3 de septiembre de 2014

“La Palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día” pero “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!”

Los textos bíblicos de este domingo nos presentan un itinerario de perfección al que está llamado a transitar el creyente. En efecto, el bautizado que quiere crecer en santidad de vida, nunca se conforma con la medianía, con un cumplimiento mínimo de las exigencias, sino que el amor a Dios lo llevan siempre a aspirar a lo máximo.
Precisamente en la primera oración de esta misa pedíamos con sencillez: “Dios todopoderoso, de quien procede todo bien perfecto infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre, para que, haciendo más religiosa  nuestra vida, acrecientes en nosotros lo que es bueno y lo conserves constantemente”. 
En la figura de Jeremías (20, 7-9) evocada en la primera lectura, advertimos que Dios, “de quien procede todo bien perfecto” ha infundido en el profeta el “amor de tu nombre” que lo hace exclamar “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y haz prevalecido!”. 
Elegido como profeta del Dios de la Alianza, descubrirá que aunque amante de la paz, el anuncio de su Palabra le acarreará males de todo tipo. 
Sabe que es profeta de calamidades, de allí que advierta al reino de Judá los males que le esperan si no se convierte de corazón de modo que “Cada vez que hablo, es para gritar, para clamar: “¡Violencia, devastación!”.  
Y mientras la ruina se aproxima, el profeta es rechazado permanentemente llegando  a decir con dolor: “Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí, “la Palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día”.
Sin embargo, no lo escuchan, llega el ejército invasor, se produce la caída de Judá continuada con  el consiguiente destierro a Babilonia.
Es tal el peso de la misión que se le ha encomendado que piensa en desecharla, llegando a decir no “hablaré más en su nombre”, pero reconociendo enseguida que la fuerza de Dios es mayor que su debilidad ante el oprobio, ya que había en su “corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”.
Advertimos entonces que en esa puja entre Dios  que envía a una misión y el hombre que quiere huir de ella, prevalece el amor de Dios que sigue llamando a pesar de la debilidad del profeta y  descuella el amor de Jeremías que no puede desligarse del amor del Padre que lo ha seducido.
La experiencia de vida del profeta Jeremías puede ser también la nuestra si lo buscamos al Señor siempre, si desde la aurora como canta el salmo, es Dios quien está en nuestro pensamiento en primer lugar. 
Al igual que el profeta, el cristiano de hoy está llamado a dar testimonio de que ha recibido en su corazón el amor por el Nombre de Dios y por lo tanto está dispuesto a sufrir desprecio y persecución por anunciar al mundo su pertenencia a Jesús. Esto no nos debe admirar, ya que cuanto más ha avanzado el hombre en capacidad técnica, cuanto más ha crecido en poder y suficiencia, menos necesita de su Dios, por lo que habitualmente lo deja de lado como si no tuviera cabida ya en su vida.
La frustración vivida por Jeremías ante la persecución por ser fiel a Dios, también es una realidad en nuestra vida, y al igual que Pedro, pretendemos seguir a Cristo pero sin cruz, sin sufrimiento alguno, ya que no está en los planes de la cultura hodierna el padecer y morir por causa buena alguna, de allí que digamos  como el apóstol “Señor, eso no sucederá”.
Si en la confesión de Pedro acerca de la divinidad de Jesús estaba inspirado por el Padre, en su deseo de apartar a Jesús del camino de la cruz, está inspirado por el diablo, y así lo expresa el mismo Señor diciéndole con énfasis “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!”.
Jeremías en su tiempo, Pedro en la época de Jesús, y nosotros en la actualidad, somos golpeados por la tentación de seguir el espíritu del mundo que nos encandila con su “falsa seguridad”, sugiriéndonos dejar la debilidad de la cruz y los padecimientos de Cristo.
Esta realidad cotidiana que enfrentamos cada día que vivimos, nos debe llevar a grabar a fuego en nuestro corazón aquella advertencia del apóstol san Pablo “No tomen como modelo este mundo” (Rom. 12, 1-2).
El apóstol, ya en su tiempo, sabía que la tentación frecuente del creyente es tomar como modelo no la persona de Cristo y su enseñanza de vida, sino seguir el ejemplo de las costumbres, pensamientos y estilos de vida mundanos, que mutan conforme los vientos culturales  de cada época. 
Cada día recibimos de la sociedad en la que estamos insertos, ya de las personas, como de los medios de difusión, un bombardeo continuo de información, de criterios, de definiciones “morales”, de estilos de vida, que invaden nuestra privacidad, creyendo nosotros que son inocuos cuando en realidad se transforman en inicuos por el daño que producen en nuestra vida de relación con Dios y nuestros hermanos.
El apóstol san Pablo convencido que el creyente quiere unirse más y más al Creador, dice con acento “los exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: éste es el culto espiritual que deben ofrecer”.
¡Cómo cambiaría nuestra vida si al levantarnos cada día, luego de agradecer a nuestros Señor por el nuevo día con el que nos ha regalado su presencia  y la de nuestros seres queridos, le pidiéramos la gracia de ser buenos hijos suyos, mientras ofrecemos nuestro ser como ofrenda pura que queremos Él transforme cada vez más “en otros Cristos”!
Como lo explica el evangelio, encontramos nuestra vida cuando estemos dispuestos primero a entregarla por amor a nuestro Creador y a nuestros hermanos, como Cristo la entregó en la Cruz por nuestra salvación. 
Si, en cambio, “cuidamos nuestra vida”, es decir, pretendemos seguir con nuestros proyectos, con nuestros cálculos interesados, poniéndonos siempre como centro de todo, seguramente perderemos esa vida que desde el inicio está siempre orientada en su ser para entregarse y ofrecerse en culto agradable por la gloria de Dios y el bien de todos.
Nos cuesta mucho perder la vida, dejar lo que nos tiene atados a lo intrascendente, pero es necesario lograr este triunfo sobre lo fútil para alcanzar la verdadera felicidad en nuestra vida.
El Señor no impone, sino que sólo se dirige a nuestra libertad y nos dice “el que quiera seguirme,  que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Sabemos por experiencia que la cruz o el yugo, los encontramos a lo largo de la vida, y hemos experimentado no pocas veces, que sólo su aceptación gozosa, como hizo Jesús con su cruz, hace posible ver brotar la vida.
Y así, por ejemplo, la experiencia del pecado resulta ser una cruz sobre nuestra vida, insoportable cuando no hay conversión ni misericordia.
Por el contrario, cuando renunciamos al peso del pecado y al  espíritu del mal,  aunque la conversión sea dolorosa, alcanzamos el gozo que brota de la salvación que nace de la Cruz redentora del Hijo de Dios hecho hombre.
Ya recordaba el Señor en alguna oportunidad que como el grano de trigo debe caer en tierra y morir en ella para dar fruto abundante, de la misma manera hemos de morir a nosotros mismos para dar fruto abundante.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXII del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 31 de agosto de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com











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