10 de mayo de 2013

“El que me ama será fiel a mi Palabra, y mi Padre lo amará; y habitaremos en él”.


El libro del Apocalipsis (21, 10-14.22-23) nos menciona la visión del apóstol Juan de la Jerusalén Celestial, cuyo anticipo es la Iglesia que peregrina en este mundo y de la que formamos parte por el bautismo, caminando hacia la Patria que es la comunión eterna con Dios.
En esta visión, hay indicios referentes a la vida de la Iglesia peregrina.
Y así, la muralla sólida que rodea la Jerusalén Celestial, hace mención a la firmeza de la esposa de Cristo en la que se cumple aquél anuncio que asegura la no prevalencia de las fuerzas del infierno. La muralla posee doce puertas y, cada tres de ellas mira a cada uno de los puntos cardinales, manifestando así la catolicidad de la Iglesia que está siempre abierta para recibir a toda persona de buena voluntad, sin distinción de raza o región, que quiera formar parte de la comunidad creyente, en la adhesión total a la persona de Cristo muerto y resucitado.
De este modo nadie queda excluido de pertenecer a la Iglesia del Señor, de allí, que la evangelización ha tratado de llegar a todos, respetando lo bueno que cada cultura ofrece, pero al mismo tiempo rectificando a la luz de la verdad, aquello que no estaba conforme al Evangelio, al mismo Cristo resucitado.
Si tomamos el libro de los Hechos de los Apóstoles (15,1-2.22-29) nos encontramos con las controversias en el cristianismo incipiente entre los judíos convertidos y los provenientes del paganismo, señalando que el encuentro de la nueva fe con las distintas culturas, origina muchas veces incomprensiones mutuas o tendencias a imponer los propios criterios lejos del evangelio mismo.
Los venidos de Judea quieren imponer la circuncisión y demás costumbres judías como condición incluso para alcanzar la salvación. Pablo y Bernabé se oponen a esta pretensión, pero viendo que no se llega a nada, suben a Jerusalén para compartir las dificultades con los apóstoles y los presbíteros, entre ellos el mismo Santiago, obispo de Jerusalén, constituyendo este encuentro apostólico  con lo que se conoce como el primer Concilio, el de Jerusalén.
Ahora bien, ¿por qué ir a Jerusalén, al encuentro de los apóstoles? El texto del Apocalipsis que acabamos de proclamar destaca que la muralla vista en la visión de Juan, se asienta sobre doce pilares que representan a los doce apóstoles, enseñándonos que para mantenernos siempre en la firmeza de la fe hemos de recurrir siempre al encuentro de aquéllos que fueron constituidos como piedras visibles de la Iglesia, y que pueden iluminarnos siempre con sus enseñanzas disipando así toda duda.
En Jerusalén se resuelve imponer algunas cargas que permitieran, a pesar de las diferencias de orígenes, lograr la unidad de la comunidad de Antioquia.
La existencia de conflictos en el seno mismo de la Iglesia causados por visiones distintas en relación con lo que hay que creer y vivir, ha sido siempre moneda corriente en el trascurso de la historia.
Muchas veces, en efecto, la divulgación de herejías sostenidas por grupos particulares, han vulnerado la verdad misma sembrando confusión  y amenazando la unidad de la Iglesia por el surgimiento de bandos opuestos entre sí, siendo el Magisterio del Papa o de los Obispos reunidos en Concilio, el que declarara firmemente la verdad revelada que debía ser sostenida por los que quisieran seguir dentro de la comunión de la Iglesia.
El mismo san Pablo insistió en la necesidad de no crear grupos que  lo siguieran a él, o a Cefas o a Apolo, ya que sólo Cristo es el único Salvador de todos.
Con la asunción del papa Francisco aparecieron voces que sugerían “grandes cambios” doctrinales en la Iglesia, desconociendo que ésta no está sujeta al vaivén de las opiniones cambiantes del mundo, sino que sea quien sea su Pastor Universal, la fidelidad a Cristo se mantiene siempre desde el principio, ya que la Verdad que es Dios mismo, es inmutable en su esencia, aunque pueda variar la forma de transmitirla.
También en nuestro tiempo, además, surgen voces discordantes, sacerdotes, o laicos que se dicen católicos, que defienden posturas ajenas al sentir de la Iglesia en su fe y opuestas a la moral católica. Pues bien, corresponde a los obispos y, en última instancia al Papa, esclarecer las mentes y corazones enseñando la verdad que proviene de quien es Camino,  Verdad y Vida.
Estos conflictos no deben sorprendernos, ya que siempre han aparecido estas divergencias. Lo que sí asombra, es que quienes no quieren adherirse a la fe y moral verdaderas, continúen dañando la fe de sus hermanos sembrando el error, manifestando su disconformidad y pretendiendo que la Iglesia toda se acomode a sus puntos de vista siempre subjetivos.
En cualquier institución de este mundo, ya sean clubes, partidos políticos u otras organizaciones,  es común que quien no está de acuerdo con sus normas, terminan por apartarse de las mismas.
En la Iglesia, en cambio, donde se juega algo tan delicado como la fe y la vida moral congruente con la misma, lamentablemente no sucede así, y permanecen los díscolos dañando desde dentro a la comunidad toda, utilizando el nombre de católico, sembrando la cizaña de sus odios y divergencias. En el fondo esto sucede porque se tiene la intención manifiesta de perjudicar a la Iglesia, o porque se sabe que si se propagan esas ideas desde fuera, no habría  ni oyentes ni seguidores.
La referencia permanente a la enseñanza del Papa o de los Obispos, nos permite ser guiados por el camino de la verdad, cuidando siempre, por lo tanto, de no seguir meramente lo que nos gusta y agrada, sino sólo aquello que nos permite vivir la misma fe y esperanza, en un clima de caridad.
Estos desvíos tienen su causa, por cierto, en el espíritu del mal, que sólo busca sembrar confusión y duda entre nosotros. Al respecto nos decía el papa Francisco, que es necesario no dialogar con el demonio, el cual con apariencia de verdad nos lleva siempre al error.
En la vida de la Iglesia está presente siempre Jesús, ya que como afirma el Apocalipsis, el templo de la Ciudad santa “es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero”. Y esta “Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero”.
Es en Cristo el nuevo Templo mediante el que rendimos culto de adoración al Padre, y es en su muerte y Resurrección por donde “hemos de prolongar en nuestra vida el misterio de fe que recordamos” (oración colecta).
Es Cristo, además, quien nos muestra el camino de perfección como hijos de Dios y lo necesario para lograr la comunión en la comunidad cristiana.
En el evangelio (Juan 14,23-29) nos dice junto a sus discípulos que “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. Esta afirmación nos permite reflexionar hasta qué punto estamos o no unidos a Cristo. El conocimiento profundo de que Él  es el Hijo de Dios, nos permite crecer en el amor a su Persona y ponerlo de manifiesto a través de la vivencia de sus mandamientos.
Fruto de esta unión estrecha con el Señor es el don de la paz que promete, diferente a la que ofrece el mundo, ya que no es la mera ausencia de guerra, sino que implica el equilibrio interior que brota de la estrecha unión y amor a su Persona, permitiendo contemplar las cosas del mundo desde la perspectiva  de la fe, es decir, de  su inclusión en la providencia divina.
Desde esta paz podremos vivir lo aconsejado por santa Teresa “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa; Dios no se muda, la paciencia  todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta”.
Queridos hermanos, con corazón manso y dócil a la verdad que nos transmite Jesús, pidamos la gracia de la fidelidad a su Persona, enseñanza y vida.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VI° Domingo de Pascua. Ciclo “C”. 05 de mayo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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