17 de septiembre de 2014

“Jesucristo se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor mostrándonos el camino de la plenitud evangélica”


La liturgia dominical del tiempo litúrgico “durante el año”, hoy cede su lugar a la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que la Iglesia celebra cada año el 14 de septiembre. El origen de esta celebración se remonta al 13 de septiembre del año 335 cuando es consagrada en Jerusalén la Basílica de la Resurrección que había sido construida a instancias del emperador Constantino y de su madre Elena, hoy venerada como santa.
Al día siguiente se muestra al pueblo para su veneración la reliquia de la Santa Cruz, explicando el sentido de la nueva iglesia, es decir, la relación estrecha existente entre la Cruz y la Resurrección. A mediados del siglo VII –el 14 de septiembre- se comienza a mostrar  el lignum crucis a la devoción del pueblo, como signo e instrumento de salvación.

La celebración litúrgica apunta, pues, a profundizar en el misterio salvífico de la Cruz de Cristo y de su necesaria presencia en nuestra vida cotidiana.
En el libro de los Números (21, 4b-9) que hemos proclamado como primera lectura, se nos narra cómo el pueblo pierde la paciencia en su caminar hacia la cercana tierra prometida comenzando a protestar contra Dios y Moisés diciendo “¿Por qué nos hicieron salir de Egipto para hacernos morir en el desierto?”. Como respuesta, el Señor les envía serpientes venenosas que muerden a la gente muriendo muchos de ellos. Reconociendo su pecado, el pueblo pide a Moisés interceda por ellos, a quien Dios le encomienda fabricar una serpiente de bronce y elevarla, siendo curado quien la mirara. 
En el texto del evangelio (Juan 3,14-21) Jesús explica el sentido de este pasaje del Antiguo Testamento señalando el carácter profético que  posee, ya que de la misma manera será necesario que “el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna”.
Ahora bien, contemplando nuestra vida cotidiana, encontramos similitud con lo que aconteciera al pueblo elegido que caminaba a la tierra de promisión.
Nosotros estamos también en camino, no ya a una tierra exuberante como lugar geográfico, sino a la Tierra Prometida en la que estamos llamados a contemplar a Aquél que nos creó para participar de su misma vida. 
En este caminar no es infrecuente que rezonguemos también contra Dios y la vida misma por las dificultades que se nos presentan, o ante la aparente falta de respuestas que nos satisfagan plenamente frente a tantos males padecidos.
A veces las expectativas que tenemos en la vida no se compensan con resultados, y el sufrimiento, la falta de salud, el dolor y la muerte parecieran marcar nuestro derrotero temporal. La desconexión que vivimos con un Dios Providente, en el que no siempre nos afirmamos, producen a menudo desesperanza, al no percibir lo que Dios hace siempre por nosotros desde que nacemos hasta que morimos, aún en medio de las pruebas de este mundo, como lo indica el salmo responsorial que hemos cantado: “no olviden las proezas del Señor” (salmo 77).
El creyente, en medio de las dificultades de la vida, no debe dejarse llevar por la nostalgia de bienes perecederos, sino que ha de mirar a la cruz salvadora para encontrar en ella consuelo y respuesta que nos permitan vivir de la fe.
La tentación del desánimo nos puede muchas veces conducir a colocar nuestra seguridad en bienes que no nos traen más que consuelos pasajeros, porque en ellos no se encuentra en plenitud la Vida y la verdadera Felicidad a la que aspiramos aún sin saberlo. 
Es en ese momento cuando hemos de elevar nuestra mirada hacia Cristo crucificado recordando las palabras del evangelio que nos afirma “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el cree en Él no muera sino que tenga Vida eterna”.
Relacionado con esto, el apóstol san Pablo (Fil. 2, 6-11) nos deja un itinerario profundo para entender el misterio de la Cruz ya que “Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” y al aceptar humillándose y por obediencia la muerte y muerte de cruz, es exaltado por Dios y puesto por encima de todo, “para que al nombre de Jesús, se doble  toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.
Hecho hombre, el Hijo de Dios, no sólo ingresa en la historia humana, sino que carga también nuestras miserias y las consecuencias del pecado, sin  ser pecador, para liberarnos de todo mal y conducirnos a la gloria del Padre, haciéndose realidad lo que rezaré dentro de un rato en el prefacio, que aquél que venció en un árbol –el demonio vencedor en el árbol del paraíso- fue  vencido en otro árbol  -el de la cruz  en el que colgó nuestra salvación-.
El Nuevo Adán –Cristo- se contrapone al viejo Adán, como la Nueva Eva –María- contrasta a la vieja Eva-, por lo que la humillación y muerte de Cristo ha sido causa de salvación para toda la humanidad, siendo exaltado por la resurrección, por encima de todo lo creado, recuperando todos nosotros nuevamente la Vida Nueva de hijos recibida en el bautismo, ya que desde el misterio de la Cruz  podemos asumir todo lo que acontece en nuestra vida. 
En efecto, mientras que para el no creyente –ante quien está también presente la cruz de cada día que es imposible evadir-, todo es agobio y desesperanza, para el creyente el signo de la cruz es salvador como lo fue para Cristo -que nos salvó del pecado y del padre de la mentira, el demonio-, contribuyendo al asumirla a darle un sentido nuevo a la existencia asegurándole una salvación que cambia de raíz el corazón humano y lo predispone a trabajar para la transformación del mundo en una realidad nueva.  
El Señor Jesús en la cruz proclama lo que afirma en el texto evangélico “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el cree en Él no muera sino que tenga Vida eterna”.
Mirando la cruz de Cristo, ¿nos sentimos agradecidos por lo que hizo por nosotros? ¿Estamos convencidos que la cruz de Cristo es fuente de vida verdadera para nosotros? ¿Ofrecemos las cruces de cada día como instrumento de purificación personal que nos afirma más y más en el amor? ¿Nuestra fe en Cristo es tan firme que en verdad luchamos para ser coherentes con la misma en cada momento de nuestra existencia? ¿Nuestro compromiso diario como cristianos nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos para pensar en el bien de los hermanos?
Precisamente en este domingo tenemos la posibilidad de responder con amor al llamado de la Iglesia peregrina en Argentina que nos invita a la generosidad en la colecta “Más por Menos” y, así contribuir al esfuerzo de tantos hermanos nuestros que en las diócesis más pobres se esfuerzan por contar con medios aptos para la evangelización.
La renuncia  de algunos bienes que generosamente nos da el Señor para ofrecerlos a otros, nos identifica con el crucificado que se ofrece a sí mismo para enriquecernos a todos con su gracia.
Hermanos: pidamos que la Exaltación de la Santa Cruz nos identifique más y más con Cristo, disponiéndonos a entregar nuestras vidas no sólo al amor del Padre, sino también al bien de nuestros hermanos.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta de La Exaltación de la Santa Cruz.- 14 de septiembre de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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