18 de mayo de 2013

“Mantengamos firmemente la confesión de nuestra esperanza, porque Aquél que ha hecho la promesa, es fiel”.


En la segunda lectura de esta misa tomada de la carta a los Hebreos (9,24-28; 10,19-23), encontramos una descripción significativa del misterio de la Ascensión del Señor.
Nos recuerda que Cristo ofrece un único sacrificio para redimir al hombre, el de su Cuerpo, e ingresa al santuario del cielo para presentarse delante de Dios.
Los sacerdotes de la Antigua Alianza, en cambio, entraban en el santuario cada año, para ofrecer múltiples sacrificios expiatorios por los pecados de los judíos, sin el poder de perdonar los pecados como lo fue el sacrificio de Jesús. Delante del Padre, Jesús intercede a favor nuestro, y al mismo tiempo anticipa que ésta es la meta de cada uno de nosotros ya que “tenemos plena seguridad de que podemos entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que Él nos abrió a través del velo de su Templo, que es su carne”.
La certeza de la meta de entrar en comunión con la divinidad, no nos hace, por lo tanto, descuidar nuestro caminar en el tiempo, sino que nos permite dimensionar lo temporal desde lo eterno, dándole el sentido pasajero que tiene todo lo de acá, y que sólo tiene valor si nos prepara para lo eterno.
De allí que desde la ascensión hasta la segunda venida de Cristo, sólo transcurre el tiempo de la espera “ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan”, porque Él vendrá por segunda vez no para morir de nuevo, sino para, a través del juicio definitivo, llevar consigo a los que le fueron fieles en todo el tiempo de la Iglesia peregrina.
Mientras llega ese momento definitivo, Cristo es el Sumo Sacerdote, el puente que nos une al Padre, de allí la necesidad de acercarnos a su Persona “con un corazón sincero y llenos de fe, purificados interiormente de toda mala conciencia y con el cuerpo lavado por el agua pura”.
La ascensión del Señor es una invitación para que busquemos ascender en nuestra vida por el camino de la santidad, sin que haya nunca un detenerse, un conformarse con lo mínimo indispensable. Más aún, aquél que ha entendido que su vocación es ser santo en la comunión con Dios en la vida eterna, hace todo lo posible por vivir -mientras camina en este mundo- el misterio pascual, muriendo al pecado, recreándose por la gracia, y profundizando cada vez más la unión con Cristo resucitado.
Toda esta vivencia personal no es para guardarla cada uno para sí, sino para llevarla a sus hermanos, al mundo en el cual estamos insertos.
Por eso, Jesús antes de volver al Padre, envía a sus discípulos diciéndoles “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hechos. 1, 1-11), bautizando a los que crean, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, aplicando así en los creyentes el paso del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.
El tiempo posterior a la Ascensión hasta la segunda venida, pues, no es un período de quietud para gozar de lo que hemos recibido, viviendo de la renta espiritual que el Señor nos concedió, sino un espacio histórico para salir al encuentro de la persona humana de todos los tiempos para convocar, transmitir y contagiar la alegría de haber sido salvados.
En primer lugar son enviados los apóstoles, para indicar que ellos bajo la guía del Espíritu Santo, han de conducirnos siempre en una misma fe, esperanza y caridad por el camino de la verdad y la santidad hacia el Padre.
Los apóstoles como columnas de la Iglesia y sus sucesores, serán siempre los referentes a quienes tenemos que mirar y seguir para no errar el camino de la misión al mundo que nos abrió Jesús con su muerte y resurrección.
Esto nos impulsa a no quedarnos quietos, a que no pase un día sin que busquemos la oportunidad para hacerlo presente a Jesús, en el trabajo, en la familia, en la escuela, en el descanso, en fin, en todos los ámbitos de la sociedad y en todo tiempo y lugar.
En esta misión a la que se nos envía, es importante no tener miedo al rechazo o a la indiferencia, ya que Jesús estará con nosotros hasta el fin de los tiempos, y por medio de su Espíritu nos señalará qué debemos decir y obrar en cada momento de nuestras vidas peregrinas.
En definitiva lo que nos mueve, además del envío, es el amor a las demás personas, que como nosotros, están también llamadas a conocer la verdad y entrar en posesión de la contemplación divina, contagiando a todos de la alegría del resucitado que ya vivimos por la fe que nos sostiene.
Concluye el texto de la carta a los Hebreos que hemos proclamado, diciendo “mantengamos firmemente la confesión de nuestra esperanza, porque Aquél que ha hecho la promesa es fiel”.
Tales palabras nos convocan, por cierto, -en un mundo cada vez más incrédulo- , a no temer hablar de la santidad, del compromiso con Cristo, de la meta de la vida que es entrar en el Santuario, ya que tenemos la seguridad que este anuncio se cumplirá ciertamente “porque Aquél que ha hecho la promesa es fiel”. Cristo no es como el hombre que promete muchas veces y después no cumple con su palabra, sino que como no se engaña y no quiere engañarnos porque es la Verdad, no hace más que manifestarla y resguardarla permanentemente.
Hermanos: aprovechemos estos días previos a la venida del Espíritu Santo cuando Jesús abra la mente y el corazón de sus discípulos, para entender su vida, su mensaje y su misión en el mundo, para que también nosotros iluminados desde lo alto, podamos ser fieles a la tarea que Él nos encomienda.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Ascensión del Señor. Ciclo “C”. 12 de mayo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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