20 de junio de 2014

“Creados a imagen y semejanza de Dios, manifestemos al mundo el ser y el obrar trinitario”.

La Iglesia celebra en este día la Solemnidad de la Santísima Trinidad, por eso en la primera oración de esta Eucaristía, pedíamos al Padre “que, en la profesión de la fe verdadera, podamos conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar al único Dios todopoderoso”. Hemos nacido a la fe por el sacramento del bautismo en el nombre de la Trinidad divina. Al rezar recién el Gloria, honramos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Cuando proclamemos nuestra fe católica en  el rezo  del Credo, nuestra atención se centrará en la aceptación de las tres divinas personas que confesamos en la Iglesia como el Dios verdadero.
Y así, desde que nacemos hasta que morimos, nuestra existencia terrena está relacionada con las tres divinas personas, de allí que partiendo de esta verdad podemos no sólo acercarnos al misterio divino en el que creemos, sino también,  nos conocernos mejor, a pesar que cada uno de nosotros es un misterio insondable y oculto para sí mismo.
Es verdad que podemos decir ¿quién conocerá a Dios, en su intimidad?  Y por extensión preguntamos: ¿Quién puede decir que se conoce intensamente, o que conoce en profundidad a los demás? 
¡Cuántas veces nos admiramos por los más variados cambios interiores! ¡Cuánto nos sorprendemos por nuestras actitudes, pensamientos o acciones! 
¿Quién es el hombre en verdad?, surge de nosotros la pregunta obligada.
Incluso cuando nos manifestamos a otros no lo hacemos plenamente, ya que siempre hay un aspecto de nuestra interioridad que permanece oculta en medio incluso de lo que se manifieste progresivamente. Y esto es propio del misterio personal, de modo que aún queriéndolo, no podemos exteriorizarnos en plenitud. 
Este descubrir nuestro personal misterio, nos ayuda a acercarnos a la intimidad de Dios con una actitud de obediencia humilde de fe y de adoración, y ser capaces de caer de rodillas ante el “mysterium tremendum et fascinans”  que nos ha creado para hacernos partícipes de su santidad. 
Ahora bien, como hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, podemos traducir en nuestra vida cotidiana de alguna manera, el ser y el obrar de la Santísima Trinidad, es decir, hacer patente la paternidad de Dios, la filiación del Hijo y el amor transmitido por el Espíritu Santo, alcanzando así la plenitud  de vida y felicidad que nadie nos puede quitar.
En la primera lectura de esta liturgia (Éx. 34, 4b-6.8-9) escuchamos cómo Moisés asciende al monte Sinaí llevando dos nuevas tablas para que Dios escriba su ley, confirmando la alianza, ya que las primeras las había destruido cuando al bajar del monte se encuentra con que el pueblo impaciente por la espera de la alianza había comenzado a adorar al becerro de oro. Dios se le manifiesta nuevamente descendiendo en la nube, permaneciendo junto a él y, “Moisés invocó el Nombre del Señor. El Señor pasó delante de él y exclamó  El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse y pródigo en amor y fidelidad.” Moisés cayó de rodillas y pide perdón por la obstinación del pueblo elegido, suplicando “conviértenos en tu herencia”.
¡Qué distinta sería la vida humana si nosotros mostráramos cada día a los demás este gesto de la paternidad de Dios que se muestra en el Sinaí! ¡Qué importante si pudiéramos manifestarnos al mundo, compasivos, bondadosos, lentos para enojarnos y generosos en amor y fidelidad! ¡Qué hermoso vivir la Providencia del Padre, de manera que como Él cuida de todos, poder hacer lo mismo nosotros en nuestra relación con el prójimo!
En este sentido el papa Francisco, como lo hiciera anteriormente Benedicto, entre otras cosas, nos insiste en la necesidad de cuidar del hábitat en el que se desarrolla el hombre, el planeta en el que habitamos.
Respecto al Hijo, nos dice el texto del evangelio (Jn. 3, 16-18) que “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
La enseñanza clara, pues, es que el Hijo de Dios en su ser y obrar se hizo hombre para entregarse, para donarse totalmente a cada uno de nosotros  y en la entrega de Sí mismo no solamente dio lo mejor de su Persona, sino que nos rescató de la miseria del pecado y de la muerte eterna. Al respecto, ¡qué distinta sería la vida si viviéramos cada día esta entrega de Jesús al mundo! 
En efecto, estar dispuestos a ofrecer la vida por los demás, cambiaría totalmente la sociedad, ya que desde el lugar que ocupamos en la misma como políticos, educadores, economistas, trabajadores, sindicalistas, guías religiosos, padres e hijos etc,  buscaríamos lo mejor para cada ciudadano de este mundo, ofreciéndonos siempre por el crecimiento en dignidad de todos y de cada uno.
De una manera concreta imitar a Cristo implicaría la transformación de cada persona ya que daría lo mejor de sí a favor de los prójimos.
Por último, el Espíritu Santo que es el amor entre el Padre y el Hijo, viene a nosotros a distribuir los dones que el Padre nos obsequia a través de la mediación del Hijo. El Espíritu Santo se revela a nosotros para santificarnos, iluminar las inteligencias y fortalecer los corazones para vivir en plenitud la fe, la esperanza y la caridad cristianas.
¡Qué grandeza para todos si siguiendo la misión del Espíritu Santo buscáramos iluminar la inteligencia humana para que se entienda el Evangelio, y fortaleciéramos los corazones para que ardan en el fuego de la caridad y del arrojo misionero sin temor a persecución alguna! Mostrando el camino de la salvación y fortaleciendo a los débiles en los diversos aspectos de la vida, permitiría caminar unidos a la meta que nos espera y atrae, la del encuentro definitivo con Dios.
¡Qué diferente sería la existencia humana en este mundo, si asumiéramos el obrar del Espíritu de Dios, que viene a unirnos a todos en la búsqueda constante y nunca alcanzada plenamente en este mundo, de la riqueza de Dios que se nos ofrece!
Gracias al Espíritu podemos clamar a Dios, “Abba”, es decir, Padre, y el  ser cada uno imagen y semejanza de Dios, no sería sólo una verdad anunciada sino vivida en plenitud, manifestando por medio nuestro, en el transcurso del tiempo, el obrar de cada una de las personas divinas.
Se haría realidad lo que enseña san Pablo (2 Cor. 13, 11-13) “trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y paz. Y entonces, el Dios del amor y de la paz permanecerá con ustedes”, de manera que “la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes”.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo A. 15 de junio de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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