17 de febrero de 2015

“Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su pueblo” (Lc. 7,16).


El libro de Levítico (13,1-2.45-46) indica cuáles son las normas que regulan la existencia de las personas enfermas de  lepra.
Por una razón sanitaria el enfermo debía ser excluido de la comunidad y habitar en lugares desolados. Pero también se pensaba que la lepra es consecuencia  y castigo del pecado que hacía a la persona impura, excluida del culto. Recordemos en referencia a esto lo que aconteció con María, hermana de Moisés, con quien Dios se enoja porque se había atrevido a criticar a Moisés, recibiendo la enfermedad de la lepra (Núm, 12, 9 y ss).
En el texto del evangelio (Mc. 1, 40-45) nos encontramos con Jesús,  haciéndose realidad lo que cantábamos en el versículo del aleluya, “un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16),  concediéndonos la salvación, rescatándonos del mal que oprime nuestras vidas y recreando nuevamente en nosotros la dignidad de hijos adoptivos de Dios, extraviada por el pecado de los orígenes.
Confiados en esta transformación interior que se nos ofrece, en la primera oración de la misa pedíamos a Dios por medio de Jesucristo, que ya “que te complaces en habitar en los  corazones rectos y sencillos, concédenos la gracia de vivir de tal manera que encuentres en nosotros una morada digna de tu agrado”. 
Esta debiera ser nuestra súplica permanente, ya que si Dios “ha visitado a su pueblo” por medio de Jesús, y por nosotros mismos no podemos ser digna morada, es necesario pedir de su misericordia que nos trasforme interiormente desde lo más profundo del corazón, como lo hizo este leproso.
El texto del evangelio afirma que el leproso se acerca a Jesús y de rodillas le dice “si quieres, puedes purificarme” recibiendo la atención inmediata del Señor, que se conmueve en su interior y tocándolo le responde “lo quiero, queda purificado", convirtiéndose por la acción salvadora de Jesús en digna morada de Dios, enviándolo al sacerdote para que certificando la curación pueda reintegrarse a la comunidad del pueblo elegido y participar del culto.
Con este gesto, Jesús deja en claro que viene a rescatar al hombre de sus miserias, enseñándonos a realizar nosotros lo mismo, acercándonos a tantos que están marginados de la sociedad para llevarles un poco de consuelo, especialmente a quienes están sumidos en sus pecados, para que solicitando la purificación interior por medio del arrepentimiento en el sacramento de la reconciliación, puedan comenzar una vida nueva alabando a su Creador.
En realidad, Cristo mismo se hace leproso cuando es clavado en la cruz cargando con nuestros pecados, interpelando nuestro corazón no sólo para que valoremos el amor  que nos tiene, sino también para que aprendamos a cargar sobre nosotros mismos las cargas y lepras del hombre de hoy mientras le llevamos el consuelo salvador que sólo el encuentro con Jesús otorga.
Precisamente porque es en la cruz donde se devela plenamente el misterio divino del Mesías, es que Jesús reclama que “no le digas nada a nadie”, para que no pretendan alabarlo como líder temporal, sino que lo reconozcan como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y los carga sobre sí en el momento de su prueba de amor al Padre y a la humanidad toda, por la cruz.
Sin embargo es necesario recordar que para que se realice esta sanación interior en cada ser humano, es preciso acercarse al Señor mismo con la humildad de quien se siente impotente para salir de la lepra por sí mismo y necesitado siempre de la caricia divina. 
¿Estamos realmente convencidos de que hemos de recurrir al Señor para ser purificados y sanados, o pensamos que nos valemos a nosotros mismos?
Es el reconocimiento de nuestra pequeñez y del poder  de curación que proviene de Jesús, lo que hace posible esa renovación que todos necesitamos, no sólo para estar más cerca de quien nos cura, sino también para abrir nuestro corazón ante la miseria que sufren hermanos nuestros cada día.  
Tocado por la bondad divina el corazón humano, es posible vivir en la vida cotidiana lo que nos exhorta san Pablo (I Cor. 10,31-11,1) “sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios” y no para la gloria nuestra, anunciando al mundo, como lo hiciera el leproso curado, las maravillas que Dios realiza a diario en nosotros.
También san Pablo nos exhorta a no escandalizar a nadie, es decir, que nuestro modo de pensar y obrar no arrastren a nadie lejos del Señor, sino que por el contrario seamos instrumentos de reconciliación con Él.
Por otra parte se nos invita a acercarnos a nuestros hermanos, tan necesitados de las caricias divinas, para buscar no nuestro bien, sino el de ellos.
Concluyendo con estas reflexiones, invoquemos la misericordia de Dios sobre cada uno de nosotros y sobre todos aquellos a quienes llevamos la Buena Nueva salvadora de Jesús, de modo que transformados en nuevas creaturas podamos ser siempre digna morada suya.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 6to domingo durante el año. Ciclo “B”. 15 de febrero de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.









No hay comentarios: