25 de marzo de 2015

“Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

En la primera oración con que comenzamos esta Eucaristía, pedíamos a Dios que su gracia nos conceda “participar generosamente de aquél amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”.
En el texto del evangelio proclamado (Jn. 12,20-33), se nos propone  un camino, –el querer verlo-, para llegar a participar de “aquél amor” de Jesús.
Unos griegos que habían ido a Jerusalén durante la fiesta de la Pascua para adorar a Dios, se acercan a Felipe y le dicen “queremos ver a Jesús”. Querer ver a Jesús no consiste en mirarlo de pasada, sino en ingresar en su corazón y en su vida para alcanzar su mirada de amor ante los que padecen en este mundo ya en el alma como en el cuerpo. 
Sobre el modo de obrar de Jesús en este campo, el evangelio (Mc.10, 17-30) describe que tuvo una mirada de amor para con aquél hombre que observaba la ley de Dios desde joven, llamándolo de esa manera a la perfección. 
La mirada del Señor es siempre de amor, reclamándonos   el querer verlo de la misma manera y, así lograr  “participar generosamente de aquél amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”.
Si es una mirada de curiosidad  como la de Herodes durante la pasión del Señor, no sirve para nada. 
Ha de ser un ver al Redentor para que nos libere del maligno y de todo mal, incluso del que proviene de nosotros mismos, un mirarlo tan profundamente que aprendamos a contemplar nuestra vida y las cosas de este mundo desde la mirada misma de Dios.
Ante el querer ver de los griegos, Jesús mismo señala cuál ha de ser el objeto a alcanzar diciendo “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado”, o sea, han de contemplar el misterio pascual  que da sentido al paso del Señor entre nosotros, ya que “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.
Querer ver a Jesús implica, por tanto, estar dispuestos a morir como el grano de trigo sin estar más apegados que a Jesús mismo que es quien libera siempre el corazón humano de toda ligadura esclavizante.
En nuestra vida tenemos muchas veces abundantes apegos a personas, cosas, poder, riqueza, bienestar, a la propia fama. Sin  embargo, sabemos con certeza que todo lo perdemos, incluso sin que dependa de nosotros. Lo único que no perdemos, a no ser por nuestra propia decisión, es la amistad con Cristo, el seguimiento de su Persona, la felicidad de encontrarnos con Él. 
Así se explican aquellas palabras que dijera una vez Jesús en la casa de Lázaro respecto a su hermana María, en el sentido de que ella había elegido la mejor parte que no le sería quitada (cf.Lc. 10, 42), ya que realmente “veía” al Señor por medio de su actitud contemplativa ante el misterio divino.
El encuentro personal con el Señor transforma realmente el corazón del creyente, de modo que se orienta siempre a vivir su existencia con profundidad, huyendo de toda frivolidad o actitud superficial, ya que todo esto cansa, deja el corazón insatisfecho y cada vez más vacío.
El querer ver a Jesús implica también seguirlo en el servicio de cada día a su Persona y a la Verdad que encarna, para permanecer donde Él mismo está.
El seguimiento de Cristo pasa siempre por el misterio salvador de la Cruz, de allí que ir tras sus pasos no suele entusiasmar totalmente.
De hecho, los que estamos aquí presentes, queremos ver a Jesús ofrecido en el altar del sacrificio, ya que creemos que sólo Él nos redime, pero, ¿cuántos católicos prescinden de la misa dominical porque en lo profundo de su corazón no creen en la necesidad de ser continuamente redimidos por Aquél que como grano de trigo murió para que obtengamos la liberación de toda esclavitud que impide ser verdaderamente hijos adoptivos del Padre?
Cristo atrae siempre al corazón bien dispuesto, como lo hizo con los griegos, para que viéndolo y conociéndolo en profundidad, pueda entender la dimensión de su amor redentor y así participar del mismo con una vida entregada al sólo servicio de su Persona y de los hermanos.
Ver a Jesús nos lleva a comprender también su obediencia al Padre, como lo señala la carta a los Hebreos (5, 7-9). No guardó su vida para sí, para su auto complacencia, como acontece a menudo al ser humano que sólo se busca a sí mismo reduciéndose al goce de lo temporal que lo aliena y lo deja cada vez más vacío, sino que se entregó totalmente por amor a cada uno de nosotros.
Esta muerte y resurrección del Señor da lugar a la nueva Alianza de la que habla el profeta Jeremías (31, 31-34) como novedad futura. Se trata de la ley del amor nuevo grabada por Cristo en nuestros corazones, ley interior que supera a la exterior entregada antiguamente, de manera que “ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: Conozcan al Señor. Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande”.
Hermanos: no tengamos miedo de ver a Jesús, de querer conocer sus sentimientos y pensamientos, Él nos ofrece la garantía firme de la felicidad plena no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Pero, además, tengamos presente que cuanto más cercanos estemos de Jesús, podremos también hacer de intermediarios entre su Persona y los demás, como lo hicieron Felipe y Andrés. Ellos veían y conocían a Jesús, de allí que entendieron qué buscaban estos griegos que no se conformaron con adorar a Dios en el templo de Jerusalén, sino que quisieron encontrarse con el mismo Dios hecho carne para la vida del mundo.
Pidamos ser atraídos siempre por Jesús para que sea realidad el participar en el mismo amor por el que nuestra vida fue transformada desde el bautismo,  y llamada a ser  perfeccionada por medio de nuestra libertad ofrecida cada día.


 Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el quinto domingo de Cuaresma, ciclo “B”. 22 de marzo de 2015.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 




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