3 de junio de 2015

“Estamos llamados a vivir la providencia del Padre, a llevar al mundo sin esperanza la misericordia del Hijo Salvador, y a realizar el bien bajo la guía del Espíritu Santo”


Recorriendo las páginas de la Sagrada Escritura nos encontramos siempre con una historia de amor entre Dios y el hombre, entre el Creador y la creatura más amada salida de sus manos, la persona humana.
Desde los orígenes de la creación, Dios ama con preferencia al ser humano, colocando a su servicio todo lo creado, para que valiéndose de ello pueda crecer en este mundo como hijo suyo y así alcanzar al fin de su vida, la participación de la misma vida divina.
Pero mientras Dios manifiesta siempre su amor de predilección, muchas veces, por el contrario, el ser humano responde con el desamor, con el pecado, con el “no te serviré”, con el “me has hecho libre, quiero hacer lo que desee”, mostrándose  a menudo que el infinito amor divino es desairado.
De allí, que mientras se multiplican las infidelidades humanas, crece el afán divino por conquistar el corazón humano, para hacer realidad el que cada uno es  llamado a la grandeza de hijo adoptivo del Padre.
El amor divino manifestado aparece como una particularidad propia del Padre, primera persona de la Santísima Trinidad, quien después del pecado de los orígenes, promete, como consecuencia de su fidelidad, el envío de su Hijo, segunda persona de la Trinidad. 
El Hijo de Dios Padre, sin dejar la intimidad divina, llega hasta nosotros asumiendo carne humana en el seno de la Virgen, nos muestra el amor del Padre y nos reconcilia con Él por medio de su muerte y resurrección.
El Hijo hecho hombre, a su vez, asegura que con el Padre, habitarán en el corazón de los que lo aman, haciéndonos sus templos. 
El amor del Padre se manifiesta por medio de la misericordia concedida a la conversión humana y canalizada por el Hijo hecho hombre,  Jesús, por medio del misterio pascual.
Pero no todo termina aquí, ya que la obra que comienza con el Padre creador y providente, y se continúa con el Hijo que manifiesta y hace realidad la misericordia del Padre, se perfecciona por la acción del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, que es el amor entre el Padre y el Hijo, comunicado abundantemente a los hombres por medio de la gracia.
El Espíritu Santo, que es el amor entre el Padre y el Hijo, nos afianza en el amor recibido del  Padre, en la misericordia otorgada por el Hijo, asegurándonos la futura comunión con el Dios Uno y Trino.
Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y así como en la Trinidad de personas en una sola naturaleza divina existe una armonía absoluta, aunque el Padre no es el Hijo, ni éste es el Espíritu Santo, de la misma manera se espera que en nosotros exista la comunión en el fin y los medios para alcanzarlo, no obstante la diferencia que se halla entre todas las personas.
Si miramos a nuestro alrededor, observamos la existencia de injusticias, odios, rivalidades y desprecio por la dignidad de la persona, que nos hacen caer en la cuenta de cuán lejos estamos, como imagen y semejanza que somos de la Trinidad, de ese proyecto divino de la comunión entre todos.
La armonía divina, pues, no es reflejada por nosotros en la vida cotidiana, de allí, que el hombre se encuentre cada vez más descentrado, en su relación con Dios, consigo mismo y con los demás, sin una meta que lo trascienda y a la que aspire alcanzar con la ayuda de la gracia divina, porque se ha evadido de su propia naturaleza como hijo de Dios.
Por el contrario, estamos llamados a vivir la providencia del Padre, colaborando con el Creador, llamados a llevar al mundo sin esperanza la misericordia que nos ha traído Cristo, llamados a vivir como lo señala san Pablo en la segunda lectura, bajo la guía del Espíritu Santo.
No hemos recibido el espíritu de esclavos, propio de los que están sujetos al pecado, para vivir en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos que nos hace llamar a Dios, “Abbá”, es decir, Padre.
¡Qué hermoso resulta descubrir que somos hijos de Dios!, que estamos invitados a vivir en el espíritu de Dios como hijos, y no como esclavos, ya que  esta condición nos separa del Creador y de nosotros mismos, y no permite que crezcamos en el camino de grandeza para el que fuimos engendrados por el bautismo.
Queridos hermanos, en esta fiesta de la Santísima Trinidad, asumiendo nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, contemplemos la acción particular de cada persona divina sobre nosotros, respondiendo con nuestro amor de hijos, buscando prolongar en el mundo la presencia de cada una de ellas, ya sea colaborando en la perfección de lo creado, ya sea anunciando la salvación que nos ha traído el Hijo, dejándonos conducir dócilmente por el Espíritu Santo en la realización del bien para gloria de Dios y perfección del prójimo.
Pidamos también a Dios que nunca se olvide de nosotros, que siempre nos trate con el mismo amor con el que siempre ha venido a nuestro encuentro, que pide y reclama idéntica respuesta por parte de cada uno de nosotros.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo “B”. 31 de mayo de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




























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