2 de febrero de 2013

Por el poder de la Palabra “No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes”.

En este domingo resalta de manera especial la centralidad de la Palabra de Dios que en el Nuevo Testamento es el mismo Jesús, Palabra del Padre que se hace hombre en el seno de María, e ingresa a nuestra historia para mostrarnos el camino de la salvación.
En el texto del evangelio, san Lucas (1,1-4; 4, 14-21) atestigua que escribe en base al testimonio de aquellos que “han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra”, describiendo después en el libro de los Hechos de los Apóstoles lo que él mismo ha recibido respecto a la vida del cristianismo incipiente y la obra de los apóstoles, especialmente la de san Pablo.
Narra san Lucas que Jesús enseñaba en las sinagogas de los judíos en Galilea recibiendo múltiples alabanzas y, que leyendo un texto de Isaías -que anuncia la venida del ungido Mesías- en la sinagoga de Nazaret, lo aplica a Sí mismo, constituyendo su misión el “llevar la Buena noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
Ya en el Antiguo Testamento el pueblo –sin saberlo-, tenía aprecio por Cristo Palabra del Padre, al reverenciar la palabra divina conocida entonces.
Así lo comprobamos en el libro de Nehemías (8, 2-4ª.5-6.8-10) cuando describe la asamblea litúrgica de los judíos –anticipo de nuestra convocatoria dominical-, vueltos a su tierra y dedicados a la reconstrucción de la ciudad santa de Jerusalén y de su templo, congregándose hombres, mujeres y los que podían entender lo que se leía.
El sacerdote Esdras, “desde el alba hasta promediar el día, leyó el libro en la plaza” y “todo el pueblo seguía con atención la lectura del libro de la Ley”, alaban al Señor, se postran en señal de adoración y lloran por sus pecados pero también por la alegría del encuentro con su Dios.
De esta manera se va gestando la integración de la comunidad judía siendo la Palabra de Dios la que modela y forma al pueblo elegido, supuesta la respuesta libre de cada uno.
Concluida la lectura y reflexión de la Palabra, se invita al pueblo a celebrar, sin tristezas ni llantos, porque “es un día consagrado al Señor”.
La alegría expresada con una buena comida y bebida, se prolonga haciendo partícipes a otros, compartiendo con quien nada tiene preparado.
Concluye el texto bíblico proclamado recomendando a todos que “No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes.
De allí se explica que en medio de las persecuciones y dificultades de la vida que todavía acosan al “resto” de Israel se mantengan todos fortalecidos, ya que su alegría es el Señor que los visita y no olvida su elección a pesar de las infidelidades del pueblo.
Decíamos que la Palabra de Dios configura la comunidad, “le da forma”. Pues bien, esto lo percibimos también en las comunidades de la Nueva Alianza tal como lo describe san Pablo (I Cor. 12, 12-30) en la segunda lectura de esta liturgia dominical.
Estas comunidades, configuradas por la acción del Espíritu, integran el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en el que cada uno promueve la unidad entre los distintos miembros del cuerpo.
Como en el cuerpo humano, el ojo, la mano o el pie, desempeñando el papel que le es propio y distingue, contribuyen al bien de todo el cuerpo sin que se pueda prescindir de ninguno de ellos, de la misma manera en el Cuerpo de Cristo del que formamos parte por el bautismo, hemos de contribuir cada uno al bien común.
Descubierta nuestra misión peculiar en el todo del Cuerpo, nadie ha de sentirse superior a otro, ni pensar que su papel es menos importante, ya que todos contribuimos al bien de la totalidad del Cuerpo.
San Pablo señala la diversidad de actividades y dones que proceden del Espíritu y que son encarnados por cada uno diversamente, de modo que no existe rivalidad alguna si se sigue en el mismo Espíritu de Cristo.
La Palabra de Dios por lo tanto, nos enseña a descubrir cómo ella da forma a la comunidad mediante la diversidad de dones y nos interpela para que descubramos hasta qué punto ella es importante en nuestras vidas.
La liturgia es expresión de ello cuando en cada celebración se procede a la iluminación de los corazones por medio de la Palabra, provocando –como se describe en el texto de Nehemías-, el asombro, el gusto y la alegría por el mensaje recibido, perfeccionándose -como acontece en la Misa-, con la recepción de la Palabra hecha carne bajo las especies eucarísticas.
En la actualidad, cierta corriente de pensamiento asegura que “el producto hombre” es fruto de un proceso en el que cada uno se va gestando según un proceso de manipulación que degrada al hombre mismo en su dignidad.
Los medios de comunicación social, por ejemplo, juegan un papel importante en este proceso de “deshumanización” de la persona.
Y así por ejemplo, si el ser humano es bombardeado permanentemente por la frivolidad mediática, si en la educación se va “lavando el cerebro” de los discentes por medio de ideologías relativista en todos los campos, si se busca imponer la cultura del placer y del tener como verdadero fin de la vida humana, si sólo interesa el dinero, el éxito y el poder por encima de todo, se obtendrá un “producto” humano egoísta sin verdaderos ideales, esclavo de los manipuladores en los distintos campos de la existencia.
Si es la Palabra de Dios nuestra formadora, si buscamos siempre escucharlo a Él, si nos dejamos iluminar por los criterios del evangelio, desechando los slogans de la superficialidad, no sólo creceremos con la libertad de los hijos de Dios, sino que alcanzaremos la sabiduría que permite discernir entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, entre la belleza y la fealdad, entre lo profundo y lo superficial, entre lo real y lo virtual, entre lo eterno y lo pasajero, logrando así la plenitud de vida con la que el Creador nos regala desde nuestros orígenes.
Si somos formados por la Palabra, hallaremos respuestas a los grandes interrogantes de la existencia, descubriendo el verdadero sentido de nuestra vida desde la riqueza de la fe.
Por el contrario, si somos el “producto” manipuleado por otros, será realidad la pérdida del sentido del ser y del obrar de cada uno.
Jesús nos habla en el texto del evangelio (Lc. 1, 1-4; 4, 14-21) que es enviado a llevar la buena noticia a los pobres, a los “anawim” del Antiguo Testamento, aquellos cuya disponibilidad del corazón se orienta siempre a su Creador. No se reduce su condición a la sola pobreza material o espiritual, sino incluye el reconocimiento de su nada e incapacidad natural y por lo tanto abiertos a la acción del poder divino ya que nada puede alcanzar de los poderes de este mundo. Son los descartados de este mundo quienes más ponen su confianza en el Señor que ha venido a salvarnos de todo mal.
Queridos hermanos, modelados por la Palabra de Dios, vayamos al mundo de hoy llevando esta Buena Noticia, la que sólo Jesús es quien salva y saca de nuestras miserias, mostrándonos el camino que dignifica al ser humano. Pidamos la gracia de saber responderle siempre en medio de la Iglesia.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 3er domingo durante el año, ciclo “C”, 27 de enero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-












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