20 de marzo de 2015

“En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas”.



 El  segundo libro de las Crónicas (36, 14-16.19-23) que acabamos de proclamar, nos deja su mirada teológica sobre la historia del reino de Judá. 
Con sencillez  relata que los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, se contagiaron de los cultos idolátricos de los pueblos vecinos y profanaron el templo de Dios con un culto vacío.  



A pesar de ello, Dios les envía a los profetas, pero éstos no son escuchados, los mataron, se burlaron de ellos poniéndolos en ridículo, de manera que “la ira del Señor contra su pueblo subió  a tal punto, que ya no hubo más remedio”.
¡Es triste y doloroso que el texto afirme que “ya no hubo más remedio”, mostrando la imposibilidad –por decirlo así- de Dios por salvar al pueblo elegido de la suerte que  se ha buscado con sus infidelidades y pecados!
Este texto como muchos otros de la Sagrada Escritura, dan fe reiteradas veces de la obstinación del ser humano por continuar en el pecado y de hacer caso omiso a las muestras de bondad por parte de Dios. 
Y esta realidad no es propiedad solamente de los tiempos en los que no estaba presente el Salvador, sino que también en la época de Jesús y posteriormente en la historia de la Iglesia, incluyendo a nuestros días, es constante la persistencia en el mal.
¡Cómo nos cuesta -y también yo me incluyo- abrir el corazón ante la presencia de Dios y decidirnos a iniciar una vida nueva en amistad con Jesús! A pesar de que el pecado no nos lleva más que a la ruina, -es suficiente con observar las consecuencias en las personas y la sociedad, de tantos quebrantos a la ley de Dios-, no pocas veces preferimos continuar con una actitud de ligereza no sólo con el Creador, sino también en la consideración de aquello que sabemos nos envilece cada vez más.
Ahora bien, como Dios es fiel a sus promesas y sólo quiere el bien de aquellos a quienes ama,  no pocas veces en la historia de la salvación ha actuado por lo que llamamos las “causas segundas”, es decir, medios humanos para realizar sus designios de salvación. 
Tal es lo que sucedió en la historia de Judá como lo recuerda esta mirada teológica de la que hablamos recién, purificando a los elegidos por innumerables pruebas padecidas por los caldeos quienes “quemaron la Casa de Dios, demolieron las murallas de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Nabucodonosor deportó a Babilonia a los que habían escapado de la espada y estos se convirtieron en esclavos del rey y de sus hijos hasta el advenimiento del reino persa”, durante setenta años.
Esta prueba que debe soportar el pueblo lo hace reflexionar sobre sus iniquidades y lo mucho que se ha apartado de su Dios, provocando el lamento constante que describe el salmo (136, 1-6) la mirada de misericordia del Creador, quien suscita en Ciro al salvador que devolverá a los exiliados a su tierra, proveyendo para la reconstrucción del Templo.
Nuevamente se le otorga a los elegidos una oportunidad para volver a la vivencia de la Alianza con su Dios, aún sabiendo que la recaída en el pecado será una constante, como lo será también el perdón divino.
Llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios hecho hombre, ingresa en nuestra historia humana para mostrarnos el verdadero rostro de Dios y, al ser levando en lo alto de la cruz, realiza su misión de atraernos a la comunión con el Padre de manera que quien mira a la Cruz y cree en su poder salvador, será rescatado de sus miserias.
El texto del evangelio (Jn. 3, 14-21) si bien nos dice que Dios envió a su Hijo no para condenar al mundo sino para salvarlo, expresa que es la última oportunidad que tiene el hombre para no perecer de modo definitivo, ya que “El que cree en Él, no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”.
Anuncia, además, el verdadero juicio sobre la humanidad diciendo que “En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas”, alcanzando también a nuestros días esta interpelación que ha de ayudarnos a esclarecer lo que anida en lo más recóndito de nuestro corazón, si la luz, o las tinieblas.
Precisamente el mismo Jesús nos muestra un modo concreto para examinarnos recordando que “todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas”, pudiendo esto reflejar nuestro caso particular no pocas veces a lo largo de la vida. 
Sin embargo, conocedor del corazón de quienes son fieles, descubre su identidad, ya que “el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”.
El tiempo de cuaresma que estamos viviendo nos debe llevar a reflexionar si en el transcurso de nuestros días rigen más las tinieblas y los criterios del maligno, o más bien, luchamos apoyados por la fuerza divina, para manteneros en las obras de la luz, de modo que irradiemos la misma en medio de la sociedad en la que vivimos.  
Al mirar a Cristo levantado en lo alto de la Cruz, hemos de apreciar cuánto le hemos costado de sufrimientos y desprecios, grabando en nuestras mentes y corazones aquello que nos recuerda el apóstol san Pablo (Ef. 2, 4-10): “Hermanos: Dios que es rico en misericordia por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo -¡ustedes han sido salvados gratuitamente!- y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con Él en el cielo”.
Aunque la tentación latente de muchos en la actualidad es pensar que no necesitan salvador alguno, ya que de nada han de ser rescatados, la experiencia de cada día nos señalan que  esta sociedad  autosuficiente  no es rescatada de sus miserias por el esfuerzo humano, sino que por el contrario se hunde cada vez más en sus maldades, significadas en el  crecimiento cada vez más profundo del egoísmo personal que se olvida de su Creador y de quienes habitamos este mundo.
Advertimos, por ejemplo, con sólo mirar lo que acontece en nuestra Patria, en qué decadencia nos hundimos cada vez más, donde para muchos ya no existe Dios, ni tampoco prójimo alguno al que haya que tener en cuenta.
Cuanto más crece la autosuficiencia del hombre y de la sociedad, tomados globalmente, nos damos cuenta que sólo importan los intereses personales que culminan en la corrupción generalizada en todos los ámbitos de la vida, en un estilo de vida donde todo vale, en el que cada uno hace lo que desea.
Solamente mirando al crucificado con el deseo de una sincera conversión, será posible un verdadero cambio de vida personal y comunitario.
Hermanos: pidamos al Señor que transforme nuestro corazón impenitente, que haga posible con su gracia un nuevo comienzo buscando las obras de la luz y desechando valientemente aquello que degrada nuestro ser cristiano.




Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el cuarto domingo de Cuaresma, ciclo “B”. 15 de marzo de 2015.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 








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