22 de febrero de 2013

“Encontrándonos con Cristo en el desierto de la oración y de la penitencia, aprendamos a vencer al espíritu del mundo”.

En la primera lectura tomada del libro del Deuteronomio (26, 1-2.4-10), o segunda ley, se nos presenta la profesión de fe de los israelitas que acompañaba cada año al ofrecimiento a Dios de los primeros frutos de la tierra, agradecidos por los dones recibidos no sólo en el presente sino también en el pasado remoto.
 Y así, el contenido de esa profesión de fe hacía memoria de los hechos salvíficos de la elección por parte de Dios, de la liberación de Egipto, y de la entrada y posesión de la tierra prometida.
Si miramos el Nuevo Testamento, la profesión de fe del creyente posee otro contenido, el que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, y por lo tanto todo lo que Él enseña y proclama, se transforma en alimento permanente. De manera que quien cree en la pasión muerte y resurrección de Cristo, camina hoy hacia la Pascua Eterna, la vida con Dios, de la cual es anticipo y certeza prometida la Pascua terrenal.
El cristiano, por lo tanto, está llamado a proclamar en el mundo, como afirma san Pablo (Rom. 10, 5-13), quién es Jesús, constituyendo el compromiso con el Señor el sentido de nuestra vida cotidiana. De allí que el papa Benedicto en su mensaje de cuaresma de este año insista en la unión estrecha entre fe y caridad, en el sentido que tanto la profesión de fe como las obras han de estar presentes en la vida del creyente.
Cuaresma no es solamente un tiempo litúrgico que recuerda piadosamente los cuarenta años del caminante pueblo elegido por el desierto, preparándonos para la Pascua anual, sino que también pone de manifiesto que la vida del cristiano en este mundo se desarrolla en medio de las pruebas, como señala el libro de Job (7,1): “la vida del hombre en este mundo es una milicia”.
Es decir, que mientras caminamos a la Pascua Eterna, nuestra existencia no está exenta de dificultades y de la presencia del maligno, que pretende como, lo pretendió con Jesús, separarnos de Dios y conducirnos a la ruina. Y así, en este caminar nuestro, mientras Jesús nos convoca a participar de su vida, de sus enseñanzas y sus obras, el espíritu del mal busca sustraernos de la identificación con Cristo, confundiéndonos con sus permanentes mentiras.
Las tentaciones que sufre Jesús, como narra el texto del Evangelio (Lc. 4, 1-13), no tienen origen en su interior, ya que no tiene pecado, sino que son exteriores a Él mismo, y se presentan hoy como una enseñanza concreta para que nosotros sepamos resistir a las mismas y vencerlas.
Si bien somos tentados interiormente a causa del pecado que habita en nosotros y desde fuera de nosotros mismos, la victoria de Cristo asegura que es posible triunfar, si apoyados en la gracia de Dios rechazamos el mal con la Palabra de Dios, con espíritu de fe y las obras de penitencia.
Clemente de Alejandría dice respecto al ayuno como obra penitencial, que es necesario el “ayuno del mundo”, no siendo suficiente las privaciones corporales que tienen como objeto disciplinar las pasiones humanas.
El espíritu del mundo precisamente queda visualizado en las tentaciones que padece Jesús: la tentación del consumismo, de la ingesta de placeres, del acopio de bienes, caracterizado por “el pan” que pretende saciar nuestras hambres más profundas, la tentación del poder, del dinero, de la influencia mundana, erigiéndose el hombre en dios en la medida que antes se inclina ante las promesas de bienestar que ofrece el demonio si lo adoramos sólo a él, y la tentación del espectáculo que busca desacralizar todo lo referente a Dios, la tentación del éxito que marea al hombre creando nuevas posibilidades atrayentes a la frivolidad humana.
Cristo responderá certeramente con la Sagrada Escritura afirmando ante la sociedad de consumo, “no sólo de pan vive el hombre”; ante el afán de poder, “sólo a Dios adorarás”; y ante el afán del éxito y de agradar a los demás, “no tentarás al Señor tu Dios”.
La tentación de dejarnos seducir por el espíritu del mundo, caracterizado por estos tres modos, nos acompaña a lo largo de la vida, exigiéndonos una permanente ascesis personal para no dejarnos vencer y dominar.
En estos días ante la renuncia de Benedicto XVI y mirando al futuro papa, innumerables “intérpretes del hecho”, manifestaron una lectura propia del mundo, careciendo de toda mirada de fe y analizando la Iglesia como una mera obra humana y no como presencia de Dios entre nosotros, a pesar de las debilidades y pecados propios de los bautizados.
El espíritu mundano se ha metido también en el ámbito de la Liturgia, lugar preferencial de la presencia de Dios entre nosotros, de manera tal que se degrada lo sacro para erigir lo profano, de modo que hasta el mismo sacerdote no pocas veces renuncia a presidir lo más sagrado conduciendo a todos al encuentro de Dios, para convertirse en un mero animador de espectáculo, o incentivador de sensaciones para hacer “más divertida” la acción sagrada y alejando a los fieles de Dios, atraídos por la vanidad del “divertimento” que se les ofrece.
La Iglesia misma, al respecto, nos enseña que a través del templo se nos ofrece un espacio para encontrarnos con Cristo, para mirarnos en nuestro interior, para dejar aflorar nuestro espíritu profundo y crecer más como amigos de Dios, para orar y descubrir la voluntad de Dios sobre nosotros.
El espíritu del mundo, en cambio, traslada al lugar sagrado o a la celebración litúrgica la frivolidad que se vive cada día en el exterior.
Hasta la forma actual de vestir, con ojotas, con pantaloncitos que apenas tapan la intimidad, -formas de vestir por otra parte que no aplicamos por ejemplo cuando estamos en el trabajo-, se ha infiltrado en la celebración litúrgica, dejando al descubierto nuestra fisonomía interior, culminando en que no pocas veces no hay distinción entre lo sagrado y lo que no lo es.
Esto produce por cierto que no se realice un verdadero crecimiento espiritual, ya que al igualarse lo sacro y lo profano en un mismo plano, termina el hombre cada vez más vacío de Dios, en la búsqueda siempre de lo placentero, ignorando que no sólo somos ciudadanos de la tierra, sino también, buscadores de la eternidad a la que nos dirigimos.
Pidamos a Jesús nos ilumine, para que conociéndolo más y más a Él, como pedíamos en la primera oración de esta misa, podamos configurarnos más y más con su persona

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 1er domingo de Cuaresma, ciclo “C”, 17 de febrero de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-










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