10 de junio de 2015

“Por la participación en el sacrificio eucarístico, nos introducimos en el misterio del amor del Hijo hecho hombre que se ofreció en la cruz y continúa haciéndolo en el altar de la liturgia”.

El domingo anterior meditamos sobre el infinito amor de Dios para con el hombre, partiendo del misterio de fe a través del cual se manifiesta como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En el decurso del tiempo de salvación, cual es nuestro caminar por la historia, el misterio trinitario se fue develando poco a poco, pero quedando al mismo tiempo oculta toda su profundidad, hasta que se nos revele en la vida eterna, ya que  “Ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces conoceré tal y como soy conocido” (1 Corintios 13, 12).
Hoy celebramos otro misterio de fe, el del Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecidos en el árbol de la Cruz, para la salvación del hombre, en el que se nos va develando un poco más el misterio divino bajo las especies eucarísticas de pan y vino, que, consagrados, contienen verdadera, real y sustancialmente al mismo Cristo resucitado.
Nuevamente nos encontramos con la manifestación del amor divino por medio del Hijo hecho carne humana, Jesucristo.
No sólo murió Jesús para rescatarnos del pecado y de la muerte eterna, sino que quiso quedarse entre nosotros hasta el fin de los tiempos.
El sacrificio de Jesús en la Cruz viene a reemplazar los sacrificios de la Antigua Alianza, cuando los israelitas “ofrecieron holocaustos e inmolaron terneros al Señor, en sacrificio de comunión” (Éx. 24, 3-8).
En el Antiguo Testamento después del sacrificio de los animales, “Moisés tomó la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo *Ésta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes, según lo establecido en éstas cláusulas*” produciendo la purificación legal de los israelitas, es decir, “la pureza externa”. 
En el Nuevo Testamento, en cambio, Cristo, “como Sumo Sacerdote de los bienes futuros” “entró de una vez por todas en el Santuario, no por la sangre de chivos y terneros, sino por su propia sangre obteniéndonos así una redención eterna” (Heb. 9, 11-15), es decir, que la sangre de Cristo derramada en su sacrificio redentor, caló en lo más profundo del corazón humano, reconciliándolo con el Padre.
Por medio de su entrega en el sacrificio de la cruz, Cristo se constituye en “mediador de una Nueva Alianza entre Dios y los hombres” permitiéndonos “tributar culto al Dios viviente”, de modo que recibamos “la herencia eterna que ha sido prometida”.
Ahora bien, esto se realiza y continúa en cada celebración eucarística, presencia del Señor en las especies de pan y vino, ya que en cada misa celebrada, Cristo es el mediador entre Dios y los hombres, Sacerdote que se ofrece a Sí mismo como ofrenda agradable, se tributa culto agradable al Padre con la ofrenda de nuestras vidas, y se anticipa en la comunión, la participación divina en la gloria.
Por la participación en el sacrificio eucarístico, nos introducimos cada vez más en el misterio de amor más grande manifestado en el Hijo hecho hombre que se ofreció en el altar de la cruz y continúa haciéndolo en el altar de la liturgia.
Este pan de vida bajado del cielo que nutre al cristiano, le permite existir y vivir en unión  con Dios, fortalecido por la gracia de lo alto,  combatiendo así con lo que  en su vida y en la sociedad se oponga al amor divino.
Cristo Nuestro Señor, entonces, mostrando cuánto desea estar con nosotros, nos convoca al mismo tiempo,  para dar nuestro asentimiento de fe ante su presencia cierta, aunque oculta en las especies eucarísticas.
Asentimiento de fe que no es sólo afirmar que creemos en que Él está presente bajo las apariencias de pan y vino, sino que comporta también optar por un estilo de vida coherente con la profesión de fe realizada.
Esta profesión de fe nos distingue a su vez de aquellos creyentes en Cristo, que separados del tronco común de la Iglesia fundada por Él, no pueden participar de la comunión plena con el Señor, ya que en su “Cena”, el pan y el vino siguen siéndolo sin cambio sustancial alguno.
La presencia real de Cristo en la Eucaristía es tan atrayente, que en nuestros días, no pocos cristianos regresan al seno de la Iglesia Católica, precisamente porque ésta asegura la presencia viva del Señor, fuente de salvación y garantía del encuentro definitivo en la gloria.
Incluso no creyentes, como André Frossard, dieron su asentimiento de fe en la verdad revelada, por la mediación de la presencia del Señor en este sacramento que convoca y transforma las conciencias.
Incluso ante la duda sobre la presencia del Señor en este sacramento, son los milagros eucarísticos los que permiten su plena aceptación.
Pidamos al Señor nos ayude a reafirmar nuestra fe en su presencia real hasta el fin de los tiempos, que nos aliente a ser capaces de superar todo obstáculo para recibirlo dignamente y que nos haga desear ya desde ahora la comunión plena con Él en la vida eterna.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Ciclo “B”. 07 de junio de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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