7 de junio de 2014

“Por el misterio de la muerte y resurrección del Hijo, habitaremos con el Padre si le somos fieles”

Al inicio del tiempo pascual hicimos mención a aquello que Jesús había dicho a sus apóstoles “Vayan a Galilea, allí me verán”. Es en Galilea donde el texto evangélico hace mención hoy del encuentro entre Cristo y los suyos dándoles las últimas instrucciones antes de volver al Padre.
La primera oración de esta misa vuelve a insistir en dar gracias a Dios por la alegría  de la Ascensión del Señor, ya que nuestra humanidad por medio de Cristo es elevada junto al Padre, siendo un anticipo de la gloria futura que nos espera, y esto porque fuimos creados  para vivir ya desde este mundo, y luego en la eternidad, en la participación  de la vida divina, donde no habrá llanto ni dolor alguno, sino sólo gozo eterno.
El misterio de la Ascensión del Señor no es sólo la culminación de la obra de Cristo entre nosotros, liberándonos del pecado y de la mentira en la que estábamos sumergidos, sino un anticipo de la meta que esperamos, a la que somos conducidos por voluntad del mismo Padre de todos.
Cristo es la Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo, formada por los bautizados, enseña san Pablo, y si bien en cuanto Dios siempre está con el Padre y el Espíritu Santo, como hombre  ascendió a la gloria. 
San Pablo ante los cristianos de Éfeso (1,17-23) invoca al Padre para que nos conceda un espíritu de sabiduría, y así valorar la esperanza a la que fuimos llamados, “los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que Él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza”.
¡Qué difícil nos resulta crecer a veces en la esperanza sobrenatural que nos lleva a la vida eterna! ¡Con qué facilidad ponemos nuestra mirada en esperanzas efímeras, pasajeras, terrenas, de las cuales sabemos que duran poco si  es que alcanzamos su objeto, o que directamente nunca logramos!
Cada vez más la esperanza del hombre actual está puesta en el disfrute, en el goce de las cosas, en la adquisición de poder o de riquezas, en la huída del dolor o la enfermedad a toda costa, y no comprendemos que nuestra permanente insatisfacción, a pesar de tener lo que queremos, se debe a que no estamos orientados a la gloria del Salvador.
Es verdad que por nuestra realidad temporal sentimos un atractivo intenso por lo de acá, pero es necesario recordar también que somos espíritu y que éste reclama una realidad superior.
La ascensión del Señor debe iluminar la cotidianeidad de nuestro caminar hacia el Padre, de manera que sin detenernos sólo en la contemplación de lo alto, encarnemos en nuestra vida lo eterno y lo temporal, hasta que lleguemos al descanso eterno.
De allí que el mandato de Cristo de ir al encuentro de los demás debe urgirnos siempre también a nosotros: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que yo les he mandado”, tarea permanente ésta durante el paso por este mundo. ¡Cuánto bien podemos hacer al respecto con nuestra familia, en el trabajo, con los amigos, en la vida social toda, dando testimonio de que como creyentes en Cristo resucitado, no sólo esperamos encontrarnos con Él en la gloria, sino que iluminamos el compromiso temporal de bautizados con su Ascensión!
Sabemos que nuestra vida en este mundo no es un estado de felicidad total, y que sólo seremos dichosos, sin tristeza alguna, cuando descansemos eternamente en la vida de los elegidos, junto al resucitado y glorificado.
En el texto del evangelio (Mt. 28,16-20) escuchamos de Jesús  “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, por lo tanto no nos deja solos, y además nos envía su mejor regalo, el don del Espíritu Santo para que alcancemos la plenitud evangélica y podamos vivir a fondo lo que nos reclama de continuo. 
Encontraremos no pocas veces, persecuciones e incomprensiones por el evangelio, y esto, no debe desanimarnos ya que Cristo está caminando junto a nosotros,  preocupándose por nuestros desvelos, alentándonos a dar siempre testimonio de nuestra fe en Él.
Pero también hasta el fin del mundo lo encontramos presente en el hermano, en nuestro prójimo. Precisamente, san Agustín afirma que está presente el Señor en la persona de los enfermos, de los abandonados, de los desechados de este mundo, de los pobres, en todos aquellos en quienes podemos ver el rostro de Cristo sufriente, y  a ellos hemos de llevar consuelo y esperanza en el encuentro definitivo con el resucitado, más allá de nuestras miserias, llevando así bálsamo a sus existencias.
Es decir que mientras nos protege con su presencia siempre viva en la oración o en la Eucaristía ante los males de este mundo, clama desde los rostros de los que nos necesitan, interpelándonos. 
Al respecto, el mismo Jesús enseña que por esas obras realizadas u omitidas  en relación con el prójimo, seremos juzgados (Mt. 25). 
Queridos hermanos: convencidos de que estamos llamados a participar de la gloria de Jesús, unámonos aquí en la tierra al misterio de su muerte redentora y a su resurrección a una nueva vida, como camino obligado para alcanzar lo que esperamos con la certeza que nos da el mismo Señor.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Ascensión del Señor. 01 de junio de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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