19 de junio de 2015

“Dejemos crecer a Jesús en nuestros corazones para aportar siempre frutos buenos”

En la Sagrada Escritura permanentemente se exalta cómo Dios aprecia de manera especial a quien se hace pequeño delante de sus ojos mientras que se rechaza de plano la actitud soberbia del ser humano por la que cree vanamente que lo puede todo y que puede reemplazar a Dios en su vida personal y en la sociedad toda.
La soberbia hace que el hombre no se ubique realmente en lo que es, débil creatura, mientras que responde a la verdad la actitud de aquél que sabe de su pequeñez delante del Creador y de sus hermanos, y busca, por tanto, perfeccionarse respondiendo a la voluntad salvífica de Dios.
Al respecto, el profeta Ezequiel (17, 22-24), en la primera lectura de la liturgia que estamos celebrando, observa que del cedro –figura del Israel infiel a las promesas-  que se levanta de modo autosuficiente, el Señor saca un brote con la voluntad de hacer algo nuevo, con referencia a la venida del Mesías, el Hijo de Dios que se hace hombre en el seno de María Santísima, que nace en la debilidad de la carne para señalarnos el camino que agrada a Dios, el de la pequeñez, el de buscar siempre Su voluntad  y no la propia, el estar en actitud de disponibilidad ante el Señor de lo creado y los hijos de un mismo Padre.
Cuando el corazón humano se hace pequeño delante de Dios, vamos descubriendo que éste trabaja de una manera especial.
El evangelio que hemos proclamado (Mc.4, 26-34) hace referencia a la Palabra divina que como semilla se expande en el corazón humano, siempre y cuando como la tierra húmeda, la recibe con avidez y deseo de fructificarla.
En cambio, si el corazón humano está seco como la tierra endurecida, la semilla divina no entrará en su interior y quedará estéril.
Dios promete hacer maravillas en el hombre que se dispone a dejarse iluminar  y fecundar por su Palabra, de manera que “sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”.
Esta acción divina en el interior del hombre de buena voluntad  no siempre se percibe claramente, sólo se requiere la paciencia que está cierta de la eficacia divina aún en medio de nuestras debilidades, y la apertura que deja de lado la soberbia autosuficiente que pretende prescindir de Él, suplicando, por el contrario, la ayuda necesaria para transformarnos en frutos de bondad. 
Dios va laborando una existencia nueva en aquél que se le entrega dócilmente confiando en su acción.
El Reino de Dios, que es precisamente la presencia del Señor en nuestra vida y en la sociedad, se parece al grano de mostaza que siendo una de las semillas  más pequeñas, de tal manera se desarrolla, que alcanza grandes dimensiones, haciéndonos ver esta comparación, el poder de crecimiento que posee la Palabra divina cuando encuentra terreno fértil en nosotros.
Espera el Señor, pues, la entrega de lo mejor de nosotros mismos para transformarlo con creces en frutos de bondad y de justicia.
Muchas veces nos encontramos con Jesús en la oración, le abrimos nuestro corazón, le presentamos nuestras dificultades para crecer en el bien mientras le manifestamos nuestra buena voluntad, que como grano de mostaza irá creciendo por la gracia  prometida por quien sólo busca nuestro crecimiento de hijo del Buen Padre Dios. 
Aprovechemos ese momento para suplicarle se quede con nosotros, abramos el corazón para que Él permanezca aún en medio de nuestras debilidades y se produzca esa expansión en el crecimiento de su vida entre nosotros, con la certeza que a pesar de nuestros pecados, no todo está perdido sin remedio.
No quiere Jesús más que nuestra transformación en nuevas creaturas, por la docilidad personal a su obrar siempre con creces.
Continuando en este camino, el texto de san Pablo (2 Cor. 5, 6-10) que proclamamos nos habla de cómo se encuentra el corazón del creyente cuando ha permitido en su interior la obra de la gracia divina, y así, “nos sentimos plenamente seguros sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor; porque nosotros caminamos en la fe y todavía no vemos claramente,… y por eso preferimos dejar este cuerpo para estar junto al Señor”. 
Esta es una experiencia muy fuerte vivida por los cristianos en el inicio de su fe en la Iglesia, de lo cual dan testimonio en los orígenes del cristianismo. 
En efecto, en la antigüedad, los recién convertidos captaban de tal modo la grandeza de la fe en Jesús que se sentían exiliados en su patria de origen, ya que esperaban llegar a la Patria definitiva.
Es decir, que la unión con Cristo era tan grande, que mientras vivían en este mundo añoraban encontrarse con el Creador que los llamaba desde la eternidad para participar de su reino.
Sin embargo, más allá del deseo de la felicidad eterna, el cristiano era consciente que lo importante era hacer siempre la voluntad de Dios, por lo que, “sea que vivamos en este cuerpo o fuera de él, nuestro único deseo es agradarle”.
Esta realidad de una espiritualidad unitiva con el Señor, no sólo pertenece al pasado, sino que se ha actualizar en el presente a través nuestro, por lo que hemos de pedir con fe a Jesús que siga trabajando en nosotros de manera que viviendo en este mundo como exiliados, podamos gestionar los asuntos temporales con una mirada nueva puesta en la Patria futura, y así, no apartarnos de Aquél que crece en nosotros para que demos frutos abundantes de verdad y bien.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XI durante el año. Ciclo B. 13 de junio de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





















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