión que se nos ha encomendado, muchos no conocerán a Cristo. De allí la necesidad, -en medio de nuestros debilidades-, de recordar lo que Jesús dijera a Pedro afirmándole la presencia de su gracia, “No temas”.
Para descubrir esto es necesario vivir una experiencia muy especial de la que hablan los textos bíblicos de este domingo, salvando las distancias y las personas concretas.
En primer lugar, Dios se manifiesta en toda su grandeza y omnipotencia al que llama, ya sea Isaías, Pablo o Pedro, y por extensión a cualquiera de nosotros.
En segundo lugar, esto provoca en la persona interpelada o cautivada por el Señor, una profunda experiencia de Dios, una confirmación de la propia nada y desvalimiento, proyectándose hacia lo Alto para ser purificado por Aquél que es el totalmente Otro.
En tercer lugar, es Dios quien transforma a quien se le presenta, estimulando así la disponibilidad necesaria en los elegidos para la misión de hacer visible en el mundo su presencia salvadora.
Y así, en la primera lectura (Isaías 6,1-2ª.3-8), la grandeza de Dios percibida por el profeta Isaías, lo deja anonadado a causa de la impureza de su corazón, diciendo, “soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros”. Dios con la imagen de la brasa encendida en su boca, le hace sentir que su “culpa ha sido borrada” y su “pecado ha sido expiado” produciendo ante la voz del Señor que se pregunta “¿a quién enviaré?” su incondicional disponibilidad: “¡Aquí estoy, envíame!”.
En la carta de san Pablo a los corintios (I Cor. 15, 1-11) comprobamos idénticas características respecto al llamado, la conversión y el envío a evangelizar.
Reconoce ser el último de los apóstoles porque ha perseguido a la Iglesia, pero que la misericordia de Dios manifestada cuando se dirigía a Damasco, lo transformó en apóstol de los gentiles.
Al convertirse, Pablo reconoce su miseria, su pecado y su nada, agradeciendo el amor de Jesús para con él que lo llama a su intimidad y a vivir la disponibilidad de sí mismo evangelizando.
De allí, que subyugado por tanta bondad manifestada sobre él, exclamará “por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí, sino que yo he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”.
El mismo apóstol describe como primer paso necesario el contenido de la predicación que a su vez él ha recibido afirmando que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la escritura”.
Recuerda a su vez, como segundo paso de este itinerario espiritual necesario a todo creyente que se precie de tal, que los corintios han recibido con fe lo transmitido, es decir, han prestado el asentimiento libre que la verdad revelada requiere.
Como tercer paso, elogia el hecho de que se mantienen fieles, conservando lo recibido, obteniendo como resultado la propia salvación que solamente regala el mismo Jesús.
De esta manera, perfeccionando este camino de fe, se constituye la comunidad sobre el fundamento de la resurrección de Cristo, confirmada por el testimonio de quienes fueron los apóstoles.
El evangelio de hoy (Lc. 5, 1-11) describe la profunda experiencia de fe que compromete a Simón Pedro y a los demás discípulos.
En efecto, puesta su confianza primero en sí mismo al decir “hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada”, continúa confiando en la palabra del maestro ya que “si Tú lo dices, echaré las redes”, alcanzando el éxito en lo que antes fracasara.
Esta actitud nos anticipa la necesidad de reconocer que al cifrar los éxitos en nuestras solas fuerzas no conseguimos nada, aunque sea en el orden de lo temporal, como es una simple pesca y, que sólo la confianza en el poder divino junto a nuestro empeño humano, necesario por cierto, nos permite alcanzar los objetivos buscados.
Ante la pesca milagrosa, advierte Simón Pedro una vez más, la grandeza y omnipotencia de Jesús, por lo que se profundiza su conciencia de pequeñez personal que lo lleva a afirmar “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”.
Ante el reconocimiento de la miseria interior de Simón Pedro, Jesús no lo abruma, sino que lo levanta diciéndole “no temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”, quedando en evidencia que es la gracia del Señor la que transforma el corazón humano y, que utilizando instrumentos pobres, pecadores y limitados, para llevar su palabra, realiza la renovación interior del hombre, rescatándolo del pecado, como obra propia del Dios que salva a sus hijos.
En consonancia con esto, cobra singular relieve la afirmación de san Pablo que nos dice “por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí”.
A la luz de estas enseñanzas, queridos hermanos, hemos de caer en la cuenta que nosotros también somos interpelados para repetir este proceso interior de encuentro con el Señor y nuestros hermanos en la misión, como lo realizaron Isaías, Pablo y Simón. De allí la imperiosa necesidad de tener esa experiencia profunda de intimidad con Dios, como ellos la tuvieron, de manera que esto provoque la conversión de cada uno y conscientes de nuestra debilidad original como creaturas, -al deslumbrarnos la grandeza de la divinidad-, pero seguros de la fortaleza y seguridad que nos otorga la gracia y la fe, podamos salir al encuentro del hombre y de la mujer de hoy para llevarles el mensaje salvador de Cristo Jesús.
Renovados interiormente, pues, hemos de guiar a toda persona humana y juntos navegar “mar adentro”, es decir, a la profundidad de una vida entregada a Dios, echando las redes de su amor y de su misericordia, para que la pesca sea cada vez más abundante.
No tengamos miedo de conducir a otros a la profundidad del evangelio, al “mar adentro”. No nos quedemos tranquilos con una vida “playita”, pensando que el hombre de hoy no está en condiciones de aspirar a lo más. Sepamos que con la gracia de Dios, nosotros sólo sus instrumentos, “abandonándolo todo”, especialmente nuestras seguridades y criterios, haremos eficaz nuestra disponibilidad por la que dijimos “¡Aquí estoy, envíame!”.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 5to domingo durante el año, ciclo “C”, 10 de febrero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-





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