6 de febrero de 2015

“Aleccionados por la Palabra Viva de Dios, optemos libremente por seguir en nuestras vidas, lo que Él nos pide”

En el libro del Deuteronomio (18,15-20) o segunda ley nos encontramos con un hecho novedoso. Dios  acepta el pedido de Moisés y constituye la figura del profeta, comunicándose de esa manera  con su pueblo, además de hacerlo mediante la Ley y la Sabiduría, que  forman parte del Antiguo Testamento, además de los otros escritos inspirados.
El texto proclamado nos muestra cuál es el perfil del profeta, señalando que es elegido por Dios de entre los miembros del pueblo; que le pondrá en sus labios su Palabra para que comunique lo que se le inspira. Además se recuerda que el profeta que no transmita lo que se le encomienda, dando a conocer su propio pensamiento, o haciéndose eco de otros dioses, morirá y, quien se rehúsa a escucharlo –por tratarse de un desprecio de Dios mismo-, deberá dar cuentas de su actitud.
Queda patente así la misión del profeta, que no consiste meramente en anunciar calamidades, sino de dar a conocer la voluntad del Dios Providente.
Como sucede siempre con los hechos y misiones del Antiguo Testamento, esa figura emblemática apunta al profeta máximo que es el mismo Jesús, que venido a este mundo nos permite conocer el pensamiento y el misterio divino, y que como nuevo Moisés, nos conduce a la tierra prometida del cielo.
Pero además, se nos da a conocer, que por el sacramento del bautismo, también nosotros participamos del profetismo de Cristo y de la Iglesia, de allí que se nos convoca a dirigir nuestros pasos al hombre de hoy para transmitir el plan salvador de la Providencia divina, siendo fieles en la comunicación del designio eterno, sin caer en interpretaciones u opiniones personales, sin buscar aguar la Palabra de Dios para hacerla más digerible a las mentes modernas que tienden cada vez más a vivir en el relativismo de la verdad.
Siguiendo los pasos de Jesús, lo encontramos en la sinagoga de Cafarnaúm (Mc. 1, 21-28), con la intención de llevar a cabo lo que ya había prometido, el anunciar la Buena Noticia, el evangelio, invitando a ingresar en el Reino, es decir, a una amistad más plena con Él mismo.
Ya san Juan en el prólogo del evangelio, decía que el Hijo de Dios, haciéndose hombre, plantó su tienda entre nosotros para encontrarse con cada uno. 
O sea, no sólo ingresó a la historia humana, sino que también quiere hacerlo en el corazón de cada uno, de allí su presencia en la sinagoga para introducir a los oyentes en la verdad misma procedente de Dios.
La gente presente advierte enseguida que la enseñanza que imparte Jesús es muy diferente a la que recibían de los escribas, posiblemente siguiendo éstos el mandato que había recogido Moisés de no hablar más que de la palabra que Dios había puesto en la boca de los profetas. Cristo, en cambio, enseña de una manera totalmente nueva, no solamente respecto a la palabra proclamada, sino también en cuanto al modo, ya que lo hace con autoridad, con convicción.
Una cosa es dar a conocer una doctrina sin que ésta transforme realmente al comunicador, y otra situación diferente se suscita cuando el evangelizador vive personalmente en profundidad lo que da a conocer.
En el caso del texto que nos ocupa, habla Jesús con autoridad, porque como prolongación de lo que enseña, actúa en bien de los oyentes, como en este caso en el que expulsa a un espíritu demoniaco del cuerpo de uno de los oyentes. 
En efecto, la palabra de Jesús está siempre acompañada por signos, ya sea milagros, curaciones, expulsión de demonios, que revelan la realidad del Reino vencedor de las fuerzas del mal y de la esclavitud que este provoca.
En el escenario que está presente ante nosotros, el demonio intenta superar al mismo Cristo manifestando quién es Él, aunque no pueda decir cosa alguna sobre lo que verdaderamente importa, es decir, que Jesús quiere comunicar su santidad a la humanidad  lacerada y dominada por fuerzas alienantes.
El espíritu del mal, -y hago aquí un paréntesis-, aunque reconozca que Jesús es el Santo de Dios, no lo hace por fe sino por la fuerza de la evidencia que está ante sus ojos. No olvidemos que aunque el diablo conocía el poder de su Creador divino, decidió no servirlo y apartarse para siempre de su sumisión.
De igual manera acontece en el plano humano, ya que aunque muchas personas con su inteligencia aceptan la existencia de Dios y la divinidad de Cristo, han decidido sin embargo no servirlos y bloquearse en su mala voluntad de pecado.
La indiferencia ante Cristo, por lo tanto, no necesariamente implica una falta de fe, sino que aún aceptando la divinidad del Señor, acontece que el ser humano no quiere seguir al salvador y actuar en consecuencia.
Lo mismo sucede con el demonio, que también “cree” en la divinidad de Jesús, pero no como obsequio de la inteligencia a la verdad revelada, sino por la fuerza de la evidencia, como enseña Tomás de Aquino en la Suma Teológica, y sin embargo ha optado por no servir a su Creador.
O sea, el ser humano puede llegar a creer en Dios, pero decide no servirle, reeditando el pecado de los orígenes en el que ambicionaba la dignidad divina.
No es inusual que la creatura, deseosa de una engañosa y absoluta libertad, quiera sólo seguir sus caprichos, hacer su voluntad, despreciando al Creador.
Nosotros, conociendo esto, hemos de pedir a Jesús nos libre de estos males, ya que así como el endemoniado está presente en la sinagoga, puede también acontecer que aún estando nosotros en el templo de Dios, estemos lejos de Él.
Purificados así de nuestros esquemas mentales y formas de vida, hemos de conocer más a Jesús, imitarlo en su vida y enseñanza para alcanzar la perfección cristiana.
Conociendo la verdad revelada, por lo tanto, y participando de la misión profética de la Iglesia, estamos llamados a darla a conocer sin interpretaciones personales en las que no pocas veces buscamos lo que nos agrada.
San Pablo, por ejemplo, nos deja una muestra de lo que es la fidelidad a la Palabra, no obstante sus criterios personales (I Cor. 7, 32-35). 
En el texto que hemos proclamado hoy, el apóstol hace referencia a la vida del célibe y de la virgen por motivo de una mayor entrega a Dios, alabando ambas formas ya que desea que el cristiano viva sin inquietudes. 
Sin duda alguna, el simpatiza con este estado de vida sin dejar de considerar la vida matrimonial como estado de vida importante.
¿En qué se distinguen ambas formas de vivir? En que mientras el célibe o la virgen por causa del evangelio, se ocupan de las cosas de Dios y cómo agradarle con un corazón indiviso, el casado está repartido entre la atención de su cónyuge  a quien debe agradar y de las cosas referentes al matrimonio. 
Es decir, el casado agrada a Dios mediante su compromiso conyugal y familiar, estando su corazón dividido, sin que esto menoscabe su entrega al Creador, pero sí la hace diferente al de quien sólo se dedica al servicio divino.
El apóstol  se refiere a un ideal de vida a conseguir, sin que ignore, por cierto, que muchas veces tanto los consagrados por el celibato y virginidad, como los casados, dejamos mucho que desear en nuestra vocación cristiana.
Concluye san Pablo, en su fidelidad a la Palabra recibida, enseñando que cada uno haga libremente lo que es más conveniente a su vocación, conformándose a lo que en su corazón piensa que Dios le pide, entregándose totalmente a Él.
Concluyendo hermanos, pidamos a Jesús que nos ayude a ser dóciles a su Palabra, y nos dé la fuerza para llevar íntegra la misma a todos los que desean descubrir la Verdad plena y adherirse a ella.




Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 4to domingo durante el año. Ciclo “B”. 01 de febrero de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.


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