El evangelista san Lucas nos describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) el clima de fiesta que se vive en Jerusalén.
Se encuentran presentes los judíos de la diáspora, es decir, aquellos que provenían de distintos lugares del mundo entonces conocido, recién llegados para celebrar la fiesta judía de Pentecostés, por la que hacían memoria de la alianza realizada entre Dios y el pueblo judío en el monte Sinaí, cuando Dios al entregar las tablas de la Ley sostiene que Él será su Dios y los judíos constituirán su pueblo, si escuchan la Palabra y la ponen en práctica.
Se trata de una fiesta que celebra con gozo el amor entre Yahvé y su pueblo. Dentro de ese marco Dios envía el don del Espíritu Santo, pasando así del Pentecostés judío al Pentecostés cristiano.
El amor entre el Padre y el Hijo que existe desde toda la eternidad, constituye una persona divina, la tercera, el Espíritu Santo, que es enviado por ambos para continuar en el tiempo la obra realizada por Jesús.
En el misterio de la Ascensión habíamos dicho que Jesús vuelve al Padre, pero no para dejarnos solos, sino que siguiendo con nosotros especialmente en la Eucaristía, sigue recreando y afirmando la comunidad de creyentes por medio del don del Espíritu Santo. El mismo Jesús había advertido la necesidad de su vuelta al Padre para que el Espíritu continúe su obra.
Pedíamos en la primera oración de esta misa que ya que “por el misterio de esta fiesta santificas a tu Iglesia extendida entre las naciones, derrama sobre toda la tierra los dones del Espíritu Santo e infunde en el corazón de tus fieles las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”. Precisamente las maravillas realizadas en los apóstoles fue el confirmarlos en la misión que Jesús les había encomendado de predicar el evangelio en todas partes, para lo cual los iluminó para que comprendieran lo recibido y, los fortaleció para que lo predicaran con valentía.
San Lucas describe los acontecimientos muy simplemente, pero remarcando su hondo significado, ya que las “lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos”, significan la iluminación interior que recibe cada uno de los apóstoles, anticipo de lo que sucedería en nosotros. Lenguas de fuego que sugieren además, el calor de la caridad que invade a los apóstoles y a todo creyente, impulsando siempre a transmitir al mundo la alegría y enseñanzas que la Iglesia recibe del Resucitado.
De allí que el cirio pascual encendido durante todo el tiempo pascual nos ha indicado la presencia de Cristo resucitado, cuya luz viene a iluminar nuestra vida y darle un sentido nuevo y, desde el domingo pasado en que celebramos la Ascensión del Señor, esta misma luz está simbolizando la del Espíritu Santo que viene a completar y perfeccionar la obra de Jesús en nosotros.
Concluida esta misa, el cirio pascual ya apagado y colocado junto a la pila bautismal, indicará que comienza el tiempo de la Iglesia, y que el Espíritu Santo impulsará a cada uno, a asumir lo que se le ha confiado como miembro de la comunidad que profesa la misma fe, originando siempre la unidad en el todo del Cuerpo de Cristo que es su iglesia.
San Pablo en la segunda lectura proclamada (I Cor. 12,3b-7.12-13), nos decía que así como en el cuerpo humano cada miembro, aunque diverso en su función, trabaja para el bien de todos, en el Cuerpo de Cristo que es su Iglesia, cada bautizado a una con todos, forma un único Cuerpo, desempeñando cada uno la misión que se le ha encomendado.
Esta realidad nos conduce a descubrir la misión personal recibida, en medio de la labor comunitaria que se origina en el hecho de ser bautizados por un mismo Espíritu, para ir al encuentro del hombre de nuestro tiempo en los distintos ámbitos de la vida social para hacerlo presente a Cristo resucitado.
Al poner al servicio de los demás los dones recibidos, contribuimos a formar un único Cuerpo, iluminado y fortalecido por el Espíritu.
La realidad de este “único” Espíritu enviado por el Padre y el Hijo, hizo posible que los judíos de la diáspora presentes en Jerusalén en Pentecostés, entendieran, a pesar de los diferentes idiomas y razas, la enseñanza sobre la presencia del resucitado que se les transmitía.
Más aún, la diversidad de lenguas que permitía, con todo, entender la acción del Espíritu, hace referencia de un modo visible la catolicidad –universalidad- de la misma Iglesia nacida del envío y recepción del Espíritu Santo.
En la liturgia de ayer –vigilia de Pentecostés- escuchamos en el libro del Génesis ( 11, 1-9), cómo la soberbia del hombre que pretendió nuevamente erigirse hasta Dios para de alguna manera “apoderarse” de Él, trajo consigo el pecado, manifestado en la confusión de las distintas lenguas -ya que el pecado siempre trae confusión en medio de la diversidad-.
La venida del Espíritu de Dios, en cambio, recibido con humildad por parte de todos, no confunde a quienes hablan distinto, sino que une en una misma verdad confesada abiertamente por la fe en un único Señor y dador de Vida, gestando en cada uno la novedad de nueva creatura por el misterio pascual.
Escuchamos recién en el canto de la Secuencia, cómo el Espíritu Santo transforma los corazones que se le abren con buena disposición: “lava nuestras manchas, riega nuestra aridez” en medio de esta vida, “sana nuestras heridas, suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad” ante las cosas de Dios, “corrige nuestros desvíos” para que podamos vivir siempre en plenitud el misterio pascual, “concede a tus fieles, que confían en Ti, tus siete dones sagrados”, para poder en la vida cotidiana crecer en santidad.
Nos dice el texto poéticamente, además, que el Espíritu es “dulce huésped del alma”, permitiendo esto que los fieles en la liturgia sean incensados como templos del Espíritu Santo, dependiendo de nosotros el dar cabida o no al Espíritu, que desea conducirnos, si somos dóciles, por el camino del bien.
Queridos hermanos: el Espíritu Santo es el fruto más hermoso que nos ha dado la muerte y resurrección de Jesús, quien nos deja a su vez –como lo expresa el evangelio del día (Juan 20, 19-23)- su paz, la que el mundo no puede dar, junto al perdón de los pecados, enviándonos para transmitir a todo el mundo el gozo de haber sido redimidos, no sintiéndonos ya huérfanos.
Seamos dóciles al Espíritu para que nos dirijamos siempre a la realización de obras buenas, apartándonos hasta de la sombra del maligno.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de Pentecostés. Ciclo “C”. 19 de mayo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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