Jesús nos dice en el evangelio (Jn.13, 31-33ª.34-35) que por su glorificación, es decir, su pasión, muerte y resurrección, glorifica al mismo Padre.
Por medio de este misterio de anonadamiento y exaltación, ambos se manifiestan en su grandeza y santidad, otorgando al mismo hombre la posibilidad de recuperar la dignidad recibida como imagen y semejanza del Creador, herida por el pecado y recreada por el bautismo que actualiza el misterio pascual.
El acto de mayor culto a Dios, agradable en grado sumo, se concretó cuando su Hijo hecho hombre, entregó obediente su vida terrenal por la salvación del hombre, comprometiéndonos a los bautizados en reciprocidad con Él.
En la primera oración de esta misa pedíamos a Dios que realice “plenamente en nosotros el misterio pascual para que, renacidos por el santo bautismo, con tu ayuda demos fruto abundante y alcancemos la alegría de la vida eterna”.
Con esta petición se nos enseña que el misterio pascual no se contempla o recuerda solamente, sino que se aplica a nuestra vida cotidiana. De allí la insistencia desde la fe, de morir cada día al pecado para renacer a la vida de la gracia como hijos de Dios.
Por el bautismo formamos parte del Pueblo de Dios, de la Iglesia, en la que se encuentra el mismo Señor, ya que como recuerda el libro del Apocalipsis (21,1-5ª), “Ésta es la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos su propio Dios”.
Esta morada de Dios entre los hombres es la misma Jerusalén Celestial “que descendía del cielo y venía de Dios” para encontrarse con su esposo, Cristo.
Y es precisamente en este encuentro con Jesús, donde “Yo hago nuevas todas las cosas”, como afirma quien está sentado en el trono, para retornar a la gloria que nos espera, meta excelsa según la voluntad salvífica del mismo Dios.
El apóstol san Juan confirma así nuestra esperanza que en la victoria de Cristo resucitado sobre el espíritu del mal y del pecado, se significa nuestro triunfo.
Aspirar a la vida eterna como meta última de nuestra vida, nos interpela también, a comprometernos con la vivencia profunda del amor entre los hermanos, como prolongación del auténtico amor que Jesús nos tiene y que demanda respuesta: “ámense los unos a los otros. Así como Yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros”.
El amor al prójimo es una exigencia que con frecuencia destaca la Palabra de Dios como vinculante a toda persona humana que previamente ha sido amada por Jesús por medio de su muerte y resurrección.
Como el amor de Cristo consiste en habernos amado sin medida como nos ama el Padre, también nosotros hemos de intentar hacer realidad este amor sin medida, a pesar aún de nuestras propias limitaciones y mezquindades.
En este amor existen gestos comunes que todo cristiano debe realizar con la familia, sus amigos o los necesitados de este mundo, engendrando así la unidad de los cristianos en sus comunidades de fe y vida, entendiendo cada uno que ser discípulo del Señor implica amarse los unos a los otros, como Él nos amó.
Ahora bien, el amor verdadero dilata el corazón humano de manera que no hemos de conformarnos con los pequeños gestos de cada día en el trato con el otro, sino que nos dispone también a hacerlo realidad en medio de la sociedad, desde el lugar que ocupamos, teniendo en la mirada e intención el bien del mayor número de aquellos que ya son hermanos en la fe o llamados a ella.
En relación al amor del prójimo, en nuestros días asistimos al desplome de nuestra Patria donde la corrupción es cada vez mayor y descarada, existiendo cristianos que han expoliado la Nación utilizando el poder -que sólo tiene sentido cuando se sirve a los demás-para enriquecerse a sí mismos, con total desparpajo y ante la mirada mansa de un pueblo que deambula sin orientación.
Porque aceptémoslo, nosotros como pueblo muchas veces nos quedamos tranquilos si hay abundancia, y no nos preocuparnos demasiado si nos quitan nuestra dignidad o se destruye la familia o a la persona humana misma, con ideologías ajenas a nuestra identidad cristiana, renunciando incluso a lo que somos desde los orígenes de la Nación.
Hemos llegado a claudicar ante la “ideología” por la que el ser humano no interesa, sacrificado en el altar de la delincuencia, de la droga, de la marginalidad, del saqueo de nuestra riqueza común, para engordar la avaricia de unos pocos.
En el “vamos por todo” se incluye al mismo Dios, al cual se excluye y margina como si no existiera y a quien no hay por qué servir.
Pero como Dios ciega a quienes quiere perder, -significando esto que los pecados personales impiden apreciar correctamente la realidad y se toman decisiones equivocadas que llevan a la perdición -, más tarde o más temprano, por los medios que Él sólo conoce, pondrá las cosas en su lugar.
Los pecados contra el prójimo claman al cielo, y como lo enseña la Sagrada Escritura en no pocas oportunidades, la paciencia de Dios -que espera siempre la conversión del ser humano-, tiene también su momento en que pedirá cuentas por todo el daño perpetrado contra los hermanos que no fueron vistos como tales en este mundo ni se les ha reconocido su común filiación divina.
El amor al prójimo lleva a quienes pueden y deben hacerlo, el procurar crear fuentes de trabajo y no engañarlo con la falsa ilusión de las dádivas.
El amor al prójimo conduce a implementar la cultura del trabajo que dignifica, en lugar de distraer con pan y circo.
El amor al prójimo procura hacer al hombre cada vez más libre y responsable y no esclavo de la droga, del placer o de aquello que lo aparta de su dignidad.
La educación en la verdad y la custodia y protección de la vida humana, son elecciones propias de quien ama al prójimo. La exaltación de la mentira y la aniquilación del hombre por el aborto o los asesinatos a plena luz del día, son en cambio, manifestaciones del odio hacia el hermano que prolonga el que existe ya contra el Creador.
El verdadero amor al prójimo supone siempre el servicio a la familia, al matrimonio entre varón y mujer, a la defensa de los valores que nos engrandecen, el resguardo de la justicia por la que se procura dar a cada uno lo suyo de modo que a nadie le falte lo que necesita para vivir dignamente.
Dios quiere nuestra felicidad eterna, pero por el camino de una vida plenamente humana como hijos de Dios, que en definitiva sólo Él nos asegura.
Escuchamos en el libro del Apocalipsis y recordaba recién, que Dios dice de sí mismo “Yo hago nuevas todas las cosas”. Pues bien, nosotros no pocas veces dejamos de confiar en la Providencia de Dios, como si Él no se ocupara de nosotros, creyendo vanamente en las promesas y conducción de los hombres. En el transcurso del tiempo no hemos sufrido más que desilusión y fracaso, por escuchar voces diferentes al del Buen Pastor que es Jesús.
Y esto ha sucedido porque no se ha visto al otro como hermano sino como medio para el propio y egoísta engrandecimiento.
Únicamente cuando se mira el orden terrenal y humano desde la visión que posee Dios Creador, es posible trabajar desinteresadamente unos por los otros, buscando sólo el bien del prójimo y así lograr una sociedad más humana.
Estamos llamados a vivir cada día el misterio pascual de Jesús, muriendo a toda maldad para vivir en la bondad y nobleza de hijos de Dios y, de esa manera colaborar con quien nos dice “Yo hago nuevas todas las cosas”, transformando la vida social, económica, familiar y política.
Para realizar esta misión, la Iglesia, como lo hicieron Pablo y Bernabé (Hechos 14,21b-27) ante las comunidades cristianas, nos exhorta a perseverar en la fe recordándonos “que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”.
Concluyamos hermanos pidiendo al Señor de la historia, la luz necesaria para saber lo que tenemos que hacer en estos tiempos y, fuerza para realizarlo.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el V° Domingo de Pascua. Ciclo “C”. 28 de abril de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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