22 de julio de 2013

“Como Cristo, samaritano en su vida terrena, transitemos por el mundo haciendo el bien a todos”

En la primera oración de esta misa pedíamos a Dios nos conceda a “quienes hacemos profesión de cristianos, la gracia de rechazar todo lo que se opone a este nombre y comprometernos con todas sus exigencias”, orientando de esta manera toda nuestra vida a Él.
La pregunta del doctor de la Ley (Lc. 10, 25-37) sobre qué hacer para llegar a la Vida eterna, universaliza lo que se oculta en el interior del hombre, ya que aunque a veces no se lo quiera admitir, sabemos que la existencia en este mundo es pasajera, verdad que no quita la inquietud del corazón y la orientación a Dios.
San Pablo afirma en la segunda lectura (Col. 1, 15-20) que “Cristo Jesús es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles”, y todo subsiste en Él.
Ahora bien, si Cristo es la imagen del Padre, se entiende que a ello se refiere al afirmar que “quien me ve a mi, ve al Padre” (Jn. 14). Por lo tanto, si Cristo es imagen del Padre, nosotros somos imágenes suyas.
En efecto, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, pero ya que el Hijo de Dios por el misterio de la Encarnación asumió nuestra naturaleza humana, fuimos constituidos también imágenes del Verbo encarnado.
Asumiendo la naturaleza humana, el Hijo de Dios hace posible que podamos participar de la divina, vocación a la grandeza a la que está llamado cada uno de nosotros, siendo Cristo Cabeza, y nosotros miembros de su Cuerpo, dice el apóstol san Pablo.
El hecho de ser imagen de Cristo nos compromete a vivir en este mundo como Él vivió, de allí el sentido de la primera oración de esta misa al pedir rechazar lo que se opone al nombre de cristianos y vivir las exigencias que implican para cada bautizado.
En el texto del evangelio de hoy (Lc. 10,25-37), Jesús nos presenta una forma concreta de vivir como imagen suya en este mundo, ya que el buen samaritano es el mismo Cristo que siempre aparece en nuestra historia como quien siempre se acerca a nosotros, heridos por el pecado o diferentes circunstancias de la vida.
La respuesta del doctor de la Ley subrayando el amor a Dios y al prójimo, constituye el centro de la vida cristiana y el camino que conduce a la Vida eterna.
Sin embargo, justificando su intervención, -al quedar en evidencia la ociosidad de su pregunta por conocer el núcleo de la ley-, vuelve a preguntar “¿Y quién es mi prójimo?”.
Jesús aprovecha la oportunidad que se le presenta para enseñarnos acerca de quién es nuestro prójimo, ya que con frecuencia pensamos en quien está cerca de nosotros.
La mirada nueva que deja el Señor refiere al prójimo, como aquel a quien nos acercamos, próximos del que sufre o padece en este mundo, del que está tirado en el camino de la vida y, que por lo tanto emerge como “imagen del mismo Cristo sufriente y crucificado”.
El evangelio especifica que el golpeado “cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y lo dejaron medio muerto”. En nuestra experiencia cotidiana, quien más o menos, ha pasado por la triste experiencia de caer en manos de ladrones que quitan lo que llevamos encima y hasta nos golpean.
Pero hay otros ladrones que quizás no los consideramos tales pero que también hacen de las suyas, como los que nos roban la esperanza por un mundo nuevo; quienes pervierten nuestra fe con sus enseñanzas erróneas; los que roban la honra arruinando para siempre la fama del hermano; los que roban la inocencia de los niños y jóvenes con sus prédicas ideológicas acerca de la vida, de la sexualidad y de la familia, suscitando la molicie, la mentira y la búsqueda de lo fácil; los que roban los bienes comunes abusando del poder para enriquecerse ellos y sus amigos; los que nos asaltan con sus discursos preñados de falsedad para confundirnos y alejarnos de la verdad; los que roban la posibilidad de vivir en la justicia.
En el camino de nuestra vida nos encontramos siempre con el ser humano que implora y reclama nuestra atención y cuidado, tal como lo señala el texto bíblico al decir que “un hombre bajaba de Jericó a Jerusalén”. No hay distinción de raza o nación o religión alguna, sólo “un hombre”, hermanado conmigo que también transito este mundo.
No se indica si es bueno o malo, o si quiere ser ayudado o no, sólo se afirma que está tirado en el camino, en la desprotección más profunda.
¡Cuántas veces nos encontramos con el drama de la droga, el alcoholismo, la prostitución, el abandono, la pobreza más extrema, en medio de la sociedad o de nuestra familia misma, entre cercanos y lejanos! Y es allí, donde como el samaritano, somos interpelados para acercarnos con el deseo de hacer el bien en quien quizás su imagen de Cristo está desfigurada por el pecado o cualquier otro mal, y necesita de nosotros, ya que por él también ha muerto y resucitado Cristo Nuestro Señor.
Esta realidad reclama que no sigamos de largo en nuestro camino ante el que sufre, que no actuemos como el sacerdote y el levita, que no practicaban la ley que conocían, siendo incoherentes con la fe que profesan.
A nosotros también se nos demanda no caer en ello sino más bien practicar lo que el nombre de cristiano exige, sin caer en la tentación de seguir de largo, siempre de prisa y preocupados sólo por nuestras cosas y realidades, que aunque también importantes, deben ceder cuando la urgencia del otro nos convoca, aunque sea nuestro enemigo quien yace sumergido en la necesidad, como lo era quien es asistido por el samaritano.
Precisamente ¡un samaritano!, enemigo de los judíos, es quien se conmueve y se aproxima a sacar al otro de su necesidad extrema.
Cuántas veces acontece que quien no cree o no profesa nuestra fe, sin embargo se aproxima a quien necesita ser socorrido, siendo esta actitud propicia para que nosotros, como samaritanos, le llevemos el evangelio ayudándole a descubrir la verdad plena del compromiso de fe con Jesús.
A cada uno en la situación concreta de cada día se le ofrecen múltiples oportunidades para ser samaritano de otros, de los apartados de la fe o golpeados por situaciones difíciles. Siendo jóvenes, adultos o niños, siempre tenemos tiempo para aproximarnos a los que nos necesitan, ya en las familias, el trabajo, en el estudio o en la profesión.
El joven o el adulto sumergidos en la “libertad” sexual, el matrimonio con serias dificultades, el profesional a quien le cuesta la honestidad de vida, en fin, a toda persona “que sufre en su cuerpo o en su espíritu”, podemos llevar la “cura de sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio Común VIII).
La misión del samaritano se ejerce también por medio de las instituciones. Pienso, por citar algunos ejemplos, en Grávida, que en la arquidiócesis lleva consuelo y fortaleza a la mujer, que abandonada a causa de un embarazo, está tentada a perder a su hijo. O las instituciones que procuran liberar al ser humano del alcoholismo, drogadicción o, de sus inclinaciones homosexuales. O las que en la transmisión de la verdad buscan sacar a las personas de la ignorancia o del error que degrada los espíritus.
Queridos hermanos: aunque no podemos solucionar todas las miserias que abundan en el mundo, siempre hagamos algo por quienes padecen y esperan de nosotros una mano tendida para levantase de su postración.
Pidamos al Señor un corazón que se conmueva ante el dolor y, un espíritu que prolongue en el tiempo la obra buena comenzada.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XV del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 14 de julio de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com














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