13 de noviembre de 2014

“La sacralidad propia que nos hace templos de Dios por el bautismo, nos convoca a una vida de plenitud en la santidad”.

Hoy celebramos la fiesta de la dedicación de la Basílica del  Santísimo Salvador y de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán por estar dedicada a los dos santos principales que llevan este nombre.
 Considerada como la primera iglesia de la cristiandad por ser la catedral del Obispo de Roma, esto es, del Papa, sucesor de san Pedro, Basílica Madre de todos los templos del mundo.
El palacio de Letrán, y el posterior templo, fueron entregados por el emperador Constantino al obispo de Roma, estando ya establecida la libertad de la Iglesia para realizar la obra evangelizadora encomendada por Jesús a los apóstoles.
La dedicación supone liberar el lugar y espacio del uso profano para dedicarlo o consagrarlo al  culto y servicio de Dios. 
Este aprecio por la Basílica nos permite meditar sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, formada por todos los bautizados y llamada a dar cabida a toda la humanidad salvada por Él.
Los textos bíblicos nos llevan a meditar sobre nuestro ingreso a la Iglesia por el bautismo; a considerar a Cristo, como verdadero templo de Dios; y  a nosotros llamados a vivir como templos del Espíritu.
Y así, la primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (47,1-2.8-9,12), refiere al origen de nuestra pertenencia  al pueblo de Dios, el bautismo. En efecto, de la casa de Dios fluye abundante el agua purificadora que se dirige al Oriente -de donde nace el sol de justicia Cristo-,  originando la vida para todos los seres, evocando el bautismo que nos purifica y consagra a Dios, y  nos conduce a Cristo el nuevo templo de Dios.
De esta manera lavados del pecado por la muerte del templo de Dios, Cristo, nos hacemos templos del Espíritu Santo, siendo “sagrados” o consagrados a Dios, -como los templos materiales se consagran para el culto divino-, sacralidad ésta que perfecciona  la dignidad ya recibida cuando nacemos para esta vida como imagen y semejanza de Dios.
Por eso el texto del evangelio (Jn. 2, 13-22) nos habla del celo de Jesús  por la casa del Padre,  agraviada en su carácter sacro por la actividad comercial que  en ella existía, con olvido del espíritu de oración.
Ante la expulsión que realiza de los mercaderes,  le piden cuenta sobre cuál es la autoridad sobre la que funda su obrar, anunciando que cuando  el templo de su Cuerpo sea destruido,  será reconstruido en tres días, refiriéndose  así a su muerte y resurrección gloriosas.
Con estas palabras queda en evidencia que el templo de Jerusalén pierde vigencia como lugar de culto y encuentro con Dios, dando cabida al nuevo templo del Cuerpo de Cristo, a través del cual nos unimos al Padre  adorándole especialmente en el santo Sacrificio de la Misa  que actualiza el de la Cruz aunque incruentamente.
Pero también nosotros somos templos de Dios por el bautismo como lo recuerda el apóstol de los gentiles (I Cor. 3, 9-11.16-17), habitando en nuestro interior el mismo Espíritu de Dios. Somos edificio de Dios y tenemos a Cristo como cimiento firme sostenidos por su gracia  y estamos llamados a consolidarnos en santidad de vida precisamente por el hecho de ser templos vivos de Dios.  
Al respecto, san Cesáreo de Arlés nos dice en el oficio de lecturas del día, que así como procuramos que el edificio material  del templo esté siempre limpio para honrar a nuestro Dios, mucho más empeño hemos de poner para desalojar de nuestro interior a los mercaderes y cambistas que buscan seducirnos con el mal, alejándonos de nuestra unión con Dios, y transformando nuestra vida en espacio al servicio del demonio. 
Como el templo de Dios que es cada uno de nosotros es sagrado, dice san Pablo, hemos de tener en cuenta la amenaza  que se nos dirige cuando afirma “si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él”.
La condición de templo de Dios que es cada cristiano por el bautismo, queda patente cuando a causa del pecado cometido, - a no ser que se haya encallecido la conciencia personal-, sentimos un quiebre en nuestro interior y no encontramos verdadera paz sino cuando llegamos a la reconciliación con Dios por medio del arrepentimiento y la buena disposición a ser mejores en el sacramento de la reconciliación.
Para concluir, no olvidemos que hoy se conmemora en el país la jornada nacional del enfermo.  
Es precisamente el dolor y la enfermedad lo que permite identificarnos más plenamente a Cristo crucificado, de manera que cada uno de los creyentes asumiendo las limitaciones propias del cuerpo creado, podemos ser templos sufrientes que completan en su carne los padecimientos de Cristo. 
Al mismo tiempo, la esperanza de la vida eterna que se nos ha prometido, hace que miremos al hermano sufriente como camino para nuestra caridad, ya que al reconocer en él a Cristo, podemos llevarle el bálsamo del consuelo y la seguridad de nuestra fortaleza.
Hermanos: pidamos al Señor la gracia de vivir siempre como templos de santidad, para que habitados por el Espíritu, crezcamos por el alimento que Jesús nos ofrece en cada misa.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán. 09 de noviembre de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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